Название: Las sombras cardinales de Porfirio
Автор: Hugo Barcia
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Imaginerías
isbn: 9789878640013
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Pero no eran estas disquisiciones las que desasosegaban a Porfirio Gómez: esa certeza que había aprendido hacía unos breves instantes acerca de que el otro bien podía tener razón en lugar de él mismo, y que ese otro era merecedor de su buen trato y de cuanto honor al que una persona de bien puede aspirar en esta Tierra, eso, precisamente eso, era lo que tenía a maltraer al dueño de los burdeles: Porfirio Gómez se decía en silencio que él había maltratado y aún dejado de tratar a la polaca cuando ésta respiraba y andaba pisando el suelo como el resto de los mortales, y que sólo se atrevió a amarla por primera vez aquella madrugada después de haberla negado tres veces antes de que cantara el gallo. Eso le mortificó el corazón a Porfirio Gómez y, cuando tomó conciencia de la brutalidad de sus actos, tomó el rostro del ánima de su mujer y lo besó con pasión piadosa y la recorrió con besos hasta los pies, húmedos que estaban sus ojos por tanto recuerdo ingrato.
—¿Pero qué te pasa, Porfirio? —le preguntó la polaca.
—¡Cuánto mal que te hice, cuánto mal que le hice a todo el mundo! —se quejó el dueño de los burdeles.
El ánima de la polaca le apaciguó la cabeza atormentada con caricias de madre.
—No te sientas mal, Porfirio. Lo hecho, hecho está, ahora hay que mirar hacia el futuro.
—¿Mirar hacia el futuro? —se asombraba tristemente Porfirio Gómez— ¿Vos decís eso, justamente vos que estás muerta?
—Puede ser que esté muerta, pero al menos estoy a tu lado —contestó la polaca con resignación cristiana.
El dueño de los burdeles sacudió la cabeza como para espantarse las ruinas del pasado y le dijo a la polaca:
—Vos me cambiaste la vida y la vida va a cambiar.
Se levantó de la cama y se vistió con una decisión que la polaca no entendió pero que no le hizo perder la calma: confiaba en su viudo.
Porfirio Gómez salió de la habitación prometiendo que pronto iba a regresar y que las cosas ya no serían como antes eran, sino que las vidas de muchos iban a encontrar un rumbo digno.
La polaca escuchó los pasos fuertes de su viudo alejarse por los pasillos de la casona y hasta pudo oír claramente cómo Porfirio Gómez saludaba con estentórea voz y cristalina alegría a Antonia, mientras le decía:
—Ponga unos valses en la vitrola: ¡a esta casa le hace falta música, carajo!
Lo último que escucharon la muerta y la descreída Antonia fue un portazo alegre y los ecos de las poderosas y campanarias carcajadas de Porfirio Gómez, el dueño de los burdeles.
• • •
Porfirio Gómez vio en el cielo diáfano de Palermo un día extraordinariamente bello que, cuando descendía a la altura de los árboles o del empedrado, abandonaba el celeste intenso y se transformaba en una sinfonía en verde y amarillo: las copas de las tipuana tipu, superpobladas por los aleteos y el bochinche de los gorriones, contrastaban su esperanza con la libertad del cielo, en tanto que miles de florcitas amarilleaban los adoquines y dibujaban un sendero que parecía llevar los pasos de cualquier mortal hacia la gloria eterna.
Porfirio Gómez llenó sus pulmones con el aire de ese día y marchó alegre a mejorar los destinos de unas cuantas personas a bordo de su Ford.
Encaró hacia la frontera norte de Palermo, allá donde el barrio languidecía antes de que muriesen definitivamente los escasos caseríos de las orillas del Maldonado.
El prostíbulo se veía raro bajo los rayos del sol del mediodía: quedaba desubicado sobre la faz de la Tierra, se volvía extemporáneo, extranjero en un país desconocido. Enemigo de la luz y amigo de la noche, su farol colorado colgado en la entrada era, con la claridad del día, una falta de respeto en medio del comienzo de la llanura argentina.
Porfirio Gómez estacionó su Ford y se paró frente a la vieja y enorme estructura del burdel. Lo miró con ojos melancólicos, como nunca antes lo había mirado, y sintió vergüenza y desdicha: ¿cuántas polacas no se habrían salvado entre sus paredes, cuántas no fueron sacadas del lote y habrán sucumbido entre sombras hechas de noches y hombres desconocidos, entre caras extrañas y risotadas, entre burbujas de champagne y encajes negros, entre el humo de cigarros y madrugadas de frío y vacío en el estómago y en la vida?
Había que darle un corte a todo aquello: Porfirio Gómez entró a paso seguro y decidido, las puertas parecían abrirse solas ante su presencia y cerrarse a sus espaldas como la estela que se consume detrás de un cometa vagabundo. Comenzó a seguirlo una corte de empleados y de amanuenses que habían escrito la historia cotidiana de aquel quilombo durante años. Las putas se sonrojaban las mejillas con pellizcones para eludir la palidez mortal de la noche que aún las perseguía; las lavanderas y las planchadoras se acomodaban las ropas porque ellas creían que debían ser las más pulcras; las fregonas le echaban la última mirada a los pisos y, Céspedes, el joven contador y mano derecha de Porfirio Gómez, lamentaba no tener puesta la corbata sobre el cuello duro, por lo que el gesto de acomodar esa ausencia naufragaba en un acto ridículo que lo abochornaba cada vez que lo repetía.
Esa pequeña multitud fue la que Porfirio Gómez vio o presintió cuando se sentó en su sillón de madera y cuero, detrás del escritorio dominante de su despacho: algunos pocos habían entrado en la oficina y la mayoría merodeaba por el pasillo, pero nadie se había quedado sin acercarse hasta la presencia magnética del supremo jefe. Todos transpiraban, estiraban los nervios hasta un punto de ruptura y rezaban cuanta oración de la infancia les viniera a la memoria.
—Menos mal que vinieron sin que los llamara —dijo Porfirio Gómez— me ahorraron unos cuantos gritos.
La saliva de aquellas pobres almas se había espesado y dolía al pasar por los gargueros. Todos esperaban una catástrofe hecha de gritos e insultos, de castigos como nubes negras.
—Amigo Céspedes —se dirigió a su contador y mano derecha, el joven de la corbata ausente— quiero que tome debida nota de lo que voy a decirle a usted y a los demás.
—Sí, señor —dijo el contador, intentando que el pulso temblequeante no le descuajeringara las manos.
—Se acabó la que se daba —dijo Porfirio Gómez y todos, sin la más mínima excepción, sintieron que comenzaban a levitar, que sus pies se despegaban del suelo y que un viento de muerte barría el piso por debajo de ellos. Nadie se animaba siquiera a respirar, pero Céspedes, que estaba obligado a llevar a cabo la orden de Porfirio Gómez, se vio en la necesidad de preguntar:
—¿A qué se refiere, señor?
—A que este prostíbulo cierra sus puertas para siempre —disparó Porfirio Gómez.
Un silencio denso y profundo trazó una zanja entre el patrón y sus empleados.
—¿Nos mudamos, señor Gómez? —preguntó el contador.
El dueño de los burdeles negó con la cabeza y lo miró buenamente.
—Dije que se cierra СКАЧАТЬ