Plan Patagonia. Daniel Sorín

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      Entre las dieciocho horas del miércoles, cuando recibió el llamado de García, hasta el jueves al mediodía de la semana siguiente, en que vio al viejo Swan, Howard Smith no hizo otra cosa que enfrascarse en una afiebrada exploración de datos. Concentró a la docena de investigadores que trabajaban con él, suspendió todas las reuniones y realizó interminables consultas a expertos en asuntos latinoamericanos. También le pidió a su mujer que invitara a los Montes a cenar; Emma lo miró sorprendida.

      —Parece gente interesante —le dijo mientras abría una cerveza.

      El sábado los Smith y los Montes comieron una sabrosa carne asada. Como entrada, el mismo Howard había preparado unas paltas en salsa verde, un plato extraño que combinaba múltiples sabores, agrios, dulces y levemente amargos. Cuando hubo descorchado la segunda botella de un exquisito vino chileno, un borgoña de buen cuerpo que combinaba con maestría el alcohol y la presencia del fruto, mostrando la etiqueta le dijo a Marcos:

      —Es de tu tierra.

      —Sí, pero del otro lado de los Andes.

      Salvado su error geográfico, le preguntó con interés:

      —¿Es tan inmenso y desolado como dicen?

      Durante una hora hablaron sobre aquella tierra, por el dueño de casa desconocida. Marcos le contó sobre la situación política y sobre la muerte del pequeño hijo del primo de María.

      —¿Qué creés que pueda pasar en el resto de la región? —le preguntó Howard, recordando lo que Annie le había dicho días atrás.

      —Las cinco provincias patagónicas tienen los mismos problemas y los mismos intereses.

      Howard sirvió más vino en las copas.

      —No es como aquí, en que todos los estados pueden vivir bien. Allá no, allá solamente hay lugar para Buenos Aires.

      Se incorporó levemente para decir con cierta solemnidad:

      —La Patagonia es el patio trasero de Buenos Aires —dijo, distendido por el elixir trasandino.