Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster
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Название: Sola ante el León

Автор: Simone Arnold-Liebster

Издательство: Автор

Жанр: Биографии и Мемуары

Серия:

isbn: 9782879531670

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СКАЧАТЬ de los postres, Angele y yo íbamos a jugar fuera. Con una pequeña patata redonda y dos diminutas piedras como ojos tenía la cabeza; con un palito la unía a la zanahoria que hacía las veces de cuerpo de mi improvisada muñeca, y con una hoja grande le preparaba un vestido. A mi prima de la ciudad no le gustaba mi muñeca. Enseguida se acostaba y cerraba sus pequeños ojos azules. Sus pestañas pelirrojas parecían puntadas hechas a mano; su boca se encogía hasta adoptar la forma de una fresa. Sus mejillas rechonchas y sonrosadas rodeaban su nariz diminuta y pecosa, mientras sus delicados bucles se extendían sobre la hierba verde como rayos de sol. Con su vestido azul claro laceado, Angele se convertía en mi muñeca.

      Mi muñeca necesitaba de mis cuidados. Buscaba una hoja grande que sirviera de sombrilla, y luego yo también me acostaba a la sombra del helecho y disfrutaba de su aroma tan familiar. Permanecía tumbada, escuchando el zumbido de las abejas, contemplando el paso de las nubes y, de vez en cuando, mirando de reojo un saltamontes. Meditaba en las conversaciones de los adultos e intentaba imaginar qué significaban.

      ♠♠♠

      La abuela me había regalado otra estampita con la imagen de un santo para añadir a mi colección. Esto hizo que mi padre adoptase una de sus expresiones más características. Cuando alargaba su cara redonda, alzaba las cejas, torcía la nariz y reducía la boca a un punto, su rostro parecía un signo de interrogación. Mamá ni se puso seria ni sonrió. Se le curvaron hacia abajo las comisuras de la boca y se le hundieron los ojos. Movió ligeramente la mano derecha extendiendo los cinco dedos. Estaba claro que no se sentían muy entusiasmados con mi nueva estampita.

      cuela me habían regalado un misal blanco con tapas perladas, mi propio libro de oraciones.

      —¡No! —respondí con contundencia.

      Aquella imagen había sido bendecida por el sacerdote y me la había regalado la abuela. Yo quería que formase parte del altar de mi habitación.

      —La abuela dijo que espanta a los malos espíritus —protesté—. Hasta puso algunas como esta en la entrada del cobertizo.

      Papá no insistió. Dejó que mamá tuviese la última palabra, lo que significaba que podría poner la imagen en mi altar privado. Era lo mejor. Desde que mamá había comprado la nueva máquina de coser, utilizaba mi cuarto para la costura. Ella también se beneficiaría de la protección del santo más importante de mi altar.

      Sentada en el suelo con mi oso de peluche, me fascinaba ver cómo mamá hacía funcionar con los pies la gran rueda de la máquina de coser. ¡Nadie podía hacerlo más rápido que ella! Me encantaba el sonido de la máquina de coser, oír tararear a mamá y ver cómo el tejido iba transformándose en maravillosas prendas de vestir y en fantásticas camisas que hacían parecer a papá un hombre importante.

      ♠♠♠

      JUNIO DE 1936

      Cierto día mamá no tarareaba como de costumbre. Al andar arrastraba los pies y de vez en cuando paraba y escondía la cara entre las manos. Se levantó y miró por la ventana. Cuando le pregunté si estaba enferma, lo negó con la cabeza y salió de la habitación. Fui a sentarme a su lado y mamá me acarició la cabeza.

      Papá había salido de casa a la una y media para hacer el turno de tarde. Esperé inútilmente a que mamá se pusiera a jugar conmigo como era habitual. Llegó la hora de ir a dormir. Mamá vino a mi habitación e hizo que me santiguase con el agua bendita. Rezó una oración y me besó mientras me arropaba.

      Inmediatamente después, mamá solía cerrar las contraventanas, pero esa noche se sentó en el borde de mi cama. Poco a poco fue oscureciendo. La luz de la luna se reflejaba en su negro pelo ondulado. Su tez blanca como el marfil se volvió aún más blanca. No podía ver sus ojos de color azul intenso, pero podía sentirlos. Lentamente su imagen se desvaneció. Me quedé dormida. Eran las ocho, mi hora de dormir.

      La mayoría de las noches me despertaba a las diez y cuarto con el murmullo de las bicicletas de los trabajadores que volvían a casa al terminar el trabajo en la fábrica. Yo oía cómo papá metía la bicicleta en el garaje, cómo crujía la escalera de madera al subir por ella, cómo giraba la llave en la cerradura y abría sigilosamente la puerta. Entonces mi perrita Zita, que dormía cerca del servicio de la entrada, le saltaba al pecho y le seguía hasta la cocina. Allí, papá se quitaba los zapatos, se ponía las zapatillas y colgaba la chaqueta. Llegado a este punto, yo tiraba de la colcha hacia arriba y cerraba los ojos. Y entonces llegaba el maravilloso momento en que papá entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mí y mientras sentía su cálida respiración en la cara, depositaba en mi frente un beso tierno y suave como el roce de una mariposa. Podía sentir la amorosa mirada de papá mientras yo fingía dormir y disfrutaba al máximo de este exquisito momento.

      Esa noche me desperté de repente con el sentimiento angustioso de que estaba sola. Grité desesperadamente y mamá vino corriendo a mi habitación en camisón, con una redecilla sujetándole su pelo ondulado.

      —¿Dónde está papá? ¡No vino a darme un beso!

      —Shhhhh, son más de las tres de la mañana. Papá debe de estar durmiendo, ¡como deberías estar haciéndolo tú! —Se sentó a mi lado y me acarició la cabeza empapada en sudor por el miedo.

      A la mañana siguiente papá no vino a desayunar, ni siquiera había una taza preparada para él.

      —Papá estará fuera durante unos días —dijo mamá intentando reprimir las lágrimas.

      ¡Papá nos había abandonado! ¡Papá había huido! Eso explica por qué estaba tan callado, triste y tenso últimamente. Recordaba una conversación entre él y mamá.

      —Fue un error, no debería haber ocurrido —decía pausadamente a mamá.

      —Adolphe no te preocupes, todo el mundo comete errores.

      ¿Cómo podía mamá acusar a papá de cometer errores? Papá nunca se equivocaba. ¡Claro! ¡Papá tenía que haber huido de ella!

      ¿Adónde podría haber ido? Tuvo que ser a Krüth, el pueblo que está al final del valle. Era uno de mis lugares preferidos. ¡Ojalá pudiese haber ido con él para huir de mi malvada madre!

      En Krüth vivía Paul Arnold, padrastro y tío de papá. Era mi “abuelo-padrino”. Probablemente estaría de pie delante de la pequeña puerta de su casa con su mano derecha apoyada en el marco de la puerta, justo debajo de la cruz y los números labrados en la piedra. Cuando sonreía, le desaparecían los ojos entre las arrugas. Era tan mayor y estaba tan arrugado que parecía una uva pasa. Tenía que enrollar los pantalones varias veces alrededor del cinturón. Me hubiera gustado volver a visitar al abuelo-padrino.

      ¿Por qué no me habría llevado con él papá?

      Fui a sentarme en mi habitación de mal humor. Al cabo de un rato empecé a llorar.

      —¡Adolphe, Adolphe, has vuelto a casa! —la voz nerviosa de mamá me despertó. ¿Estaba soñando? Me puse en pie de un salto y corrí directamente a los brazos de mi padre. Mamá regresó inmediatamente a la cocina para prepararle algo caliente de comer.

      Papá se puso a explicar lo que había pasado: