Plan Patagonia. Daniel Sorín
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Название: Plan Patagonia

Автор: Daniel Sorín

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Imaginerías

isbn: 9789878619293

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СКАЧАТЬ usted entender, don Juan, hace tres inviernos el generador dejó de funcionar y nunca pude arreglarlo.

      —No se preocupe, don Ramón, así está perfecto.

      Y era cierto. El silencio y las montañas nevadas le daban al lugar una paz profunda. Juan se sintió por primera vez en muchos años saciado, olvidado de un hambre al que nunca pudo dar nombre.

      Comieron minutos antes de las nueve. Juan notó que don Ramón y su familia lo hacían exageradamente despacio y pensó que estaban dejando el último trozo de carne asada para él, de manera que se apresuró a mentir que estaba completamente satisfecho. Al escucharlo, la pequeña no pudo reprimir una sonrisa. Mientras el vino rojo y espeso bajaba reconfortante, Juan agradeció una y otra vez la cena: tenía el convencimiento de que esa gente pobre había puesto sobre la mesa todo lo que disponía y que, en su honor, habían preparado un banquete inusual y completamente ajeno a sus costumbres diarias. De postre comieron en silencio unas sabrosas manzanas rojas de la zona.

      Cerca de las diez y media de la noche, aparecieron tres hombres; uno de ellos, el legendario don Amaro.

      Don Amaro abrazó a la joven y le dio un beso en la mejilla. Después, dirigiéndose a don Ramón, le preguntó cómo lo trataba su hermana.

      —Como si fuese un rey —dijo el dueño de casa.

      Entonces las miradas del matrimonio se cruzaron; Josefa, tal el nombre de la mujer, le dedicó a su marido una mirada tan tierna, tan infinitamente dulce, tan amorosa, que Balcarce pensó que, efectivamente, ese hombre huesudo y pobre era, a su manera, un rey.

      Don Amaro caminó hacia el visitante; tenía a su sobrina subida, con sus bracitos rodeándole el ancho cuello.

      —Manuel Amaro, compañero —y le extendió la mano—, pero dígame como todos por acá: el Pardo.

      Se sentaron alrededor de la mesa.

      —María, despedite, hay que acostarse.

      —Sí, mamá.

      Ambas niñas, la pequeña y la grande, desaparecieron en silencio. Balcarce pensó que por esos lados, en contraste con la piedra eternamente quieta, algunas mujeres flotaban en el aire.

      —Quédese tranquilo, no lo han seguido —dijo uno de los hombres de apellido Barcia o Tarcia, que Juan no pudo entender bien cuando se lo habían presentado.

      —¿Seguido?

      —Sí, Ramón y yo estábamos en la colina cuando llegó; esperamos para estar seguros, después bajó él y yo me quedé esperando al Pardo y a mi compadre —dijo, señalando al cuarto hombre.

      Balcarce extendió sobre la mesa los papeles que traía. Primero los levantó don Amaro, quien después de estudiarlos los fue pasando: leyeron con atención y concentrada lentitud. Juan pensó que ninguno de ellos debía haber pasado más de dos o tres años en la escuela.

      Una hora después los hombres se despidieron.

      —Por favor dele esto a don Gregorio, dígale que no fallaremos y que le mando saludos para Beatriz.

      En la oscuridad cerrada de la noche los hombres estrecharon sus diestras.

      —Serán dados, don Amaro.

      Juan caminó hacia su vehículo; el cuarto hombre se le acercó con paso rápido, llevaba un sol de noche que le iluminaba el camino.

      —Vaya con Dios, amigo —le dijo, cuando Balcarce puso el auto en marcha.

      A las cinco de la tarde

      El mediodía del 7 de mayo el licenciado Aurelio Martínez, director de la consultora Alfa, llamó por teléfono al gobernador Castillo; la conversación giró alrededor de los acontecimientos producidos hacía escasamente una semana.

      —No lo puedo creer.

      —Lo habíamos previsto.

      —¡Justo ahora, en el momento más inoportuno! ¡Yo no sé lo que pretenden! —el gobernador parecía estar al borde de un ataque.

      —Por eso mismo le habíamos mandado...

      —¿Qué pretenden? ¿Un gobernador militar?

      —Señor...

      —Se les pasó por alto. Eso me dijo el inútil de Barrios. ¡Que se le había pasado por alto! ¡Un descerebrado!

      Cansado de ser interrumpido el licenciado esperó que el gobernador terminase de descargar su furia, después, con el tono más filoso que pudo tiró la bomba:

      —Doctor Castillo, nosotros se lo advertimos en tiempo y forma.

      Subrayó “en tiempo y forma”, quería que esta vez el gobernador prestase atención a sus palabras.

      —¿Cómo que me lo advirtieron?

      —Hace más de un mes, doctor.

      —¿De qué me habla?

      —Le mandamos tres informes. Uno sobre la Coordinadora de Gremios Combativos, otro sobre el Frente Piquetero y un tercero sobre la organización Mapu.

      —No es posible.

      —Tengo firmados los remitos.

      —No, quiero decir...

      El gobernador estaba confuso.

      —... a mí no me llegó nada.

      Fue después de que el gobernador saliera de su despacho con un humor de todos los perros (y profiriese aquellos gritos destemplados y mandara a todos al lugar de sus madres de donde habían salido) que la joven recepcionista sospechó su error. Con el alma en la boca giró la vista hacia la bandeja “A-C” y con horror descubrió las tres carpetas.

      Una semana antes, se había producido lo que esos informes trataron infructuosamente de advertir. Aquella mañana del 30 de abril había amanecido gris, con una llovizna persistente y nubes negras que presagiaban tormenta en cualquier momento. Desde temprano se produjeron cortes de ruta y los accesos a la ciudad de Neuquén estuvieron vedados. Ante la sorpresa general, en cada piquete intervinieron más de un millar de personas.

      Apenas pasado el mediodía, el jefe de la policía neuquina informó al gobernador que los movilizados debían llegar a las cuatro mil personas.

      —Y eso no es todo —terció el titular de Justicia, el doctor Nildo Aufrand— junto a los piqueteros hay estatales, petroleros y estudiantes.

      —Sí, doctor, pero en total son unos cuatro mil —creyó necesario aclarar el comisario Balvé.

      —Me refiero a que no son solo piqueteros.

      —Usted no me entiende, doctor; yo digo que en total son cuatro mil.

      —El que no entiende es usted, Balvé: si hay estatales, petroleros СКАЧАТЬ