Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle страница 96

Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

isbn:

СКАЧАТЬ de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.

      —Debo a ustedes una disculpa —dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas, a presión—. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que he traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.

      —Deme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden permanecer colgados de la percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.

      —Sí, de Horsham.

      —Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzado es completamente característica.

      —Vine en busca de consejo.

      —Eso se consigue fácil.

      —Y de ayuda.

      —Eso ya no es siempre tan fácil.

      —He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.

      —Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.

      —Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.

      —Eso es decir demasiado.

      —Que a usted no lo vencen nunca.

      —Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.

      —Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?

      —Es cierto que, por lo general, he salido airoso.

      —Entonces, puede salirlo también en mi caso.

      —Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.

      —No se trata de un caso corriente.

      —Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.

      —Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión habrá escuchado el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.

      —Lo que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos desde el principio los hechos esenciales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan más importantes.

      El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.

      —Me llamo John Openshaw —dijo—, pero me parece que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto.

      »Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar.

      »Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en este hasta el grado de coronel. Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido por su antipatía a los negros, y por su desagrado por la política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su casa un jardín y tres o cuatro campos de deportes, y en ellos se ejercitaba, aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante semanas enteras. Bebía muchísimo brandy, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales, ni amigos, ni aunque le visitase su hermano.

      »Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al backgammon y a las damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la casa. Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo: había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado por mi curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin llegar a descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos.

      »Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: “¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?”. Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: “K. K. K. ¡Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!”.

      »—¿Qué significa eso, tío? —exclamé.

      »—Muerte? —me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para tan excesivo espanto? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de guardar el dinero.

      »—Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.

      »Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple СКАЧАТЬ