Название: Las sombras cardinales de Porfirio
Автор: Hugo Barcia
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Imaginerías
isbn: 9789878640013
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Cuaderno primero:
La polaca y el dueño de los burdeles
Porfirio Gómez jamás hubiese podido imaginar que, poco antes de su muerte, el considerable imperio que había construido con paciencia de artesano durante años, y que tanta sangre propia y ajena había costado, se desmoronaría tan fácilmente ante los embates ya sea de la inoperancia o la traición de sus hijos mellizos, quienes competían entre sí en ruindades, en mezquindades de toda espesura, en malsana competencia entre ambos, en la abyecta invención de frivolidades y en un fino rebuscamiento en la permanente búsqueda de eludir el más mínimo de los esfuerzos.
Como es natural comprender, ambos habían salido del mismo vientre, pero, aún ya desde aquella catedral materna, los dos habían porfiado en diferenciarse: el Cayo Gómez, el que primero vio la luz del mundo, lo hizo diez minutos antes de que expirara el último día de 1929, en tanto que su hermano, el Chato Gómez, nació diez minutos después de inaugurado el año 30, el primero de la década de la infamia para millones de argentinos.
Es decir que aquellos dos capricornianos habían nacido en años diferentes, teniendo que tomarse aquella extravagante señal como un mal presagio. Y la prueba más contundente la dio la misma madre de ambos: Clara, una buena mujer con extraviado marido —según decían algunos—, murió a las pocas semanas de aquel parto binario, como si sus vísceras hubieran quedado contaminadas por el paso funesto de los mellizos que jamás habrían de ser amamantados por mujer alguna.
Porfirio Gómez enterró a su mujer una mañana nublada en el cielo y en las negras penurias de su ánimo. El que escuche esa metáfora podría tranquilamente inferir que el hombre estaba desolado por la pérdida de su esposa y por su inaugural viudez, sin embargo, lo que atormentaba al cacique parroquial —en la desmesura de su soledad— no era la partida al más allá de su joven mujer de origen polaco, sino la infructuosa búsqueda de una nodriza que calmara con sus tetas a ese par de demonios que berreaban, con pulmones de tenor desafinado, la angustia de sus hambrunas.
Pasaban los días y las matronas como una seguidilla de sueños infernales y, al llanto de los críos, se sumaba el de las mujeres a los que las pequeñas bestias les destrozaban los pezones casi se diría que con maldad.
Ni la más corajuda, ni la de piel más curtida, resistió las feroces mordeduras sin dientes de los mellizos: ni una sola salió sin sangrar de aquella casa de Palermo de Buenos Aires. Y, después, los corrillos hicieron el resto: la voz se corrió entre las matronas de ése y de otros barrios porteños hasta que llegó la hora en que ninguna más se presentó en la casona de la calle Honduras.
Aquel día coincidió con el entierro de Clara.
La mujer había agonizado durante un largo y penoso mes, agobiada por unas fiebres que la absorbieron como ventosas y que jamás le devolvieron la conciencia plena. Los primeros días, los críos se desgañitaron a los costados de la madre, que hervía en calenturas como una sopa enfermiza y extraviaba sus ojos, ausente de todo cuanto la rodeaba.
Era inútil que los mellizos permanecieran al lado de la madre: no sólo sucedía que ésta no les prestaba atención, porque ya se acercaba más al estado gaseoso de un espíritu que al estado sólido de un cuerpo, sino que el par de gritones entorpecía la denodada tarea del médico y aún de la enfermera y las dos empleadas más que había contratado Porfirio Gómez para que permanecieran al lado de la polaca agonizante durante las veinticuatro horas del día. Como el médico especuló, además, con que la leche que pudiera salir de aquella mujer podría envenenar a los críos con sus vapores de muerte, Porfirio Gómez terminó decidiendo mudar a los mellizos a la última pieza de la casa, la que servía de frontera con la extensa huerta y el gallinero del fondo.
Preocupado por los vapores y los olores de parca que ya despedía la mujer que estaba a punto de convertirlo en viudo, Porfirio Gómez también mudó a la polaca a la sala, la única habitación que daba a la calle Honduras, improvisada entonces como dormitorio o, quizás sea más apropiado decirlo así, como un pequeño hospital de campaña.
El dormitorio matrimonial quedaba equidistante tanto de la sala donde agonizaba la enferma, como de la pieza donde habían sido alojados los mellizos. Porfirio Gómez volvió a dormir solo, es decir, volvió a dormir.
—Cualquier cosa, me avisan —le dijo un día a la enfermera y a las tres mujeres que, por aquellos días, cuidaban a la enferma, a los mellizos y a la casa.
Ese “cualquier cosa me avisan” significaba exactamente lo contrario y las cuatro mujeres interpretaron más la mirada fuerte de Porfirio Gómez que sus falsas palabras.
Madre e hijos parecían marchar en procesión profana hacia una muerte segura. Se sabía que la mujer no tenía escapatoria: lo denunciaba esa piel traslúcida y azul, lo magro de sus pocas carnes, y sus ojos abiertos y extraviados. Pero que no tuvieran escapatoria los mellizos parecía, en primer lugar, un absurdo de la naturaleza y, en segundo lugar, un crimen desalmado.
—Los niños no comen nada, patrón —le dijo una mañana la criada Antonia, una mulata de unos treinta años que servía desde hacía una década al dueño de casa.
Porfirio Gómez alzó lentamente los ojos para mirar a aquella mujer de carnes firmes y de mirada ofrecedora.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —contestó, con su aridez habitual— dígale al doctor, yo no entiendo de esas cosas.
Nadie sabe muy bien cómo, pero los mellizos sobrevivieron. En cambio, llegó para la madre aquella mañana nublada y pegajosa en que la señora de las capas negras se llevó a la polaca translúcida hacia el descanso eterno. En un par de horas, la cama trastrocó en cajón de muertos, la sala se pobló de coronas de flores y de velones encendidos, y el barrio comenzó a desfilar para dar el pésame a Porfirio Gómez. Y no sólo el barrio desfiló por la casona de la calle Honduras: hombres muy trajeados que nadie conocía, salvo Porfirio Gómez, pusieron también ellos sus caras de circunstancia y sus aprendidas frases de condolencias.
Centenares de pésames escuchó Porfirio Gómez.
Nunca fue un hombre de mucha paciencia, salvo para los negocios, de modo que aquello que algunos le escucharon no debería haber asombrado a nadie.
Una vecina se deshacía en llantos y en pegajosas frases destinadas a consolar al flamante viudo, cuando éste se empalagó con tanta consideración ajena y sacudió un salmo profano que cortó el aire como una daga:
—Mire, doña —dijo—, Clara ya no sufre más y yo tengo un problema menos.
La llorona del barrio se atragantó con sus propias lágrimas y le costó encontrar un poco de aire liviano para respirar.
A nadie le quedó la más mínima duda de que ese velorio había terminado para siempre en ese preciso instante.
• • •
Cuando la última palada de tierra negra terminó por cubrir la tumba de la polaca, Porfirio Gómez miró su reloj de bolsillo y volvió a guardarlo en su chaleco.
Eran las cuatro de la tarde, clavadas.
A nadie le había quedado demasiado ánimo como para alargar el asunto y resultaba absolutamente claro que Porfirio Gómez no era amante apasionado de recibir pésames, por lo cual, la escasa concurrencia que se había acercado hasta el Cementerio de la Chacarita se dispersó rápidamente, con algunos leves cuchicheos de alguna СКАЧАТЬ