Название: Con el Che por Sudamérica
Автор: Alberto Granado
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789871307753
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El camino, muy malo y arenoso, nos obligó a andar despacio y pese a eso nos caímos varias veces, aunque sin mayores consecuencias. Pronto comenzó a mejorar tanto el camino como el paisaje. Una carretera de cornisa, tan pintoresca como peligrosa, nos llevó al lago Curruhué Chico, y pocos kilómetros después al Curruhué Grande. Este es un lago hermosísimo, rodeado de altos picachos, muchos de ellos cubiertos de nieve eterna. Inmediatamente nació en nosotros el deseo de escalar uno de ellos. Llegamos a la casa de un guardabosques y le pedimos que nos cuidara la moto. Le compramos dos panes y empezamos el ascenso.
Al comienzo seguimos el curso de un arroyo que desemboca en el lago. El arroyo está completamente ocupado por enormes árboles como el copihué, lenga, roble, fresno, etcétera. El agua serpentea entre y sobre troncos muy grandes derrumbados por el rayo y el viento.
A medida que ascendíamos, la pendiente se hacía más escarpada y el arroyo iba formando caídas de agua cada vez de mayor tamaño. Llegamos a una cascada bastante grande que nos obligó a dejar el curso del arroyo e internarnos en un espeso cañaveral sombreado por enormes árboles.
Luego de cuatro horas de penosa ascensión llegamos a la parte boscosa del cerro y nos desviamos hacia un peñón que se yergue aparentemente inexpugnable. Subimos casi a gatas, agarrándonos de los peñascos y aprovechando cualquier accidente del terreno.
Cuando estábamos a pocos metros del glaciar que corona la cima, Ernesto, que encabezaba la marcha, se aferró a una enorme piedra para subir apoyado en ella, pero esta se desprendió del resto de la roca. Desesperadamente trataba de sostenerla pues si caía lo arrastraba. Corrí a su lado y sostuve parte del peso con una mano, pero como no podíamos hacer pie para afincarnos corríamos el riesgo de ser arrastrados los dos. Con un poderoso esfuerzo nos separamos, él a la izquierda y yo a la derecha del pedrusco, lo dejamos deslizar entre ambos. Recién en ese momento cuando vi cómo descendía la enorme roca tropezando, saltando, para terminar haciéndose añicos a cien metros de nuestros pies tuve la verdadera dimensión del peligro que habíamos pasado.
Después de un breve descanso, reiniciamos la marcha y a las diez horas llegamos al glaciar donde nos deleitamos con el inmenso paisaje que se extendía a nuestros pies. Nos arrojamos varios pelotazos de nieve y después de sacarnos tres o cuatro fotos iniciamos el descenso.
Contentos por haber coronado nuestro esfuerzo emprendimos la marcha. ¡Qué lejos estábamos de imaginar las peripecias y penurias que íbamos a tener que soportar antes de poner fin a esa pequeña aventura!
Comenzamos el descenso por el curso abierto de las aguas del deshielo, asiéndonos de las ramas de los arrayanes, que a esa altura crecen como matorrales. Había que hacerlo casi a gatas, pues las ramas ocupaban todo el espacio entre la pared del cerro y el abismo que se abría ante nuestros pies.
El descenso se hacía cada vez más lento. Cuando ya se ocultaba el sol nos encontramos de buenas a primeras con un acantilado cortado a pico que interrumpía el camino. Nos quedaba en la emergencia optar entre volver atrás, cosa por demás suicida, o tratar de ascender por la ladera con la ayuda de las ramas de los colihues,4 hasta volver a encontrar un nuevo sendero. Fúser abrió la marcha. A los pocos metros de altura encontró un caminito muy estrecho que más abajo se internaba en el bosque de la ladera. Acto seguido comencé yo la ascensión. Cuando estaba próximo al borde sentí que se desprendía el pedrusco en que se apoyaba la punta de mi bota. En un esfuerzo desesperado me aferré a unos arbustos que crecen en las grietas; angustiado veía como sus débiles raíces se iban desprendiendo con el peso de mi cuerpo. Afortunadamente mis pies encontraron una grieta, y metiendo mis dedos en otra me sostuve unos instantes para tomar resuello. En ese momento Fúser, que al verme casi llegar al sendero había seguido el descenso, se volvió al presentir algo extraño en mi tardanza y desde arriba me dio una mano. Jadeante por el esfuerzo me volví a contemplar las antiparras que se habían caído durante mi lucha contra el abismo. Desde el fondo del mismo, y por efecto de los últimos rayos del sol, parecían un par de ojos haciéndome un guiño que dijera: “De buena te salvaste, ¿eh?”.
Siguió el descenso a través del bosque y de los cañaverales envueltos en sombras, dábamos tropezones con los enormes troncos, caíamos, nos levantábamos y volvíamos a caer. Estábamos cansados, pero eso sí; animosos y contentos, matizando con una ocurrencia cada caída, o cada vez que nuestras ropas enganchadas a las matas nos impedían seguir. Al fin, alrededor de las 23 horas, nos encontramos otra vez con el arroyo. Seguimos su curso y al poco rato se nos presentó el maravilloso espectáculo del lago iluminado por la luna. A pesar de nuestro deseo de descansar no pudimos menos que sentarnos en el lindero del bosque a admirar toda la belleza del lago y los cerros que lo rodean, en ese momento plateados por la luz de la luna parecían bosques petrificados allí donde había sombras. Finalmente llegamos a la casa del guardabosques. Dormimos en la cocina.
Al otro día por la mañana bordeamos el lago Lolog, llegamos a San Martín de los Andes; cargamos nuestras cosas y partimos. Pasamos a orillas del lago Machónico, y luego bordeamos el Villarino, después el Hermoso y el Correntoso. Finalmente decidimos quedarnos a descansar en el próximo que encontráramos. A los pocos kilómetros de haber tomado esa resolución se nos presentó el lago Espejo Grande. Imposible describir su belleza y serenidad; su nombre lo dice todo. Aquí tuvimos un incidente que terminó cómicamente, y que puso de manifiesto una vez más la capacidad de Ernesto para actuar rápido y de forma adecuada en el momento oportuno.
Acampamos debajo de un arrayán florecido, casi pegado al lago. Comimos carne en lata y nos propusimos llenar el resto de nuestros estómagos vacíos con mate y pan duro.
De pronto apareció un caminante. Se nos acercó y saludó. Lo invitamos a que se sentara para tomar mate con nosotros. Aceptó y comenzó una larga conversación, que a veces era diálogo y otras solo un monólogo. Comenzó haciendo el elogio a la moto, preguntándonos su precio, la capacidad de cilindrada, etcétera. Luego su atención se centró sobre los bolsos de cuero del equipaje, y más tarde sobre la calidad de nuestras camperas.
Él hacía el mayor gasto de la conversación, yo le contestaba con mesura para no darle pie a su verborrea. Fúser no abría la boca, se limitaba a cebar mate. Al poco rato nuestro visitante comenzó a hablar de un ladrón chileno que merodeaba por la zona. Nos hizo una serie de advertencias sobre la peligrosidad de dormir al aire libre estando por ahí ese delincuente chileno que podría dejarnos sin moto, sin ropa y sin dinero. Yo le contestaba acorde con las circunstancias. Fúser, mudo como una esfinge, cebaba mate y observaba un par de patos que nadaban casi pegados a la orilla, cortejándose.
El fulano seguía con su cantaleta del ladrón chileno y procuraba sacarle conversación al Pelao. De pronto, en un instante de silencio, Ernesto sacó de la caña de la bota el revólver Smith Wesson que cargaba y casi sin apuntar disparó sobre uno de los patos, que dio un graznido y quedó flotando de costado. Sorprendido por el disparo, el inoportuno visitante se paró de un salto y dejando el mate que estaba sorbiendo se despidió apresuradamente y retomó su camino, seguido de las carcajadas estruendosas de Fúser.
Después de dormir al lado de la moto tapados con la lona de la carpa (nos dio fiaca armarla por una sola noche), al amanecer salimos rumbo a Bariloche. Luego de casi once horas de marcha desembocamos frente al famoso Nahuel Huapi, donde estamos.
Tratar de describirlo sería repetir todos los lugares comunes. ¿Cómo expresar con palabras los colores cambiantes del agua y el cielo, la inmensidad de los picos nevados y la serenidad de todo el paisaje? Lo que puedo decir es que una vez más, sin previo acuerdo, nos desviamos de la carretera y nos acercamos hasta casi tocar el agua. Nos dedicamos a mirar y admirar toda la grandeza que se nos ofrecía a la débil luz de los moribundos rayos solares. Al fin solo las llamas de nuestra hoguera iluminaban tenuemente СКАЧАТЬ