La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ Te dije que aquí teníamos cosas raras —dice Adam a la par que se introduce en la casa.

      Aprieto los labios mientras miro de nuevo a mi alrededor. Nunca había visto algo como esto. ¿Acaso la madre de Adam practica algún tipo de… brujería?

      —Puedes curiosear si quieres, pero no toques nada, por favor —pide el chico como si me hubiese leído la mente, por lo que asiento y me acerco a una de las mesas, aunque no sin antes sacarme la parka con cuidado.

       ¡Carajo! ¡Qué calor hace aquí dentro!

      Sobre la primera mesa hay libros abiertos con dibujos de serpientes que se muerden la cola, un ojo insertado en un triángulo, trazos geométricos que parecen tener cientos de años de antigüedad…

      Acaricio la gruesa madera y los huesos descarnados bajo mi guante cosquillean con ansiedad. Cierro los ojos un instante y arrojo mis sentidos hacia las paredes, hacia los libreros, hacia todas y cada una de las cosas de este sitio en busca de algo que pueda mirarme desde la oscuridad. Busco abismos, busco resplandores, busco… magia. Pero lo único que encuentro es un vacío absoluto. Y tampoco percibo posibles portales al plano medio.

      —Adam, ¿a qué se dedica tu madre? ¿Es una especie de bruja, adivina o…?

      —¿Cómo me has llamado, jovencita?

      Doy un salto al escuchar aquella voz a mis espaldas. En la entrada de la casa hay una mujer pálida, vestida completamente de negro y con un cigarrillo en la mano. Lleva su cabello azabache atado en una gruesa trenza que le cae sobre el hombro y sus ojos, oscuros como un pozo, se cierran poco a poco sobre mí.

      El parecido es inquietante; la madre de Adam es tan similar a su hijo que parece simplemente haberse seccionado en dos para parirlo.

      —Ah, perdóneme, yo… —balbuceo con torpeza cuando ella comienza a acercarse a nosotros.

      El ruido que producen sus tacones es tan marcado que se escucha como si la sala estuviese vacía.

      —No hay necesidad de ofrecerme una disculpa —dice con un peculiar acento—. Muchas personas no logran comprender que la historiografía puede llegar a ser un tanto especial —asegura, pero su semblante tan rígido me impide saber si ha decidido ignorar mi comentario, o si ya alberga planes secretos para freírme en aceite hirviendo.

      De lo único que estoy seguro es de que la madre de Adam debe ser británica; reconocería su acento aun sin la lengua de Samedi, ya que en la India tenemos bastante historia con esos súbditos de la corona.

      Ella le da una larga bocanada a su cigarrillo y me recorre de arriba abajo sin tomarse la molestia de disimularlo, otra cosa que parece tener en común con su hijo. Yo, en cambio, me encojo un poco y enlazo mis manos tras la espalda, incómodo por exhibir tan deplorable aspecto.

      Finalmente dirige la cabeza hacia Adam.

      —Pensé que volverías por la noche. Por eso te dejé llevarte el auto —dice con rigidez, ¿estará de mal humor?

      —Sí, pero me topé con Ezra… en el pueblo —contesta él con la barbilla clavada al piso. ¿Soy yo o Adam ha perdido toda la arrogancia de hace un momento?

      —Ya veo. Entonces eres la nueva amante de mi hijo.

      Abro los ojos de par en par. El tono de voz de la señora Blake ha sido neutro, casi aburrido, pero aun así ha logrado que me ruborice hasta el pelo.

      —Ma… madre —intercede él con una voz tan baja que apenas logro escucharlo—. Ezra es… un chico. Es hombre.

      Ella paladea el humo dentro de su boca y sus ojos se fijan sobre mí durante breves instantes que se antojan eternos. Tuerzo los labios cuando el peso de su escrutinio se vuelve insoportable.

      —Ah, ya veo. Te pido una disculpa —dice y por fin deja salir el humo de su cigarro.

      El olor me causa una ansiedad nauseabunda.

      —No se preocupe. Me pasa todo el tiempo —contesto.

      —Bueno, siéntete bienvenido en nuestra casa, Ezra —dice—. Y, Adam, no te quedes ahí parado como un estúpido. Ofrécele algo de beber.

      Aquella tosca orden me perturba un poco. Adam, en cambio, asiente de forma rígida, murmura un veloz asentimiento y apunta con la barbilla hacia una puerta de cristal que se encuentra en uno de los costados de la sala.

      Su madre nos pasa de largo y va directo a la escalera mientras yo la sigo con la mirada. Intento encontrar algo en ella, lo que sea, que me indique que debo salir corriendo de este lugar…

       Nada.

      Sacudo la cabeza y Adam y yo salimos a un balconcillo al aire libre que lleva hacia el patio trasero de la casa. El alivio que siento al poder escapar del calor del interior es inmediato y, además, me quedo boquiabierto ante la impresionante terraza.

      El patio no tiene cerca; en cambio, se abre hacia el bosque que se extiende a lo lejos como un gigantesco jardín. La montaña se eleva al fondo hasta aglomerarse con otras en un impresionante paisaje dispar de roca granate y árboles frondosos; una vista que puede parecer inusual pero que resulta bastante común al sur de Utah.

      —Ponte cómodo —me pide Adam con una sonrisa mientras señala uno de los sillones alrededor de una mesa de cristal. Parece haber recuperado el ánimo y hasta algo de su color, como si al salir del interior de la casa hubiese vuelto a ser el tipo metiche y enérgico que me trajo a rastras hasta aquí.

      Abre una puerta corrediza de cristal que conecta con la cocina y vuelve con un par de botellas de cerveza. Me extiende una, pero al ver que no la tomo, me la restriega en la mejilla.

      —¡Oye! ¿Qué diablos te pasa? —exclamo, indignado.

      —Anda —me anima—. Has tenido un día largo, esto es lo mínimo que te mereces.

      Estoy a punto de darle una patada en la espinilla, cuando el líquido ámbar que baila dentro del recipiente me recuerda la sequedad de mi boca. Siento la sed raspar mi garganta con insistencia, pero antes de que pueda aceptarla, escucho una suave risa a mis espaldas.

      Barón Samedi me observa desde detrás del ventanal de la cocina con una asquerosa sonrisa burlona surcada en el rostro. Está desafiándome.

      Esta lengua también está maldita porque, aunque parece normal, desde que la tengo en mi garganta no he vuelto a percibir el sabor de ningún tipo de comida o bebida. Todo me sabe a ceniza, a sangre y decrepitud. Todo, excepto el СКАЧАТЬ