Название: Las sombras cardinales de Porfirio
Автор: Hugo Barcia
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Imaginerías
isbn: 9789878640013
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Demoró más de lo normal en desandar el camino hasta la vieja casona de la calle Honduras: no se animaba a llegar.
Pero, finalmente, estuvo frente a la puerta y tuvo que atravesar el vano. Antonia, su criada mulata, la que siempre lo miraba más allá de lo permitido, le preguntó si quería comer. La respuesta de Porfirio Gómez fue una nebulosa, pero en lugar de hincarle el diente a alguna carne asada o naufragar en esos guisados de lentejas con factura de cerdo que solía prepararle Antonia, Porfirio Gómez se fue a fumar un cigarro en el fondo, mientras miraba una luna blanca y redonda en el medio exacto del cielo de Palermo. Antonia se quedó rezongando, por millonésima vez, a causa de las desatenciones que le dedicaba su patrón.
A Porfirio Gómez, de todos modos, lo sustancial de su destino lo esperaba en el dormitorio.
Hacia allí encaminó sus pasos acobardados como nunca antes en su vida. Él, justamente él que jamás había temblado ante la muerte, ahora desfallecía por la incertidumbre que le causaba dejar de ser él mismo para iniciar la extraña aventura de ser otra cosa, pero en el mismo cuerpo.
Entró mirando otra vez hacia la luna del espejo de la cómoda, evadiendo miradas estremecedoras, pero sintió que la polaca seguía allí, sentada sobre el mismo borde de la cama, como si no hubiera pasado toda una tarde y buena parte de la noche y como si los hechos de las últimas horas fueran breves recuerdos que se apagaban como la fugacidad de un fósforo.
Finalmente, se dio vuelta y miró a la polaca.
Clara sintió esos ojos que quería sobre su cuerpo y, con la lentitud de las hembras triunfadoras, irguió su cabeza y lo perforó a Porfirio Gómez con una mirada afeminadamente centáurica: mitad mujer y mitad lava.
—¿Te das cuenta ahora? —le dijo a su viudo, el que había regresado después de intentar negarla.
Porfirio Gómez languideció al contestar:
—Pero es que estás muerta, Clara…
La polaca se levantó de la cama, se desnudó con un breve pase de magia, y, con una confianza y una seguridad que jamás antes había tenido, le dijo a su viudo:
—Dejá de hacerte el tonto, Porfirio.
Por primera vez en la historia de los dos, tanto en la vida como en la muerte, Porfirio Gómez no sólo abrazó a la que había sido su mujer, a la sazón desnuda, sino que sus labios besaron a los de la muerta, y esos labios, lejos de estar fríos, como se supone que la muerte debe dejarlos, ardían en un fuego que embriagó a Porfirio Gómez durante la noche entera, la primera de las noches en que el mismo Porfirio Gómez fue feliz en toda su existencia. Hicieron el amor en la frontera que separa a la vida de la muerte y el vértigo en el que cayeron sus vientres echó fosforescencias que salieron por la ventana de la habitación y bailotearon en el patio hasta muy entrada la madrugada, hasta que el día, el primero de ese amor recién fundado, iba a entronizar al sol en el centro de ese cielo palermitano, en el mismo lugar cósmico donde, doce horas atrás, una luna redonda había visto dudar a un hombre y al ánima de una mujer esperar, ansiosa y ardiente, la llegada de su viudo.
• • •
Ni siquiera el mismísimo Porfirio Gómez sabía que poseía una risa como un estruendo de rayo estival, como aquellas potencias del cielo que se desencadenan cuando los calores atormentan a los humanos y se desata la tempestad en gruesas gotas de lluvia y el firmamento se estremece en luminosidades que anuncian vientos refrescantes.
Pero así había sonado y así se había escuchado a sí mismo por primera vez en su vida el dueño de los burdeles, que ahora jugaba como un niño con los costados del cuerpo impalpable de la que había sido en vida su esposa y que en la muerte estrenaba el rango de amante de fuego.
Si alguien hubiera curioseado en aquella habitación, hubiera visto, suspendidas en el aire, las yemas de los dedos de Porfirio Gómez que de a ratos se detenían y de a ratos recorrían el contorno desnudo de la polaca que sólo él veía. Ella, en cambio, perdía sus propios dedos en esa tupida y lacia cabellera negra de aquel hombre al que, en las últimas horas, parecían habérsele extraviado no menos de veinte años: Porfirio Gómez era de fuerte contextura, un hombre alto y musculoso, de piel gruesa y mate donde las arrugas no tenían lugar. Sólo se lo veía mayor en la mirada hueca de sus ojos, en esa alegría inexistente y en sus silencios eternos. Pero todas esas desgracias se le habían evaporado como por arte de magia en aquella noche de los sentidos hechos metralla. Cualquier desorientado hubiese podido adjudicarle a Porfirio Gómez no mucho más de treinta años: tan cerca estaba aquel criollo de su mujer muerta, que hasta se había achicado la brecha de años que los separaba, como si las dos orillas de un río absurdo se hubieran juntado en un abrazo eterno, evaporando las aguas hasta el cielo a fuerza de ardores de amor.
La polaca y Porfirio estaban recuperando el tiempo perdido, cuando los nudillos imprudentes de una entrometida Antonia golpearon a la puerta de la habitación, ansiosa por saber de qué se trataban esos ruidos con innegables ecos de pasión que la habían perturbado durante la noche entera:
—¿Está bien, patrón? —preguntó la mulata.
—¡Mejor que nunca, no moleste! —bramó Porfirio Gómez.
El ánima de la polaca frunció el ceño y comenzó la tarea de domar a aquel criollo todavía áspero:
—No trates mal a la gente —le susurró— y mucho menos cuando estás tan contento.
Porfirio Gómez quedó suspendido en el aire por unos segundos y, también inauguralmente, comprendió que los otros podían tener razón y él estar equivocado.
—¡Sabés que tenés razón, che! —le confesó a la polaca y se levantó como un rayo llamando a Antonia con toda la intención de pedirle disculpas.
La polaca se interpuso rápidamente entre su viudo y la puerta, no porque estuviera en contra de que éste le pidiera disculpas a la mulata Antonia y fundara, con ese gesto, una etapa en su vida en la que el buen trato hacia los demás iba a ser moneda corriente. La polaca lo detuvo, simplemente, porque Porfirio Gómez estaba tan desnudo como los animales de Dios, y esas desnudeces la polaca las quería para ella sola, que bien sabía sacarle los jugos y arrancarle gemidos.
Los dos rieron como niños y volvieron a la cama en donde reiniciaron la alegría de volver a hurgarse.
Pero había algo que a Porfirio Gómez lo perturbaba y le generaba un cierto desasosiego: sabía que su vida había cambiado radicalmente en las últimas horas. Él y cualquiera se hubiesen podido dar cuenta. Como siempre pasa, bien podían argumentarse dos bibliotecas enteras y diferentes con aquel cambio de Porfirio Gómez: los sabios y los doctores, y aun la gente del común, encabezados por la mulata Antonia, ya irían a argumentar que Porfirio Gómez había enloquecido de la mano del recuerdo de su mujer, hundida en la muerte y en su tumba, y que a aquel hombre se lo escuchaba y se lo veía hablar solo, o con el fantasma de la muerta, y hasta llegaba a olvidarse, por momentos, de la existencia de los mellizos que ella le había parido. Esa masa de gente poseedora del tan mentado sentido común, llegaría hasta el colmo de decir que aquel hombre parecía enamorado y que, seguro, que andaría con alguna amante clandestina, aunque nunca con ninguna se lo viera, СКАЧАТЬ