Название: El coro de las voces solitarias
Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412145090
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Los historiadores y críticos de la literatura venezolana hablan de dos y hasta de tres promociones de poetas románticos. Picón Salas alude a dos camadas y Lubio Cardozo establece tres en su libro La poesía lírica venezolana en el siglo XIX. Pero si el primero es lapidario en cuanto al valor del romanticismo poético criollo —con las solas excepciones de Pérez Bonalde y Sánchez Pesquera—, el segundo llega hasta a entusiasmarse con la producción romántica, sobre todo con la de las dos primeras promociones. Uslar Pietri no concede un ápice y afirma, en su libro Hombres y letras de Venezuela, refiriéndose al romanticismo criollo: «Borrosa poesía de empalagosa sentimentalidad, o de retóricas frialdades. No había traza de poeta grande, y los llorosos o académicos versificadores parecían cortados de la fuente de la poesía» (Uslar Pietri, 1953: 936). A pesar de los juicios precedentes, entremos en el bosque de nuestro romanticismo. Sospecho que ni la lápida con que quiere condenársele al olvido ni el elogio desmedido dan en la diana de la justa entidad de este clima creador.
En algunas antologías de poesía venezolana suelen incluirse dos nombres: Antonio Ros de Olano y José Heriberto García de Quevedo. Ambos nacieron en Venezuela, pero mientras Ros de Olano jamás regresó a su aldea natal, García de Quevedo lo hizo en su condición de encargado de negocios de España en Venezuela. Ros de Olano era hijo de un funcionario de la Corona española en tiempos coloniales, y él mismo —refiriéndose a su nacimiento en Caracas— aseveraba que había nacido español, aun cuando lejos del suelo de su patria. No le faltaba razón: para 1808, fecha de su nacimiento, Caracas era tierra de la Corona española. Resulta incomprensible que se le tenga por poeta venezolano por el solo hecho de haber nacido aquí, sin haber prácticamente vivido entre nosotros. Por lo general, quienes lo incluyen no hacen lo mismo cuando las causas son más lógicas: descartan la venezolanidad de algún poeta que pasó la mayor parte de su vida entre nosotros alegando una sola razón: no nació aquí. A todas luces, una exagerada devoción por las partidas de nacimiento.
Descarto al poeta romántico español Antonio Ros de Olano, a quien, dicho sea de paso, cada día se le considera más y mejor en España, no solo por sus ejecutorias militares rayanas en la hazaña, por la defensa de las posesiones españolas en África y por sus altísimos cargos públicos, sino por el interés de sus versos. Matizo la situación de García de Quevedo, ya que, habiendo nacido en Coro en 1819, y habiendo emigrado hacia Puerto Rico en 1825, regresó a vivir a Venezuela, después de haber abrazado la nacionalidad española. En los tres años que pasó aquí como funcionario diplomático no dejó de escribir y Caracas fue tema de su imaginación poética. Pero no por estas razones podemos considerarlo un autor del patio. En verdad, es un poeta español, y de los mejores que pudo dar el romanticismo ibérico. Muere en París de un disparo, en 1871, defendiendo sus causas.
Los primeros poetas románticos venezolanos, una vez hecho el deslinde anterior, son José Antonio Maitín (1804-1874) y Abigaíl Lozano (1821-1866). El primero nace en un hogar acomodado, a tal punto que su educación estuvo en manos de un preceptor. Por razones políticas, su familia tuvo que emigrar a Cuba: en aquella isla, siendo muy joven, traba amistad con un venezolano que va a ser clave en su vida: Santos Michelena. Reside en Londres con un cargo diplomático cuando Michelena es el cónsul general de la Gran Colombia ante el Reino Unido. A su regreso a Venezuela se residencia en Caracas y se dedica con éxito a la dramaturgia. En 1841, cae en sus manos un libro del poeta español Zorrilla: el hecho cambió su concepción de la poesía: el romanticismo había tocado a su puerta. Comienza a darse a conocer en los periódicos de entonces como poeta, hasta que diez años después recoge su producción en un libro. Ese mismo año muere su esposa y, además de quedar herido, compone su poema más célebre, el «Canto fúnebre» (1851). A partir del fallecimiento de su mujer, se recoge en el idílico pueblo de Choroní, donde su familia conservaba una hacienda; allí espera la llegada de la muerte. Su obra poética es breve, pero en cambio era dado a los cantos de naturaleza dilatada.
Aunque un sector de la crítica no se detiene a considerar con atención la poesía de Maitín, hay otro sector que sí la valora. En verdad, lo que para muchos es un defecto, para mí es un logro. Me refiero a la extensión del «Canto fúnebre». En un tiempo de efusiones románticas más signadas por el relámpago que por la dilatación, este poema es una excepción: no solo por lo que implica como arquitectura, sino porque la tensión no decae a lo largo del canto.
La sensibilidad que dicta el poema es genuina, por más que el romanticismo de Maitín haya anidado en su alma de súbito, al borde de sus cuarenta años. Lejos de parecerme un canto gimiente, me satisface lo ajustado de su cuerpo y el viaje preciso que hace el poeta desde la remembranza de la mujer amada hasta el destino del cementerio; allí finalmente afirma:
Que te aromen las flores que aquí dejo;
que tu cama de tierra halles liviana.
Sombra querida y santa, yo me alejo.
Descansa en paz… Yo volveré mañana.
No creo que puedan parangonarse las obras de Maitín y de Lozano, ni despacharlas a ambas con la misma displicencia. Quizás en Maitín sus primeros intentos poéticos neoclásicos le atemperan la efusión romántica, circunstancia que no ocurre en Lozano. Este, por el contrario, no encuentra en su pasado ninguna cuerda que lo ate al muelle. Si Maitín fue longevo, Lozano muere a los cuarenta y tres años. Si Maitín provenía de familia pudiente, a Lozano lo mordía la pobreza desde su nacimiento. Sin embargo, Federico Maitín, hermano de José Antonio y también bardo, le tendió la mano a Lozano e indirectamente le abrió las puertas de la celebridad. De modo que ambos, proviniendo de canteras distintas, entrecruzaron sus vidas. Es muy probable que los hermanos Maitín hayan sido quienes colocaran a Lozano en el camino de la poesía. Veamos su periplo.
Desde el nacimiento mismo de Lozano comienzan sus avatares comprometedores: lo bautizaron con nombre de mujer, «Abigaíl», pero esta circunstancia, lejos de amilanarlo, lo encrespó. Nace en Valencia, pero siendo un niño se lo llevan a Puerto Cabello a trasegar la orfandad paterna. A los veinte años se le abren las puertas del periódico de Antonio Leocadio Guzmán, El Venezolano, y comienza su celebrada carrera poética. Se muda a Caracas gracias al apoyo de Federico Maitín, y desde entonces sus arrebatos románticos hallan en la capital el mapa propicio para sus explosiones. San Felipe, otra vez Valencia, Barquisimeto, son las ciudades que va conociendo Lozano en su peregrinaje de perseguido político y de editor de revistas literarias. Vuelve a Caracas sobre el potro de sus partidarios y traba amistad con funcionarios diplomáticos peruanos acreditados en la capital, y poco a poco se va enamorando a distancia del Perú, al punto que este país lo nombra cónsul en la isla de Saint Thomas. Zarpa en enero de 1861 y ya no regresará más a su Venezuela natal.
Según relata Enrique Bernardo Núñez en su libro Escritores venezolanos, la muerte de Lozano es todo un relato policial. Lo resumo: en Saint Thomas se entusiasma con el general mexicano, expresidente y caudillo de su país Antonio López de Santa Anna (aquel que perdió una pierna en batalla y organizó unas pompas fúnebres para ella) y se hace su secretario. Además de asistirle en diversos asuntos, le escribía discursos y manifiestos. Era fama que el general disponía de una fortuna considerable y, según Núñez, era un hombre dado a creer en la palabra de los otros. Así fue como cayó en manos de un embaucador de apellido Mazuera, que se le acercó con el pretexto de escribir su biografía y, después de la frecuentación de la amistad, lo estafó. El general invirtió una fortuna en la reconquista de México que Mazuera СКАЧАТЬ