La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ rel="nofollow" href="#ulink_9146fb20-cda9-50f5-9b50-7b7c9ff3dcbb">** una joya budista que hace precisamente eso.

      —Hum… sí, tiene sentido. Esa joya, aquí en occidente, es conocida como piedra filosofal —dice—. Muchas culturas primigenias como la india, la griega, la china e inclusive religiones abrahámicas como el cristianismo tomaron conceptos de la alquimia egipcia para conformar su propio misticismo. Se han creado religiones, organizaciones y cultos basados en ella, por lo que se puede decir que gran parte de la historia ocultista y mágica de la humanidad está asentada en el esoterismo alquímico.

      No sé qué me impresiona más: el que en unos segundos Adam me haya demostrado que es más lúcido de lo que parece, o que esta extraña pseudociencia se conecte con la remota cultura a la que, de alguna manera, pertenezco.

      No me extrañaría, en absoluto, que los errantes tuviésemos también algo que ver con todo esto.

      —Bueno, ¿y qué utilidad tiene estudiarla? —pregunto con auténtica curiosidad.

      —Absolutamente ninguna —dice Adam con firmeza—. Durante milenios los alquimistas trataron de crear la piedra filosofal por medio de experimentos complejos, pero las fórmulas que usaban eran tan diversas y estaban explicadas en sus diarios con tantos símbolos y enigmas que es muy difícil interpretar qué pasos exactos utilizaban para intentar crearla. El trabajo de la familia Blake ha consistido en develar el significado de aquellos intentos para dar con la fórmula concreta de la piedra, es decir, una reverenda pendejada, porque está demostrado que, si bien la práctica de la alquimia antigua emprendió muchos experimentos científicos importantes, varias teorías apuntan a que todo el asunto de la piedra también pudo ser una simple metáfora sobre el crecimiento personal. La búsqueda de la piedra filosofal no es más que una patraña imposible, pero, al parecer, cierta gente con dinero no tiene idea de cómo gastarlo y decide despilfarrarlo en estupideces. Mi madre es un ejemplo.

      Caray. De no ser porque la señora Blake le habló con tanta tosquedad hace un momento, me habría sentido ofendido por la forma en la que se ha expresado de su madre, pero parece ser que ésta es una de esas familias donde no se tratan con mucha amabilidad.

      No soy quién para juzgar, y nada de esto es asunto mío, para empezar.

      —Bueno, a todo esto, ¿se puede saber qué hace un niño como tú viajando solo? —Adam me pregunta de repente. Toda aquella frustración se ha diluido tan pronto como se formó, cosa que me deja bastante desconcertado.

      —¿Niño? —pregunto con fingida indignación—. Disculpa, ricachón, pero tengo edad suficiente para ir y venir adonde me plazca.

      —Pues a mí me pareces un mocoso malhumorado.

      —Y tú me pareces un acosador feo y escalofriante.

      Él echa la cabeza atrás y estalla en una carcajada abierta. No me extraña que no se lo tome a mal porque, aun cuando la parte escalofriante es cierta, no me cuesta admitir que Adam es un joven bastante atractivo.

      —Oh, Dios, no se te ocurrió otra cosa más tonta, ¿verdad? —dice, simulando limpiarse una lágrima—. Pero igual, sigues sin contestarme. Anda…

      Ante su insistencia —que no me resulta ya tan molesta—, respondo como estoy acostumbrado a hacerlo: miento.

      —Voy hacia el norte.

      —¿Al norte?

      —Sí, a… Alaska —contesto, ya que es el primer lugar que acude a mi mente.

      —¿Y para qué demonios quieres ir a Alaska? ¿Para que te coma un oso? Porque si es así, en Wyoming hay muchos y está a mucha menor distancia.

      Trato de reír, aunque sea por mera cortesía, porque, ¡diablos!, Adam tiene la misma gracia que un buitre.

      —Mis motivos no son interesantes. Sólo creo que allá podría encontrar un poco de tranquilidad. Uno se harta de vivir entre la gente, ¿sabes? —Adam finge un gesto de preocupación.

      —¿Quién?

      —Tú sabes, una especie de fanático de Jack London que huyó de la civilización, comió cosas venenosas o algo así y murió solo en un vehículo destartalado en Alaska.

      —Por los dioses…

      —“¿Por los dioses?” ¿Quién demonios se expresa así? Oh, Dios mío, ¡en verdad eres un jipi! Por favor, no te mueras en un vehículo abandonado.

      —¿Cómo puedes decir tantas estupideces sin siquiera respirar?

      —Simple. Hablando con otro estúpido.

      Lo inevitable sucede: tanto él como yo nos echamos a reír a pulmón abierto, como hacía tanto que no me pasaba. Debo admitir que, a pesar de lo turbulento que ha sido conocernos, Adam ha empezado a simpatizarme, pero sólo un poco.

      Al callarnos, él me mira de reojo y comienza a juguetear con sus dedos.

      —Ese dinero que se llevó el viejo —pregunta—. ¿Eran tus ahorros?

      Asiento casi de forma dramática, porque ni de broma voy a decirle que lo tomé “prestado” del centro budista de Nueva Orleans, donde trabajaba.

      —Carajo, si no lo recupero, voy a estar en verdaderos aprietos.

      La sonrisa de Adam se diluye despacio.

      —Oye… ¿y tienes familia o alguien que, ya sabes, pueda venir a ayudarte?

      Pregunta casi con cuidado, y el tono de su voz es tan extraño que vuelvo a sentirme casi incómodo, como si la nueva confianza que habíamos creado se hubiese desvanecido.

      Antes de que pueda contestarle, una canción empieza a sonar en su bolsillo. Saca su teléfono, mira la pantalla, y algo se agrava en su semblante.

      —Dime —el chico se pone en pie y me da la espalda para empezar a dar vueltas por la terraza. Pronto empieza a repetir una cascada de «sí» y «ajá», una y otra vez mientras se masajea la frente—. Ya-ya te dije que viaja solo… ¿Qué…? ¿Y para qué quieres venir…? La señora Lee ya te describió a Ezra y al tipo que le robó el dinero. No hace falta que….

      Un tenue pitido se escucha en el teléfono, en señal de que la persona ha colgado. Adam aprieta el teléfono y se acerca a mí con la otra mano en la cintura.

      —Lo siento mucho, viejo —dice—. El jefe de policía no pudo localizar al vagabundo que te robó, aunque sí encontró algo a las afueras del pueblo…

      —¿Ajá…?

      —Hizo una fogata, Ezra. Con tu dinero. Quemó hasta el último billete.

      Mi corazón se detiene de inmediato. Intento levantarme, pero el suelo oscila tanto que vuelvo a sentarme.

       ¿Lo quemó?

      —No, СКАЧАТЬ