Erebus. Michael Palin
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Название: Erebus

Автор: Michael Palin

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9788418217074

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СКАЧАТЬ campos de la navegación y el geomagnetismo. La habilidad de entender y utilizar las fuerzas magnéticas de la Tierra constituía uno de los grandes trofeos de la ciencia a principios del siglo xix, y James Clark Ross (añadió el «Clark» más adelante, para distinguirse de su tío) tendría un papel clave en su investigación.

      Al mando del HMS Trent, uno de los barcos a los que se confió la misión de alcanzar el Polo Norte, estaba John Franklin que, con treinta y dos años, era también un marinero profesional. Como John Ross, había entrado en combate durante las guerras napoleónicas, en las que se había visto obligado a entrar en acción de súbito a bordo del HMS Polyphemus en la batalla de Copenhague, con tan solo quince años. Después había sido guardiamarina con Matthew Flinders durante una expedición que cartografió buena parte de la costa de Australia (o Nueva Holanda, que es como se la conocía entonces). El joven Franklin había aprendido mucho de Flinders, quien, a su vez, había adquirido buena parte de sus conocimientos del capitán Cook. Antes de cumplir los veinte años, Franklin había ganado más experiencia de combate como oficial de señales en el HMS Bellerophon durante la batalla de Trafalgar. A los veintidós años ya era teniente. Cuando James Ross, de una belleza sobrecogedora, se encontró por primera vez con el orondo John Franklin, prematuramente calvo y de cara redonda, en Lerwick (en las islas Shetlands) en mayo de 1818, cuando el Isabella y el Trent se preparaban para zarpar hacia el Ártico, debió de contemplarlo como una especie de héroe. No podía saber entonces que sus caminos volverían a cruzarse en el futuro, ni que sus nombres estarían íntimamente ligados a la dramática historia del HMS Erebus.

      Como muchos de los mandos navales de la época, Franklin era un polímata culto que mostraba un especial interés en la ciencia del magnetismo. Esta era su primera misión al Ártico y se la tomó muy en serio. Andrew Lambert, su biógrafo, valora qué le rondaba la cabeza en aquellos momentos: «Puede que no tuviera pedigrí universitario, ni el estatus de un miembro de la Real Sociedad, pero había viajado por todo el mundo, hecho observaciones y combatido a los enemigos del rey. Era alguien y, si a la empresa le aguardaba un futuro brillante, era posible que obtuviera un ascenso». Por desgracia, la expedición, que él esperaba que alcanzara el extremo oriental de Rusia, no superó una tormenta entre los icebergs cerca de Spitsbergen, y John Franklin regresó a Inglaterra al cabo de seis meses.

      La expedición de John Ross al paso del Noroeste gozó, en un principio, de mejor fortuna. Tras alcanzar los 76º N y cruzar sin percances la bahía de Baffin, el Isabella y su compañero, el Alexander, se encontraron en el extremo de un cabo en la zona noroccidental de la bahía. Era la boca del estrecho de Lancaster, que luego se conocería como la entrada del paso del Noroeste. Pero fue también allí donde Ross cometió un grave error que se demostraría una mácula permanente para su reputación. Al mirar hacia el oeste desde el cabo, llegó a la conclusión de que no se podía pasar por el estrecho, porque parecía que más adelante había unas altas montañas. Pero lo cierto es que no eran montañas, sino nubes. Tan convencido estaba de lo que vio, empero, que no solo no ordenó subir a cubierta a ningún oficial para que confirmara lo que había visto (todos estaban abajo, jugando a cartas), sino que incluso bautizó la imaginaria cordillera con el nombre de montañas Croker, en honor al primer secretario del Almirantazgo. Fue un episodio muy extraño. A continuación, Ross ordenó que el barco diera media vuelta y pusiese rumbo a casa, aunque no sin antes echar sal en la herida al bautizar aquel golfo imaginario como bahía de Barrow. Cuando se reveló el error, Barrow montó en cólera y jamás volvió a confiar en John Ross.

      Pero el paso del Noroeste aún ejercía su potente seducción y el siguiente objeto de la generosidad de Barrow fue William Edward Parry, capitán del segundo barco de la expedición de Ross, el Alexander, al que se invitó a realizar un nuevo intento. A los treinta años, Edward Parry, que era como se lo conocía, era más joven que John Ross o John Franklin, aunque había formado parte de la Marina más de la mitad de su vida, pues se había alistado a los trece años. James Clark Ross fue de nuevo alistado a la expedición como guardiamarina. Otro de los oficiales del Alexander era un norirlandés al que todos respetaban llamado Francis Rawdon Moira Crozier. Él y James Ross iban a convertirse en amigos para toda la vida y, al igual que Ross, Francis Crozier tendría un papel muy importante en el destino del Erebus y de su barco gemelo, el Terror.

      La expedición de Parry partió con dos barcos, el Hecla y el Griper, en lo que se demostró uno de los viajes más fructíferos al Ártico. No solo atravesaron el estrecho de Lancaster, con lo que borraron de un plumazo las montañas Croker del mapa, sino que, además, se adentraron profundamente en el paso del Noroeste. Tomaron la decisión sin precedentes de pasar el invierno en una desolada isla, hasta entonces desconocida, muy al oeste, que bautizaron, en honor del patrocinador de la expedición, con el nombre de isla Melville. Por fortuna, iban bien preparados. Se proporcionó a cada hombre una manta de piel de lobo para pasar la noche y se extremó el cuidado de los suministros, entre los que había esencia de malta y lúpulo Burkitt, y zumo de limón, vinagre, chucrut y pepinillos para prevenir el escorbuto. Para cuando Parry y sus barcos regresaron al estuario del Támesis en noviembre de 1820, habían descubierto cientos de kilómetros de territorios y aguas previamente desconocidos.

      Mientras tanto, Barrow ofreció una nueva oportunidad a John Franklin, a pesar de lo poco que había logrado su expedición al Polo Norte. Se le entregó el mando, conjuntamente con George Back y el doctor John Richardson, de una expedición terrestre para cartografiar el río Coppermine, que fluía hacia el norte, hasta su desembocadura en el Ártico. Era un territorio salvaje y difícil y, teniendo en cuenta que Franklin había pasado toda su carrera en el mar, quizá no era el hombre ideal para encabezar una expedición terrestre tan exigente. Peor aún, estaba lastrado por el pesado equipo que necesitaba transportar para cumplir con las obligaciones científicas de la misión.

Mapa3

      Al final, Franklin cartografió muchos territorios desconocidos a lo largo del curso del río y de la costa del Ártico, pero postergó demasiado su regreso y, en consecuencia, sus hombres se vieron atrapados en unas condiciones meteorológicas terribles con la llegada del invierno. Las reservas de alimentos se terminaron y se vieron reducidos a comer bayas y líquenes cuando daban con ellos. Franklin recordaría más adelante que un día «toda la partida se comió los restos de sus zapatos viejos [mocasines de cuero sin curtir] para fortalecer el estómago ante la fatiga de la jornada de viaje». Las terribles condiciones en que se hallaban provocaron agudas divisiones. Diez de los voyageurs canadienses que los acompañaban (comerciantes de pieles que también actuaban como exploradores y porteadores) murieron en el trayecto de regreso y se cree que uno de los que sobrevivió, Michel Terohaute, lo hizo recurriendo al canibalismo. Más tarde, mató de un tiro a un miembro británico de la expedición, el guardiamarina Robert Hood, antes de que él mismo fuera abatido a manos del doctor John Richardson, segundo al mando de la partida.

      En aquel momento, algunos consideraron que el caos y la desorganización al final de la expedición era consecuencia de la obstinación de Franklin, quien se había negado a escuchar a los voyageurs y a los inuits locales. Más recientemente, el editor de una edición de 1995 del diario de Franklin lo describió como «un perfecto ejemplo de la cultura imperial, no solo en sus muchos aspectos positivos, sino también en sus dimensiones menos generosas». Pero, cuando llegó a casa un año después y narró su versión de la lucha por la supervivencia, su libro se convirtió en un bestseller y, lejos de recibir críticas por haber puesto a sus hombres y a sí mismo en peligro, John Franklin se convirtió rápidamente en un héroe popular: el hombre que se comió sus botas.

      El ataque múltiple en pinza sobre el paso del Noroeste organizado por Barrow había dado resultados y, aunque no había tenido éxito a la hora de descubrir el paso en sí, había capturado hasta tal punto la imaginación popular que hombres como Parry, Franklin y James Clark Ross se estaban convirtiendo en estrellas de un nuevo firmamento: un mundo donde los héroes no luchaban contra el enemigo, sino contra los elementos.

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