Название: El coro de las voces solitarias
Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412145090
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Aunque sus poemas se recogen en libro por primera vez en 1844, la fama súbita de Lozano hizo erupción el año anterior, cuando se inició en el periódico guzmancista. No olvidemos que durante todo el siglo XIX la fama del poeta podía llegar a ser enorme, tanto como la de los cantantes o los actores de cine de hoy en día. Sin embargo, los críticos de su tiempo le señalaron ingentes desatinos a su obra, pero los lectores hicieron de su poesía moneda común y celebradísima. Lo que los críticos hallaban de altisonante y cursi, los lectores lo encontraban prodigioso. Su fama fue tal que hasta sus detractores tuvieron que convenir en que sus versos secundarios eran fruto de un talante fogoso. Vista a la distancia, su obra no pasa de ser una típica expresión del primer romanticismo venezolano: emulador de Zorrila, de rimas forzadas, melifluo, desaforado. Pero si el juicio sobre su obra es severo, no por ello es innegable que, a los efectos historiográficos, es interesante lo que Lozano representa. Oigamos a Jesús Semprum fijar su importancia:
Salvo el tremendo Juan Vicente González, ningún espíritu de la época representa mejor, en efecto, el alma atormentada de su generación como el poeta de Horas de martirio. Desenfrenado cantor del amor, del heroísmo y de las encendidas pasiones políticas que inflamaban a la Venezuela de entonces, sus versos son el trasunto fiel del mundo en que vivió, cuya atmósfera tempestuosa olía a centella, y temblaba con el medroso estampido de los truenos que sacudían el mal seguro edificio de la Patria recién nacida. (Semprum, 2006: 22)
Lozano fue un hombre emblemático de su tiempo: la pasión política no le fue ajena; la poética, tampoco. Vivió como ardiendo en el fuego del romanticismo cultural de sus años: componía loas a los héroes de la patria en construcción, denostaba de sus enemigos, se solazaba en las ciudades idílicas que se amoldaban a su imaginario, huía hacia adelante, se enamoraba, cocinaba sus frustraciones en una de las palabras más al uso en su tiempo histórico: martirio (pocos vocablos más románticos que este; pocos vocablos otorgaban mayor prestigio poético que la confesión del dolor martirizante). Consigno un ejemplo de su poesía, tomado de la oda a Barquisimeto:
¡Virgen desamparada!
¡Reina del Occidente!
¡Alza la noble frente,
no te avergüences, no!
Grande en tu vencimiento,
el mundo te admiró.
Al son de tus cañones
Colombia despertó.
El tercero que completa el primer romanticismo criollo es el marabino José Ramón Yepes (1822-1881). En su obra poética se distinguen dos períodos: el del romanticismo inicial, que es el que más nos interesa en este momento, y el segundo, ya entregado a la lírica parnasiana.
La vida de Yepes emula en muchos sentidos la de Ulises. Nació a orillas del lago y llegó a ser contralmirante de la Marina de Guerra de Venezuela, después de haber superado todas las peripecias del mejor de los navegantes. También escuchó el canto de sirenas de la política y llegó a ser diputado y senador. Al jubilarse, emprendió la escritura de novelas de sesgo indigenista, pero mientras estuvo bajo el dictado de las olas abordó la poesía. De modo que alcanzó un típico ideal romántico: la vida y el arte en una sola entrega. Al momento de relatar su muerte, sus biógrafos revolotean alrededor de una nube, y no se sabe a ciencia cierta si se suicidó o se quedó dormido viendo la luna, pero lo cierto fue que se ahogó en aguas de su lago de Maracaibo. En cualquiera de los dos casos, es inimaginable una muerte más romántica que la del bardo Yepes. Fernando Paz Castillo, en su labor de crítico de la poesía venezolana, estimó mucho su obra y llegó a afirmar: «Creemos que de los poetas románticos de la primera generación —esencialmente poetas— el único que se le puede parangonar a Yepes es Maitín. Maitín tiene, sin duda, un sentimiento más familiar y depurado. Pero muestra Yepes más seguridad en el paisaje, sobre todo cuando habla de cosas como el mar, que forman parte de la propia vida» (Paz Castillo, 1964: 182, volumen I) Si Lozano aborda los temas altisonantes de la épica, sin haber sido guerrero, este marino, que batalló denodadamente, se afana con los temas más sencillos: allí está su fuerza. Cuando hace baladas de inspiración marina, cuando retrata a una niña en la tarde, cuando perfila el cielo estrellado se acerca a estos parajes con una extraña dulzura, con una humildad distinta a la del romanticismo vociferante. Veamos un mínimo ejemplo:
¿Quién sabe por qué crece
Entonces el penacho de esa palma,
Y el viento la remece
Y la despierta de súbito,
Y a su voz el concierto y dulce calma
De la noche se rompe, cual si fuera
Hablando una palmera a otra palmera?
Este primer romanticismo criollo presenta aristas contradictorias. Si por una parte es evidentemente emulador de Zorrilla, por otra es genuino en la asunción de la poesía y la vida como una sola empresa. Si por una parte es una suerte de eco, por otra es verídico, responde a una impronta personal propia y a la vez colectiva. Espejo de su tiempo, pero a la vez carta de presentación de la individualidad, los tres primeros son disímiles: Maitín canta apesadumbrado, se retira, la muerte lo domina y probablemente sea el motor de su arquitectura profunda. Frente al tráfago de la vida pública, después de conocer sus fauces, la abandona y se refugia en Choroní para adelantar su poesía de celebración susurrante, de aceptación de la fatalidad del destino. En cambio, Lozano blande su espada y canta, desaforado, a los motivos de su entusiasmo, ya sea Bolívar, algún otro héroe, la ciudad de sus sueños o la mujer amada. Yepes observa y dibuja sus baladas cadenciosas. Paradójicamente, la mirada de este guerrero está tomada por la ternura. Los tres, cada uno por su cuenta, han ido metabolizando el arquetipo romántico y este, como veremos más adelante, fue haciéndose delicuescente en otras obras; fue haciéndose cada vez más una corriente literaria y menos una apuesta vital, como lo fue para estos tres del inicio.
Si el primer romanticismo nuestro surge hacia los primeros años de la década de 1840 y se extiende hasta 1859, aproximadamente, no es menos cierto que estas delimitaciones temporales no son exactas. El primero y el segundo —que, según la crítica, comienza hacia 1860— en algunos momentos se solapan. Entre ambos se clava como una espada la Guerra Federal. Entre los que mayor relevancia alcanzan se encuentran, en primer lugar, José Antonio Calcaño; luego Heraclio Martín de la Guardia, también conocido como Heraclio Guardia, a secas; Francisco Guaicaipuro Pardo y Domingo Ramón Hernández. Sus inicios se sitúan hacia mediados de la década de 1860 y algunos llegan a publicar hasta finales del siglo XIX. Detengámonos en sus aportes.
José Antonio Calcaño (1827-1897) hizo el viaje inverso. Si Bello transitó del neoclasicismo al tenue romanticismo de sus años finales, Calcaño fatigó la trocha romántica y en sus últimos días abrazó el neoclasicismo, buscando (probablemente) el aplauso de la Real Academia de la Lengua de España. A los cuarenta años, en 1867, Calcaño es nombrado cónsul en Liverpool; antes se ha hecho de una reputación poética. A partir de 1845 comienza a publicar sus textos en los diarios de su tiempo, pero no es hasta 1865 cuando publica su primer poemario: El canto de primavera. Pertenecía a una familia cuyos miembros, en su mayoría, se realizaban en el campo literario. Su estancia europea fue mucho más larga de lo que el propio Calcaño sospechaba, a tal punto que pueden establecerse dos etapas en СКАЧАТЬ