Erebus. Michael Palin
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Название: Erebus

Автор: Michael Palin

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9788418217074

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СКАЧАТЬ «estuviera lleno a rebosar con la colección de especímenes de historia natural del Gobierno», ordenó que el segundo navegante se llevara parte de las muestras y las almacenara en la cubierta, solo para descubrir entonces que el primer teniente Bird, «a quien todo lo relacionado con la ciencia le parecía un aburrimiento […], había ordenado que volvieran a subirlas, pues allí abajo no pintaban nada». Momentos de desacuerdo como estos eran la excepción, no la regla.

      Ross estaba al mando de la expedición, pero seguía siendo un súbdito de la Corona que cobraba su sueldo del Gobierno y estaba obligado a seguir las instrucciones más largas y detalladas que jamás había emitido el Almirantazgo. La ruta precisa se estableció con detalle y fue determinada por el programa de observaciones científicas que constituía el núcleo de la misión del Erebus. La prioridad número uno era visitar los lugares donde podría medirse el magnetismo terrestre. Después, había que dedicarse a la observación detallada de las corrientes marítimas, la profundidad del mar, las mareas, los vientos y la actividad volcánica. Otros estudios cubrían disciplinas como la meteorología, la geología, la mineralogía, la zoología, la fisiología de plantas y animales y la botánica. Lo único que la tripulación no tenía permitido hacer era la actividad para la que el Erebus había sido concebido originalmente: «En el supuesto de que Inglaterra se viera envuelta en hostilidades con otra potencia durante su ausencia, tenga claro que no debe emprender ningún tipo de acción hostil de ningún tipo, pues la expedición bajo su mando ha sido armada con el único propósito de realizar descubrimientos científicos».

      El Erebus ya había estado previamente en el golfo de Vizcaya, y parece que en esta ocasión evitó el tiempo inclemente por el que estas aguas eran célebres. «Durante nuestro trayecto por el golfo de Vizcaya no tuvimos ninguna ocasión favorable de determinar la altura de sus olas, ya que no experimentamos ninguna tormenta violenta», anotó Ross, un tanto decepcionado. Por otra parte, el Terror estaba disfrutando de una navegación menos placentera, pues había estado al borde del desastre durante la tormenta que había separado a los dos barcos en la costa de Devon. Según el libro de memorandos del sargento Cunningham, tres miembros de la tripulación estaban recogiendo el botalón de foque —un palo largo al que se podía atar una vela adicional— cuando «estuvieron a punto de perder la vida a causa del violento cabeceo del barco, que […] sumergió a todos, hombres y botalón, bajo el agua». El Terror tardó cuatro días en unirse al Erebus en la primera parada de la expedición, un presagio no demasiado alentador para el viaje que los aguardaba.

      En cualquier caso, el 20 de octubre, casi un mes después de partir, los dos barcos arribaron a su primera escala, la isla de Madeira, a unos ochocientos ochenta kilómetros de la costa de África. Allí se tomaron varias mediciones, entre ellas la de la altura de la montaña más alta de la isla, el pico Ruivo. Un tal teniente Wilkes, de la expedición de exploración de los Estados Unidos (quien, al igual que Ross, también se dirigía al océano Antártico), había hecho recientemente sus propias mediciones; Ross se sorprendió al ver que diferían de las que él estaba realizando en unos cuarenta y dos metros, «una variación mucho mayor de la que podría esperarse dados los precisos y perfectos instrumentos empleados en ambas ocasiones». Más adelante, a lo largo de su viaje, Ross tendría más motivos para cuestionar la información recabada por Wilkes y se referiría al teniente en términos mucho menos educados.

      El Erebus permaneció en Funchal diez días, pero su tripulación no estuvo ociosa. Sus botes auxiliares se bajaban e izaban constantemente para transportar provisiones desde la ciudad. El cirujano McCormick se apropió de uno de ellos y procedió a realizar diversos paseos de exploración por la isla con un lugareño, un tal señor Muir.

      El 31 de octubre, los dos barcos levaron ancla rumbo a las islas Canarias. Fue una travesía tranquila, aunque Ross registró que sus redes de arrastre capturaron una especie completamente nueva de animálculo, que, según afirmó con entusiasmo, «constituye la base de la subsistencia de los animales marinos y, al emitir una luz fosforescente cuando se lo perturba, hace que la estela del barco en una noche oscura resulte sorprendentemente brillante». Su estancia en Santa Cruz de Tenerife transcurrió también sin incidentes, y quizá el momento más notable fue aquel en el que izaron a bordo a «una vaca viva», según relata Cunningham. Pero un comentario que hace de pasada sobre el siguiente lugar que visitaron deja claro que estas islas no eran remansos de paz y tranquilidad. Puede que Cunningham pudiera comprar «buen vino» y naranjas en Santiago, la mayor isla de Cabo Verde, pero la nota en la que menciona que sus habitantes «son o han sido esclavos» constituye un recordatorio de que ese horrible negocio había dominado la región hasta hacía muy poco. Aunque el comercio de esclavos era ilegal en el Imperio británico desde 1807, la esclavitud en sí no fue abolida hasta 1833. Y, cuando el Erebus o el Terror visitaron la zona, la Marina Real todavía patrullaba las aguas de la costa occidental de África para interceptar barcos negreros, una tarea que a menudo debía de ser igual de espeluznante que la guerra. Christopher Lloyd describe en su libro The Navy and the Slave Trade que, al abordar un barco esclavista en 1821, un oficial lo halló tan abarrotado bajo cubierta que su cargamento humano «se aferraba a las rejas de las escotillas para respirar un poco de aire fresco, se peleaban entre ellos por un poco de agua, mostraban sus lenguas resecas y se señalaban a sus enjutos vientres como si los dominara el hambre».

      Cuando el Erebus y el Terror se acercaron al ecuador, entraron en las latitudes entre los alisios del noreste y del sureste. «Violentas ráfagas de viento y torrentes de lluvia se alternaban con calmas y brisas incomprensiblemente ligeras —observó Ross—, que, combinadas con el calor sofocante de una atmósfera tan cargada de electricidad, hicieron que esta parte del viaje fuera desagradable e insalobre». Si a Ross, en su espacioso camarote de popa, esta parte del trayecto le pareció incómoda, podemos imaginar cómo lo debieron de pasar aquellos que estaban bajo cubierta, por mucho que abrieran las escotillas.

      El 3 de diciembre de 1839, el Terror cruzó el ecuador antes que el Erebus. William Cunningham, que jamás había cruzado esta imaginaria línea antes, era, por lo tanto, un «novato», y el resto de la tripulación, vestida para la ocasión como el rey Neptuno y sus asistentes, lo sometió a la tradicional ceremonia de cruce del ecuador, que él mismo narró en su diario:

      Me hicieron sentar en la silla del barbero, y empezó el proceso de afeitado, para lo que me enjabonaron con una brocha de pintor; el jabón consistía en todo tipo de porquería que puede encontrarse en un barco (incluidos excrementos). A mis espaldas, la bomba trabajaba a máxima potencia. Tras ser rasurado a base de bien con el trozo de una argolla de hierro, me arrojaron de espaldas en una vela llena de agua […] y acabé empapado […], tras lo cual tuve el placer de ver a casi otros treinta pasar por un proceso similar.

      A mediodía, se «empalmó la braza de la mayor» (una expresión que se utilizaba para anunciar una ración extra de ron)* y, «después de la cena, todo el mundo se entregó a los bailes y las diversiones».

      Su primera Navidad lejos de casa se celebró con el entusiasmo tradicional. Tras las plegarias y un sermón del capitán Ross, trece de los oficiales se sentaron en la santabárbara para disfrutar de un menú compuesto por sopa de guisantes, pavo asado y jamón, nabos, pudín de ciruelas y tarta de calabaza. Dos días después, desayunaron un delfín recién pescado y, cinco días más tarde, los miembros del Erebus despidieron a la década que llegaba a su fin «con todo el mundo en cubierta bailando al son del violín». A bordo del Terror, al tocar la medianoche, el capitán Crozier hizo que el contramaestre empleara su silbato para convocar a todos a empalmar la braza de la mayor, «y debo decir —escribió Cunningham— que jamás había visto a un grupo de marineros responder más rápido a una llamada en toda mi vida». El violín empezó a tocar «Rule, Britannia!» y, con bailes y bromas que se prolongaron hasta las dos de la mañana, la tripulación «acabó de dar la bienvenida a la década de 1840 con tres sonoros hurras».

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