Las sombras cardinales de Porfirio. Hugo Barcia
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Название: Las sombras cardinales de Porfirio

Автор: Hugo Barcia

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Imaginerías

isbn: 9789878640013

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СКАЧАТЬ a sentarse debajo del alero y la que había sido su mujer lo siguió hasta allí, diciéndole que, si los dos se dedicaran a criar bien a los niños, Mandinga no tendría tanto tiempo para hablarles y convencerlos de atrocidades tales como agarrar un hacha y fabricar un tempranero muerto.

      Una hora seguida estuvo la polaca hablándole al dueño de los burdeles, explicando, rogando, sugiriendo con énfasis, rezándole a los cielos, dándole clases a su viudo de moral familiar y de concordia, y ya para los finales de su oratoria volvía a asaltarla la duda (porque los muertos también dudan) de que los vivos no escuchan ni ven a las ánimas.

      —Si no me escuchás, Porfirio, esta familia se va a ir al demonio —dijo la polaca, mientras Mandinga debería estar riéndose de aquella frase exacta y certera.

      Y en ese momento sucedió un hecho extraordinario, algo que iría a transformar para siempre esta historia:

      —¡Y quién te dijo que no te escucho, carajo! —le contestó Porfirio Gómez a la polaca, mirándola por primera vez en su vida, y también en su muerte, a esos ojos de aurora boreal que la europea ostentaba.

      La polaca no se murió de un infarto porque ya estaba muerta desde hacía cinco años, lo que pulverizaba ipso facto la teoría de que sólo son los muertos los que asustan a los vivos.

      Porfirio Gómez había conseguido algo que nunca antes había conseguido: hacer callar a la polaca. Pero la polaca pasó rápidamente de aquella mudez a un nuevo estado de fascinación por su viudo. Y, al cabo de unos segundos, Clara, la que fuera mujer de Porfirio Gómez, la que tenía sus huesos enterrados en el cementerio del oeste de la ciudad y su alma bajo el alero de la casona de Palermo, le dijo a Porfirio Gómez, en un estado de extrema emoción:

      —Amor mío, es la segunda vez en tu vida que me hablás —recordando con esas palabras cuando el dueño de los burdeles le dio a elegir entre ser prostituta o ser su esposa legítima y legal.

      Y, aún en la muerte, la polaca volvió a morir, pero esta vez ya no víctima de calenturas infecciosas ni de fiebres tormentosas de abismos de tumba, sino sitiada por un apasionado, entrañable y eterno amor por su viudo.

      • • •

      Cuando tomó conciencia de lo que había hecho y, sobre todo, de la derivación de cuanto había actuado o lanzado a los aires, y de la transformación —a partir de ese hecho— del rostro de la polaca, más transparente aún en la muerte que en la vida, Porfirio Gómez se levantó de su silla debajo del alero y atravesó los pasillos de la casa rumbo a su habitación, seguido, o más bien perseguido, por la alegría de la polaca, que saltaba y flotaba a izquierda y derecha, como una mariposa primaveral mecida por los aires cálidos del mediodía.

      El dueño de los burdeles pegó un portazo y pensó que el mundo quedaba afuera de su habitación, pero la polaca no necesitaba que ninguna puerta estuviera abierta para atravesarla: los puros espíritus atraviesan barreras como la luz traspasa los cortinados de las ventanas. Con esa naturalidad, la polaca se sentó en la cama en la que seguía durmiendo aún después de muerta.

      —¿No te parece que ya es hora de que conversemos, Porfirio? —le dijo a su viudo, al que le costaba volver a romper el silencio.

      Pero la polaca sabía que era en ese momento o nunca: una vez que una hendija se abre, una vez que el agua distorsiona la constitución de una pared, una vez que la tierra se vuelve surco o cuando una mujer se desmorona en una caída de ojos, ese es el momento exacto del amor o, por lo menos, es el tiempo ineludible para batir los tambores de la guerra de los sentidos y no retroceder hasta el protoamor, hasta la prehistoria de los sentimientos, donde la meseta árida del desamor nos vuelve infértiles y nos empuja a que caigamos en la amnesia fatal del sinsentido.

      —Mirá que no vas a ser menos hombre porque me mires y me hables —le sacudió la polaca a su viudo.

      El hombre aquel, a quien nunca le había temblado la mano en la tenencia de una daga o de una pistola, se estaba mirando en la luna del espejo de la cómoda del dormitorio y en un parpadear vio a la polaca en toda la extensión de su belleza: rubia como un sol tibio, el vestido le caía como una magia de seda y los contornos de su cuerpo, repuestos después de cinco años de los estragos de la muerte, eran un canto de sirena embriagante que ofuscó el bajo vientre del dueño de los burdeles.

      Le dolían los ojos al mirarla, y tanto le dolían que a Porfirio Gómez se le hacía duro resistir dentro de su mudez.

      Pero la polaca también resistía: declinó los ojos como en una vergüenza pasajera y femenina, y el candor incandescente de ese gesto le prendió fuego a la bestia que habitaba las urgencias de Porfirio Gómez.

      —¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez.

      La polaca bajó definitivamente la cabeza, ofreciendo su sumisión al viudo.

      —¡Estás muerta, Clara, estás muerta! —se quejaba el hombre, porque es sabido que no está bien visto hacer esas cosas con los muertos.

      Porfirio Gómez salió como una tromba de la habitación y luego volvió sobre sus pasos y le advirtió a la polaca, que seguía tímida y pícaramente sentada al borde de la cama matrimonial:

      —¡Y no me sigas!

      —Sí, mi amor —respondió la polaca, humilde pero afirmada en sus convicciones y con la certeza y clarividencia que tienen los muertos, que ven mucho más allá que los simples mortales.

      • • •

      Porfirio Gómez era un simple mortal con la sangre alborotada por la visión angelical de la que fuera su mujer, la que había partido al más allá sin partir del todo y dejándole en el cuerpo una dulce maldición: al hombre ahora no lo satisfacía ningún otro vientre femenino y podían caérseles los velos a la mismísima Venus que el dueño de los burdeles apenas si se convertía en un manojo de nervios y en un inacabable pozo insatisfecho.

      Se montó a su Ford y partió hacia el límite norte de la ciudad. Estacionó frente a uno de sus burdeles, el que estaba a un par de cuadras del arroyo Maldonado, y entró hecho una furia incontenible.

      Sus empleados temblaban cuando lo veían así. Entonces, el “¿qué se le ofrece, patrón?” se multiplicaba hasta el infinito y lo único que conseguían aquellos temerosos empleados era enfurecer más a Porfirio Gómez.

      —¡Mandame a mi habitación a la mejor que encuentres y ni siquiera respiren mientras yo esté acá! —ordenó, dispuesto a vaciar sus vísceras y a saciar sus calenturas.

      Al poco rato entró en su habitación una joven hermosa: trigueña de carnes duras, sus enormes ojos marrones estaban rematados hacia el sur por una boca de labios que invitaban a descender al séptimo infierno. La joven mujer comenzó a recitar una bien aprendida lista de frases incendiarias mientras sus ropas iban cayendo como al descuido a sus costados, y en tanto ella misma se hincaba frente al dueño de los burdeles.

      Pero no había caso: ni ante la desnudez de aquel volcán moreno Porfirio Gómez podía entusiasmarse. Veía a la morocha contonearse a sus pies, desnuda de ayeres y desprovista de futuro, y seguía pensando en la piel traslúcida y en los ojos de aurora boreal de la polaca.

      Apartó a la morocha y, para no herirla, le dijo:

      —Tomate el día libre y que te lo paguen doble.

      La mujer no entendió nada, pero sabía que nunca había que preguntar por qué la suerte, de vez en cuando, СКАЧАТЬ