Название: Erebus
Автор: Michael Palin
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788418217074
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En cualquier caso, descripciones como la de Cook no hicieron sino aumentar la fascinación del público por el lugar. Para los románticos, la Antártida representaba el misterio de lo desconocido y lo salvaje. Por ejemplo, la «Balada del viejo marinero», de Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798, describe un barco maldito que navega a la deriva en el océano Antártico.
Sopló la buena brisa, corrió la blanca espuma,
siguió libre la estela;
éramos los primeros que jamás irrumpieran
en aquel mar callado.
En el poema de Coleridge, el viaje acaba en desastre. El héroe de la única novela de Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), encuentra en el océano Antártico todo tipo de peligros y depravaciones, desde naufragios hasta canibalismo. Es un lugar de frío y oscuridad infernales. Un sitio donde las almas atormentadas sucumben a la locura. El tipo de lugar que los griegos llamaban Érebo.
Mientras los artistas y los poetas estaban ocupados asustándose a sí mismos y al público, los científicos, como a menudo sucede, iban en otra dirección, la del conocimiento y la lógica, la de la exploración y la explicación. Imbuidos del espíritu de la Ilustración, la existencia o inexistencia de un continente en el Polo Sur constituía otro misterio que había que resolver. Ahora, las exigencias de la ciencia y un sentimiento recién despertado del potencial del ser humano se combinaban para empezar a desentrañarlo.
Existían, además, otros motivos. El eminente astrónomo sir John Herschel insistió en las aplicaciones prácticas de una expedición al Polo Sur en una reunión celebrada en Birmingham y apeló a más que a meros argumentos científicos. «Las grandes teorías físicas —afirmó—, con su estela de consecuencias prácticas, son preeminentes objetos nacionales, que comportan gloria y utilidad». Con este empujoncito chauvinista, el comité de Herschel redactó un memorando de resolución que se presentó al primer ministro, lord Melbourne.
A lo largo del invierno el debate se inclinó de un lado y, luego, de otro, pero el 11 de marzo de 1839, lord Minto, el primer lord del Almirantazgo, informó finalmente a Herschel de que se había concedido el permiso para una expedición antártica. Sería una empresa de prestigio y, en consecuencia, necesitaba un líder de primer orden. Por fortuna, entre los más cualificados para encabezarla había dos célebres exploradores polares: James Clark Ross y John Franklin. Uno era el hombre que había rechazado el título de caballero; el otro era el hombre que se había comido sus botas.
La carrera reciente de Ross lo había hecho célebre. También Franklin había tenido éxito, aunque quizá gozara de menor fama. En 1825, tres años después de su primer viaje al Ártico, había lanzado una segunda expedición por tierra. Durante los meses de invierno se había dedicado a hacer meticulosas observaciones científicas. Cuando las condiciones mejoraron, condujo a sus hombres en la exploración de seiscientos cincuenta kilómetros de costa desconocida, al oeste del río Mackenzie. Y, al final de la temporada, tras haber aprendido la lección de sus experiencias anteriores, Franklin decidió no continuar su avance para no poner en peligro la vida de sus hombres y regresó a Londres.
Nombrado caballero en 1829 y con una mejor reputación como navegante y líder de expediciones, en el año 1830 Franklin recibió la orden de tomar el mando del HMS Rainbow, una corbeta de veintiocho cañones y quinientas toneladas, con órdenes de navegar al Mediterráneo. Lo que siguió fue un turno de servicio tranquilo, profesional y exitoso en muchas de las mismas aguas de las que acababa de regresar el Erebus. El Rainbow contaba con una tripulación de ciento setenta y cinco hombres y era una nave mucho más grande e impresionante que cualquiera que hubiera comandado antes. Para su tripulación, Franklin, el más afable y sociable de los hombres, era un capitán accesible y bondadoso. La vida a bordo era tan agradable que el barco recibió apodos como el «Paraíso de Franklin» o el «Arcoíris Celestial».
Las habilidades sociales de Franklin también contribuyeron a nutrir y mejorar la relación de Gran Bretaña con el Estado griego, que había conseguido la independencia recientemente, y a solucionar las disputas internas de sus facciones, en unos momentos en que los rusos, que anteriormente habían sido aliados de Gran Bretaña y Francia, apoyaban ahora a un Gobierno provisional muy impopular y los aliados pretendían colocar a su elegido como nuevo rey del país. Tras una larga búsqueda, británicos y franceses habían dado con un príncipe bávaro de dieciocho años llamado Otón, hijo del rey Luis I de Baviera, que, según todas las informaciones, era un blandengue. Aunque agradecido, eso sí, pues concedió a Franklin la Orden del Salvador por su ayuda.
Franklin disfrutó de todo lo que vio de la antigua Grecia durante su turno de servicio, pero la nueva Grecia le causó una impresión bastante pobre, pues la consideraba corrupta y carente de liderazgo. Después de haber hecho cuanto pudo para resolver y arbitrar diversas disputas locales, debió de sentirse aliviado al regresar a Portsmouth a finales de 1833, justo a tiempo para la Navidad. Sus buenas acciones no cayeron en saco roto: en agradecimiento a sus esfuerzos, el nuevo monarca, Guillermo IV, lo nombró caballero comandante de la Real Orden Güelfica de Hannover.
La vida privada de Franklin durante estos años estuvo marcada por la tragedia. En 1823 se había casado con la poeta Eleanor Anne Porden y, juntos, habían tenido una hija (también llamada Eleanor), pero solo cinco días después de que partiera en su segunda expedición ártica, su esposa falleció, víctima de la tuberculosis. Según todas las fuentes, Eleanor fue una mujer extraordinaria y muy admirada. A pesar de que era consciente de que no iba a sobrevivir, insistió en que su marido siguiera adelante con sus planes. Cuatro años después, el 4 de noviembre de 1828, Franklin contrajo matrimonio de nuevo. Su nueva esposa, Jane Griffin, hija de un abogado, era rápida, inteligente y activa, y había sido íntima amiga de Eleanor. Al especular sobre qué vería en el corpulento explorador, el biógrafo de Franklin, Andrew Lambert, concluyó que era «un héroe romántico, un icono cultural, y es quizá esta imagen con la que se casó». Y Jane dedicaría el resto de su vida a proteger e impulsar esa imagen.
A su regreso del Mediterráneo, Franklin gozaba de respeto y era feliz en su nuevo matrimonio, pero tenía un problema. No había ningún nuevo puesto al que pudieran asignarlo y pasó los siguientes tres años sin empleo. Esta experiencia debió de resultarle extremadamente frustrante. Entonces, en 1836, surgió una nueva oportunidad, en la forma del cargo de teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen. Pero, desde luego, este era un regalo envenenado. El anterior gobernador, George Arthur, había ejecutado una serie de reformas sociales que habían soliviantado a buena parte de la pequeña comunidad de habitantes y habían provocado su descontento y cierta división. Pero, para Franklin y para su ambiciosa esposa, la oferta debió de parecer maná caído del cielo. Tras varios años de ocio forzoso, al fin recibía una nueva oportunidad para demostrar su talento. Franklin aceptó de inmediato, y la pareja zarpó ese mismo año y llegó a Hobart en enero de 1837.
Lo que Franklin no podía saber es que solo poco más de un año después, el Almirantazgo buscaría un explorador polar con experiencia para liderar una expedición al Antártida. De haberlo sabido, ¿habría aceptado el cargo en la Tierra de Van Diemen? El caso es que su ausencia de Inglaterra en el momento clave lo eliminó como candidato. El Almirantazgo no dudó en ofrecer el puesto a James Clark Ross, cuya experiencia ártica y cuyo descubrimiento del polo norte magnético encarnaban СКАЧАТЬ