La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ hombre no escucha el resto del mensaje, concentrado en la voz de su propia cabeza. Sonríe de nuevo, se guarda el sobre de cuero bajo la pretina del pantalón y recoge el bidón. Un silbido alegre brota de sus labios mientras recorre el automóvil empapándolo de gasolina. La alerta vuelve a sonar, pero el hombre no contesta.

      Arroja el bidón al suelo y se aleja silbando aún.

      Hasta el punto en el que el coche se vuelve una mancha marrón en el paisaje, lo seguimos, pegados a su carne sudorosa.

      Él saca un papel arrugado del bolsillo y deja los fríos ojos azules quietos en la criatura que le devuelve la mirada desde el papel, con el enorme letrero de “¿Has visto a esta persona?” sobre su cabeza.

      Sus pupilas se dilatan, nuestro polvo se asienta en sus hombros y le cantamos una canción perversa que hemos entonado en sus oídos durante veinte años.

      “La amas. La deseas. Y debes protegerla a toda costa.”

      En un instante, el olor de una obsesión natural que hemos vuelto obscena se desprende con violencia de su cuerpo, tan penetrante que la certeza de que este demonio blanco haya sido elegido por el destino y no sólo por nuestra conveniencia se hace innegable.

      La alerta de la radio resuena una vez más, pero esta vez no cae en oídos sordos.

      —¿Jefe? ¿Me escuchó?

      —Sí. Por supuesto…

      Y con esa misma sonrisa de dientes amarillos, saca su arma y dispara hacia el vehículo.

      CAPÍTULO 10

      CIENCIA EXTRAÑA

      ¿Stonefall? ¿Del tamaño de un guisante?

      Le daré una patada a Adam si vuelve a decirlo, porque llevamos más de diez minutos en la carretera y ya estoy a punto de ponerme histérico.

      Después de que fuimos a vendar mi herida al único consultorio del pueblo —donde he reñido con el doctor por mi reticencia a quitarme el guante—, hemos subido al auto del chico en dirección a su casa, la cual parece estar bastante retirada.

      Diablos, si Tared estuviera aquí, de seguro me diría —entre risas, por supuesto— que tengo la pésima costumbre de trepar a los autos de los desconocidos sin prever las consecuencias.

      Me revuelvo, demasiado incómodo en los lujosos asientos de piel; no es sólo que el coche de Adam haya terminado siendo uno muy moderno y costoso, es que ahora temo tanto ser secuestrado como dejar una mancha de mugre en el tapizado que después deba limpiar, víctima de la vergüenza.

      Miro de reojo al chico, quien conserva aún esa sonrisa y los ojos clavados en el camino como si se contase a sí mismo un maldito chiste que no termino de entender. La inusual confianza de subir a un tipo andrajoso a su coche y llevarlo a su casa también es preocupante… o tal vez está tan nervioso como yo, porque durante todo el camino ha arrancado trozos de recubrimiento plástico del volante. Dicha manía me ha revelado el reloj plateado que lleva en su muñeca y que se ilumina una y otra vez.

      Noto también que debajo de sus ojos se asoman unas pronunciadas ojeras. ¿Acaso no duerme?

      Aprieto el puente de mi nariz y suspiro, un poco cansado de mi propia paranoia, porque creo que mi problema no es tanto la inusual amabilidad de este sujeto, sino el hecho de que no me puedo acostumbrar a la sensación casi antinatural de estar de nuevo tan cerca de otro ser humano.

      Estoy a punto de considerar arrojarme por la ventanilla cuando giramos en un sendero de grava que se abre paso en medio de la carretera, en dirección a una montaña rocosa. El sendero comienza a dirigirnos cuesta arriba y el bosque se torna cada vez más espeso a medida que nos adentramos, hasta el punto en el que el camino termina flanqueado por árboles.

      Después de transitar por un empedrado turbulento, por fin llegamos a su casa que, tal como su coche, resulta ser impresionante, pero de una manera digamos… diferente.

      La construcción, de dos plantas y rodeada por el espeso bosque, está hecha de ladrillos de terracota casi en su totalidad. El techo triangular del porche está sostenido por dos columnas de mármol blanco, y los otros tejados están recubiertos de tejas anaranjadas. En una de las esquinas traseras se levanta una enorme chimenea redonda que asemeja a una torre, mientras que todas las puertas y ventanas de la casa parecen forjadas en ¿bronce?

      No tengo idea de arquitectura, pero si alguien me preguntara, diría que es un diseño un tanto feo, como un edificio que quiso ser casa, o un castillo, sin lograrlo.

      Me apeo despacio del coche y alcanzo a Adam en el sendero de piedras aplanadas y cactus enanos. Las gruesas cortinas rojas de los ventanales de la entrada me impiden vislumbrar el interior de la casa, y los cuervos que nos miran desde las vertientes del techo me hacen arrugar el entrecejo.

      Adam sube al pórtico y se yergue frente a la gruesa puerta de la entrada. Pero antes de que yo ponga un pie sobre los escalones, él me detiene alzando ambas manos.

      —Oye, antes de que entres, quiero advertirte algo —dice, arrebatándome de mi extrañeza—: mi casa está llena de cosas… peculiares, gajes del oficio de mi familia, así que todo lo que veas aquí son cosas de trabajo, ¿de acuerdo? No quiero que te asustes.

      A estas alturas dudo que exista algo que pueda sorprenderme, así que me encojo de hombros para mostrarle mi acuerdo… pero cuando Adam abre la puerta y un calor sofocante emana desde el interior, las voces dentro de mí se agitan, nerviosas.

      Doy pasos cautelosos por el pórtico hasta llegar al marco de la puerta. Y allí, al vislumbrar las entrañas de la construcción, la certeza de dos verdades inquietantes me abruman: Adam no bromeaba respecto a los objetos extraños y yo, por mi parte, no he perdido mi capacidad de asombro, porque esta casa está repleta de artilugios que, si no los viese con mis propios ojos, jamás los habría siquiera imaginado.

      Para empezar, los muros de la planta baja habían sido demolidos para dar paso a una gigantesca sala abierta, en cuyo fondo se asoma una amplia escalera que conduce al piso superior.

      Cada muro está tapizado de libreros, mientras pilas de libros y frascos cerrados con tapones de corcho atiborran las estanterías junto con papeles amarillentos que desprenden un penetrante olor a humedad.

      De los pocos espacios en los muros donde no hay libreros cuelgan pinturas al óleo de escenas bíblicas o mitológicas, grabados de animales fantásticos y láminas anatómicas antiguas. Cada obra está incrustada en ostentosos marcos dorados que resaltan sobre el tapiz carmesí de las paredes: un extraño patrón de delgadas e irregulares franjas oscuras.

      El mosaico blanco y negro en el suelo apenas es visible debido al montón de libretas, libros, cajas y botellas que lo cubren.

      Pero lo que las amplias mesas sostienen es lo que realmente llama mi atención: grandes botellones de cristal con cuellos que se alargan hasta conectarse con más recipientes de vidrio, colocados sobre bases metálicas con mecheros debajo. Me recordarían mucho a los de un laboratorio de química de no ser que éstos no contienen líquidos brillantes СКАЧАТЬ