La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez
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Название: La casa de Okoth

Автор: Daniel Chamero Martínez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Novelas con valores

isbn: 9788418263828

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СКАЧАТЬ que preparó un magnífico ataúd de madera de agba o tola de una textura fina y un color paja pálida. La madera era de un duramen similar al de la caoba, una materia prima de calidad y bastante deseada por la escasez de cedro nigeriano en la zona. Aun así Orji no quiso cobrar por su trabajo. Había sido un gran amigo de Hafsah y para él era un gran orgullo hacerle ese último regalo a su querida amiga.

      Cuando Nazima llegó con el cortejo fúnebre al baobab junto al que iba a ser enterrada Hafsah, la mayor parte de los aldeanos esperaban allí para darle el último adiós a su hija. Los allí presentes portaban largos ramales secos de hojas de palma. Cuatro atriles de aceite de palma con un vigoroso fuego cada uno los rodeaban. Caía la noche cuando Abdalá terminó de oficiar la ceremonia religiosa. Las mujeres más jóvenes entonaban suavemente una canción Ekoi. Cuando se comenzó a dar sepultura al ataúd donde yacía el cuerpo, uno a uno los aldeanos prendieron las hojas secas de palma. El espíritu de Hafsah, al abandonar el cuerpo que le había sido dado por Obassi Osaw, debía regresar al cielo. El fuego que prendía las ramas de palma sería el encargado de recogerlo y guiarlo hasta el limbo. Nazima, afligida, sostenía a la pequeña Okoth en sus brazos. Su mirada, nublada por las lágrimas, estaba fija en aquel montículo de tierra que había quedado sobre el féretro de Hafsah. De pronto, algo le hizo desviar la mirada en la misma dirección en la que treinta y seis años antes despidió a la leona que le había salvado la vida. Allí estaba. Pudo contemplar el fulgor de una mirada rojiza en la oscuridad. Un tremendo rugido invadió la zona; todos quedaron enmudecidos y expectantes. La leona se acercó poco a poco, y cuando estaba a escasos metros se detuvo. Su mirada estaba fija en Nazima. El segundo rugido fue más intenso y prolongado si cabe. El animal resopló y se giró para volverse a perder en la oscuridad de la que había emergido. En ese momento Nazima supo que el espíritu de su hija Hafsah descansaba en paz.

      Durante los siguientes dos años, la vida en Okuni volvió a la normalidad. El recuerdo de Hafsah seguía presente. Eran muchos los rumores que agrandaban la leyenda que se había formado en torno a ella. Para algunos aldeanos, aquella leona vino a llevarse su espíritu, y contaban que Hafsah, reencarnada en ella, rondaba los alrededores de Okuni para protegerlos de todo mal. Incluso los había que juraban haber visto a la leona junto al baobab donde descansaba el cuerpo de Hafsah.

      Nazima se encargó del cuidado de la familia de su difunta hija. Aba, el viudo de Hafsah, tenía una actitud totalmente pasiva hacia sus hijas, en especial hacia Okoth, a la que menospreciaba constantemente por considerarla culpable de la muerte de su madre. Con Ekón, el único varón de los siete hijos, era distinto. La atención al pequeño de cuatro años era continua y afectuosa. No era extraño oírle decir delante de todos, e incluso del resto de sus hermanas, que Ekón era lo mejor que le había dejado Hafsah. Nazima le reprobaba incesantemente esta actitud. A ella no le parecía justo el trato desigual que prestaba a sus siete hijos, y en especial a Okoth, por la que no se había preocupado desde el mismo día de su nacimiento. Pero la relación entre Nazima y Aba estaba prácticamente rota desde el funesto día en que Hafsah murió. Aba siempre había tenido un tremendo respeto por ella, de manera que incluso se podría decir que la temía y procuraba no enzarzarse con ella en ninguna disputa. Nazima era una mujer muy admirada en la aldea y gozaba de la confianza y el cariño de casi todos los aldeanos, aunque había alguna excepción, como Jábilo.

      Jábilo era el curandero del pueblo. Todas las mañanas se despertaba temprano y prendía un fósforo poco antes de la salida del sol; acto seguido rezaba a los dioses para que estos no lo abandonasen. Después de rezar preparaba los medicamentos tal y como su padre le había enseñado durante años. Dependiendo de las dolencias, molía unas hierbas u otras y luego las mezclaba con otros ingredientes. Los primeros pacientes no tardaban en llegar. Jábilo hablaba mucho con todo aquel que requería de sus servicios. El día posterior a la muerte de Hafsah, Aba acudió a Jábilo por si este podía recetarle algún medicamento para la tristeza. Jábilo le escuchó con detenimiento y no tardó en conectar con él. Aunque ambos se conocían y a menudo frecuentaban los mismos lugares de reunión de los hombres de la aldea, la verdad es que no habían llegado a intimar. Para Jábilo había un muro impenetrable Hafsah-Nazima. Pero ahora tenía una buena oportunidad de relacionarse con Aba. Las circunstancias de la muerte de Hafsah abrían una fisura entre Aba y Nazima. Así se lo había contado el viudo a Jábilo esa misma mañana en su cabaña. La enemistad entre Jábilo y Nazima, aunque discreta, era bien conocida por todos y venía de lejos; para Jábilo ella le pisaba gran parte de su territorio pues recetaba infusiones o molía hierbas para sanar dolores menstruales u otras dolencias que padecían las mujeres. Además, Nazima le había dejado en ridículo en más de una ocasión delante de muchos. Por otro lado, estaba el último capítulo de desprestigio que sufrió a manos de Nazima cuando él pregonó la historia del pozo, en la que llegó a afirmar que nacería una niña, Haraké, que estaba robando el agua del cielo. Nazima le dio la vuelta a la historia y le venció sobre el terreno. El nacimiento de Okoth coincidiendo con la llegada de la lluvia había echado por tierra gran parte de su prestigio como curandero. Aquel día un sentimiento de odio y venganza empezó a crecer en él contra Nazima y la pequeña Okoth. Aba era el instrumento perfecto para llevar a cabo su plan de venganza. Llevaría tiempo pero lo lograría.

      ***

      Con dos años de edad, Okoth andaba con bastante soltura. Su lenguaje era escaso pero suficiente para comunicarse en aquello que concernía a su mundo infantil. Las gemelas Kakra y Banji, de seis años, ya tenían encomendadas labores en el quehacer diario de la familia. Nazima les había enseñado a cocinar, ir a por leña y auxiliarla en los partos. Aparte de Okoth estaba el pequeño Ekón de tan solo cuatro años. Nazima no tenía la ayuda de las tres hermanas mayores. Akia, Zoraya y Badra, de veintidós, veinte y diecisiete años respectivamente, estaban casadas y sus obligaciones se debían para con sus nuevas familias. Nazima sola no podía cuidar de Okoth y Ekón y dedicarse a buscar el sustento de la familia, y por ello decidió enseñar a las gemelas a que la ayudasen en todo lo que pudieran. Ninguna de las hijas de Hafsah y Aba estuvieron nunca escolarizadas, por lo que no sabían apenas leer y escribir; el colegio quedaba a casi una hora de camino y Aba siempre lo había considerado una pérdida de tiempo. Aun así, Hafsah, que sí sabía, se encargó de que sus tres hijas mayores tuvieran nociones básicas de lectura y escritura. Pero la muerte de Hafsah privó a sus cuatro hijos menores de la misma suerte.

      Ekón y Okoth pasaban horas y horas jugando, eran inseparables. Seguían a su abuela allá donde iba, y cuando no podían estar con ella la esperaban a las puertas de donde estuviera. No tenían madre, y se podía decir que Okoth tampoco tenía padre, pero aun así eran dos niños felices. Comían, dormían y jugaban juntos, e incluso cuando Aba tenía algún detalle afectuoso con Ekón, Okoth estaba presente, aunque pareciese invisible para él.

      Un sábado se produjo un revuelo en la aldea. Un hombre alto y bien vestido recorría las calles de Okuni con una maraña de niños detrás. Portaba unos libros en uno de los brazos y se dirigía hacia una explanada cobijada por las sombras de los árboles y arbustos que escoltaban la orilla del río Cross. Rápidamente Ekón y Okoth hicieron amago de unirse al bullicio de los niños y seguir a aquel extraño hombre, pero Ekón se frenó en seco y miró a Nazima, que preparaba la comida con las gemelas Kakra y Banji. La mirada de Ekón buscaba el permiso de su abuela para alejarse en pos de aquel extraño. Nazima lo miró, y sin pronunciar palabra alguna le hizo un gesto de aprobación.

      –¡Cuida de Okoth y no volváis tarde!

      Ekón asintió con la cabeza y cogiendo a su hermana de la mano emprendió la carrera tras aquel hombre alto.

      Aalim era profesor. Era conocedor del hecho de que la mayoría de los niños de Okuni no iban a la escuela por la distancia, así que decidió ir a Okuni y proponerles a los padres darles clase los sábados. La propuesta fue aceptada y todo aquel que quisiera asistir a clase podría hacerlo todos los sábados junto al río.

      Cuando Aalim llegó a la ribera del río Cross todos los niños alborotaban y saltaban a su alrededor. Él se presentó y les СКАЧАТЬ