Plan Patagonia. Daniel Sorín
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Название: Plan Patagonia

Автор: Daniel Sorín

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Imaginerías

isbn: 9789878619293

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СКАЧАТЬ ha dicho con razón que, si ambas organizaciones hubieran sido mejor conocidas por el gobierno, este no se habría sorprendido por los acontecimientos. Es cierto. Tan cierto como nada casual que las autoridades no repararan en ellos. Sus espías estaban ocupados con otros actores.

      Veamos. Días antes se había firmado el Acuerdo Social Neuquino que, de tener éxito, desembocaría en la reelección del gobernador Castillo. Los hombres del gobernador hacían animosos esfuerzos por juntar el número necesario de diputados para promulgar cierta ley que mejoraría las ganancias de las compañías petroleras. A cambio de ello, estas garantizarían un millonario apoyo a su reelección.

      Mientras tanto, sus rivales en el mismo partido de gobierno ponían iguales energías, aunque en el sentido contrario, para que la ley no se aprobara.

      De manera que unos y otros seguían muy atentamente la actividad de los partidos de oposición porque estos, siendo minoritarios y sin esperanzas de acceder a la gobernación, decidían la lucha interna de la mayoría.

      Fieles devotos del poder, los hombres del gobernador estuvieron empeñados en el seguimiento de las elucubraciones opositoras. De ellos dependía su futuro y las ganancias petroleras. Ocupados en tales devaneos, no prestaron atención ni a los desocupados organizados en el Frente ni al barbudo e ignoto Basilio Costas.

      Tampoco los medios periodísticos repararon en ellos hasta que, treinta y cinco días después de aquella mañana en la que Juan Balcarce se vio impedido de salir de su departamento por la molesta presencia de una esférica vecina, el Frente Piquetero Neuquino y la Coordinadora de Gremios Combativos llamaron a un paro con movilización y cortes de ruta para el martes 30 de abril. Tozudos, volvían a pedir una rebaja del setenta por ciento en los servicios públicos, pedido al que ahora sumaban un aumento del treinta por ciento en los sueldos estatales y la implementación de un subsidio para los desocupados equivalente a medio salario mínimo. Todo lo cual estaba fuera de los límites de la voluntad y la imaginación del gobierno del doctor Castillo.

      Preguntado por el cronista Sanmartino, que no dejaba de seguirle los pasos, el exministro Mario Cruz dijo que la confrontación era inevitable y volvió a señalar que el pedido obrero era exagerado, pero “básicamente justo”.

      —Las ganancias de las empresas son fundamentales porque son ellas las que generan riquezas, riquezas que pueden después ser distribuidas. Pero incluso reconociendo esto, incluso dejando claramente expresado el respeto a la propiedad privada que tienen nuestras leyes, aun teniendo en cuenta todo eso —dijo—, este militante de la causa nacional sostiene que antes está la vida.

      El periodista iba a retirar el micrófono para hacerle una nueva pregunta cuando el doctor Cruz lo retuvo con su mano.

      —Permítame, estimado Sanmartino.

      El exministro estaba en vena y hablaba como si delante tuviese a miles de partidarios exultantes.

      —Ceder al justo reclamo no es debilidad, sino sabiduría —hizo un breve silencio—. No dude, señor gobernador, en avanzar por el camino que lleva a la justicia social, porque solo ella garantiza la paz social.

      Ya porque las empresas petroleras presionaron, ya porque la situación podía poner en peligro su ansiada reelección, quizá porque los airados reclamos obreros —especialmente los de los violentos piqueteros— no podían ser aceptados por su conciencia, o porque las palabras de su exministro y amigo sonaron en sus oídos como un virtual desafío, acaso por todas estas razones juntas, el gobernador Edelmiro Castillo contestó que, en su provincia y en su gobierno, lo primero y lo segundo era la ley.

      —Reconozco que algunos sectores de la población están pasando por grandes penurias, pero de esta situación debemos salir todos juntos por la puerta de la ley, porque la otra puerta nos lleva al vacío y a la disolución social —expresó ante cámaras de televisión y micrófonos radiales—. No es impidiendo que los ciudadanos circulen por las rutas como conseguirán algunos torcer el brazo de este gobernador.

      En un comunicado posterior se hizo referencia a los logros del gobierno y a que este mantendría “la paz social y el derecho de los ciudadanos aplicando todo el peso de la ley”. No conforme con estas afirmaciones el gobernador Castillo le ordenó a su vocero que dejase en claro que, teniendo el Estado el monopolio de la fuerza, la ejercería “con responsabilidad, pero con total decisión”.

      El ministro de Economía, Emilio Lombrosso, aseguró a los postres de una comida empresarial que el gobierno mantendría con firmeza sus objetivos fiscales.

      —No nos apartaremos de nuestra política, aunque vengan degollando miles de indios en malón.

      Lamentablemente para el ministro este último párrafo fue lo único que levantaron los medios, lo que motivó la airada protesta de una federación de cooperativas mapuches, de dos organismos de defensa de los derechos humanos y de tres agrupaciones indigenistas.

      Tulumpa

      El domingo 28 de abril, Juan Balcarce llegó a una pequeña población de la cual no daban noticias los mapas ruteros; tan pequeño era el poblado que solamente tenía media docena de construcciones de adobe. Su nombre era solo conocido a través de la lengua oral que, tan cargada de atajos e imprecisiones, llamaba al caserío Tulumpa o Chozas Negras o Teniente Primero Agustín Paraíso, que sobre su identidad existían estas tres versiones diferentes.

      Balcarce arribó cuando el sol comenzaba su declive detrás de la inmensa cordillera. Bajó del auto y estiró las piernas. Vino a recibirlo un can amistoso de pelaje indefinido que olió sus botas y que, tras levantar su pata derecha, mientras él oteaba el panorama, marcó el calzado del forastero como parte de su territorio.

      Tocó bocina, encendió un cigarrillo y esperó. Al tiempo apareció una niña de unos cuatro años, de bellísimos y achinados ojos negros; tenía los pies descalzos, lucía un vestido blanco, con dos florcitas bordadas del lado del corazón, un vestidito hermoso e impecablemente limpio.

      —Señor, dice mi pa que enseguidita viene.

      Media hora después hacía su aparición un hombre de unos cincuenta años, delgado en extremo, que le extendió la diestra y lo invitó a pasar a su casa.

      —¿Cómo anduvo el viaje?

      —Bien, cansador, pero bien, don Amaro.

      Los ojos de Juan tardaron en acostumbrarse a la oscuridad del ambiente.

      —No, yo no soy don Amaro. Él está llegando; se tardará todavía unas horitas.

      El hombre se llamaba Ramón Cura y habitaba desde siempre esa casa ausente de toda riqueza: sin piso de material ni ventanas, y donde nada dividía comedor, cocina y gallinero. El hombre vio cierto destello de sorpresa en la mirada de Juan, no le dolió ni se sintió ofendido ni le preocupó, solo dijo al pasar y sin motivo aparente, mientras acercaba la mejor silla que disponía para que el visitante se sentase:

      —¡Así es la cosa!

      Hablaron de la ciudad de Neuquén, de Buenos Aires, de la cordillera y de los cóndores, mientras la niña seguía atentamente la conversación. Tomaron unos amargos cebados por una mujer joven que permaneció callada; tenía una mirada que, sin parecer perdida, no terminaba de estar presente. A Juan le atrajo esa ambigüedad. Baja, de piel oscura y manos labradas por el trabajo, tenía los cabellos negros de los mapuches sin mezcla y los músculos firmes de la juventud. Parecía —calculó— tener unos veinticinco años. No atinaba a acertar si era la hija o la mujer de don Ramón, hasta que la criatura la llamó mamá.

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