Название: Las sombras cardinales de Porfirio
Автор: Hugo Barcia
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Imaginerías
isbn: 9789878640013
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Ajeno a las ensoñaciones de su criada mulata, Porfirio Gómez cerraba los ojos para bailar y vaya a saberse qué cosas atravesarían sus pensamientos o qué recuerdos lo poblarían. Era la primera vez que Clara lo veía disfrutar, a excepción de cuando las desnudeces los juntaban a ambos en la cama matrimonial.
La fiesta levantó una hojarasca en el barrio: Porfirio Gómez había contratado a unos guitarreros que amenizaban las veladas en sus prostíbulos cercanos al arroyo Maldonado y la música trascendió los límites naturales de la casona, invadió las anchas veredas, bajó al empedrado y convocó a vecinos que no estaban invitados a la fiesta pero que se acercaron igual, trayendo otras guitarras y hasta bandoneones que armaron, a su vez, otras fiestas que se sumaban a la original, a la del casamiento dentro de la casa. Y los convidados de piedra no sólo no molestaron a los verdaderos invitados, sino que agrandaron la alegría del conjunto y hasta improvisaron parrillas sobre los adoquines de la calle y el humo de la choriceada se enseñoreó en las copas de los árboles gigantescos, y la parranda duró toda la tarde y toda la noche y, sólo ya entrada la luz de la madrugada siguiente, los ojos del vecindario se fueron apagando. Mucho antes de que todo terminara, de la mano de la extenuación colectiva, cuando Porfirio Gómez se anotició de la fantástica extensión de su fiesta de boca del comisario del barrio, no sólo que le prohibió a éste que le prohibiera a nadie nada, sino que le dijo:
—Deje que la gente se divierta, Comisario, que se está casando Porfirio Gómez.
La polaca no podía creer lo que sus ojos veían y lo que su corazón latía. Y disfrutó sin culpas porque supo que no estaba pisando con despreocupación y desparpajo las flores marchitas de las tumbas de sus antepasados, ni cometiendo pecado de atrevimiento y orgullo inmerecidos, sino que estaba siendo feliz por primera vez en su vida.
• • •
Y la polaca fue feliz tanto en la vida como en la muerte. Porque un día se dijo, y lo comprendió en el preciso instante de decírselo a ella misma, que la felicidad no es ni debe ser patrimonio exclusivo de las gentes importantes. En ese acto de comprensión, también llegó a su entendimiento que la felicidad es una extensión casi corpórea de la voluntad humana, una de sus extremidades dichosas. Entendida que fue la vida de esta manera, no hubo forma de comprender la muerte sino con la misma consideración: ¿o acaso los muertos se deben dar por vencidos?
Por eso la polaca decidió no abandonar la casona, aun estando sus huesos tres metros bajo tierra en el cementerio del oeste de la ciudad.
Y ya habiendo transcurridos cinco años desde que sus restos mortales comenzaran a descansar en la Chacarita, la polaca se encontraba una mañana de sábado observando cómo su viudo tomaba mate bajo el alero de la casa, hablándole sin cesar y sin perder la esperanza de que alguna vez Porfirio Gómez le contestara. Pero el dueño de los burdeles ni le contestaba ni la miraba y se podrá decir que esto era así porque debía ser así: los muertos no se ven ni sus voces se escuchan. Todo el mundo creía eso, menos la polaca.
Mientras el padre vivo y la madre muerta estaban bajo el alero, como quedó dicho, los mellizos endiablados, que ya pugnaban por alcanzar el metro de altura, potreaban en los fondos del caserón, a escondidas de los mayores.
Desde aquella tierna edad, los mellizos ya se entrenaban en pequeñas maldades como atormentar a las gallinas ponedoras, aun bajo riesgo de ser corridos por algún gallo pendenciero. Cierto es que, en una de esas espantadas, los mellizos se molestaron mutuamente y la gresca había experimentado el corrimiento del eje del enfrentamiento: ya no pasaba el meridiano, ni la principal contradicción, por enfrentar a los pequeños humanos con las aves de corral, sino que los que entonces pasaron a enfrentarse entre sí fueron los mellizos.
La cosa comenzó con algún pequeño empellón o alguna tirada de pelo, pero fue pasando a mayores porque quien acumula maldades las acumula para todo el mundo, y esto abarca desde una gallina hasta su propio hermano.
Mientras esto ocurría en el fondo de la casa, lejos de los ojos y las orejas de Porfirio Gómez, la polaca, ánima bendita y madre de los mellizos, hizo gala de su condición de muerta y de la extremada sensibilidad de los espíritus para anoticiarse de las cosas que no suceden cerca de ellos. Clara se levantó de su silla porque ya había presentido que Mandinga estaba arrastrando a sus críos a un acto de locura.
Y la polaca no se equivocaba: el Cayo Gómez, el mayor de los mellizos, el que había nacido en la expiración del año 1929, y que en esta breve anécdota hacía las veces de Caín, había tomado entre sus manos un hacha que alguien había olvidado en los fondos de la casa y se dirigía con oscuras intenciones asesinas hacia el Chato Gómez, el más pequeño de los mellizos, el que había nacido en el año 30 y que parecía tener, en lo inmediato, un fatal destino de Abel.
La polaca no dudó un instante en salir corriendo hacia el lugar de los hechos para enfrentar, ya no a su hijo mayor, sino al mismísimo Mandinga que le hacía empuñar al infante el hacha potencialmente asesina.
Las ánimas también se demoran en recorrer distancias, pero la suerte y la voluntad de la polaca ayudaron al Chato Gómez. Su madre, es decir, el espíritu de ésta, llegó justo a tiempo: Mandinga y el Cayo Gómez ya estaban levantando el hacha para depositar con violencia el filo de la misma en la frente indefensa del mellizo menor.
¿Y cómo se enfrenta a Mandinga?
La polaca lo aprendió en tiempo gerundio: es decir, haciendo las cosas, que es la mejor manera de aprenderlas.
El grito del ánima de la polaca fue también un desprendimiento de luz celestial y ya se sabe que, ante semejante catarata de claridad, Mandinga se repliega hasta su madriguera, dejando tras de sí el conocido y reconocible olor a azufre. Ante tanto alboroto del más allá, el Cayo Gómez dejó caer el hacha y la frente del Chato Gómez quedó intacta, sana y salva.
A todo esto, aún el insensible de Porfirio Gómez percibió la anormalidad y el olor a azufre en el aire. Giró la cabeza unas décimas de segundo después del grito de luz de la polaca, pero justo a tiempo para ver la fosforescencia en el fondo de la casa.
—¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez, antes de salir corriendo hacia el gallinero.
Cuando llegó, los mellizos lloraban a moco tendido y tendida también había quedado el hacha que casi se había convertido en asesina.
Si hay una cosa que se puede decir de Porfirio Gómez es que siempre poseyó una tosca pero natural inteligencia: cagó a retos a los mellizos y los llevó de las orejas hasta la casa, haciéndoles difícil a los hermanitos la tarea de tocar el piso con los pies.
—¡Los vas a desorejar, Porfirio! —le gritaba la polaca a su viudo.
Por supuesto, Porfirio Gómez no le contestaba. A cambio de eso, les sacudió una módica tunda a los que habían jugado a ser Caín y Abel, y luego los encerró en piezas separadas, cuestión de evitar cualquier nuevo intento de agresión entre ambos.
—Yo sé que lo escuchan a Mandinga más de lo que deberían —le decía la polaca a Porfirio Gómez—, ¡pero no es manera de educarlos pegarles y encerrarlos!
Porfirio Gómez seguía, tal cual era su costumbre, sin contestar.
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