Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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      —Ya sé que es capaz de calcular la estatura aproximada por la longitud de los pasos. Y lo de las botas también se podría deducir de las pisadas.

      —Sí, eran botas poco corrientes.

      —Pero ¿lo de la cojera?

      —La huella de su pie derecho estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renqueaba... era cojo.

      —¿Y cómo sabe que es zurdo?

      —A usted mismo le llamó la atención la índole de la herida, tal como la describió el forense en la investigación. El golpe se asestó de cerca y por detrás, y sin embargo estaba en el lado izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a menos que lo asestara un zurdo? Había permanecido detrás del árbol durante la conversación entre el padre y el hijo. Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la ceniza de un cigarro, que mis amplios conocimientos sobre cenizas de tabaco me permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he escrito una pequeña monografía sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. En cuanto encontré la ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí la colilla entre el musgo, donde la habían tirado. Era un cigarro indio de los que se lían en Rotterdam.

      —¿Y la boquilla?

      —Se notaba que el extremo no había estado en la boca. Por lo tanto, había usado boquilla. La punta estaba cortada, no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, de lo que deduje la existencia de una navaja mellada.

      —Holmes —dije—, ha tendido usted una red en torno a ese hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado usted una vida inocente, tan seguro como si hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpable es...

      —¡El señor John Turner! —exclamó el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala de estar y haciendo pasar a un visitante.

      El hombre que entró era una figura extraña e impresionante. Su paso lento y renqueante y sus hombros cargados le daban aspecto de decrepitud, pero sus facciones duras, marcadas y arrugadas, así como sus enormes miembros, indicaban que poseía una inusual energía de cuerpo y carácter. Su barba enmarañada, su cabellera gris y sus cejas prominentes y lacias contribuían a dar a su apariencia un aire de dignidad y poderío, pero su rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de los orificios nasales presentaban un tono azulado. Con solo mirarlo, pude darme cuenta de que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.

      —Por favor, siéntese en el sofá —dijo Holmes educadamente—. ¿Recibió usted mi nota?

      —Sí, el guarda me la trajo. Decía usted que quería verme aquí para evitar el escándalo.

      —Me pareció que si yo iba a su residencia podría dar que hablar.

      —¿Y por qué quería usted verme? —miró fijamente a mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta ya estuviera contestada.

      —Sí, eso es —dijo Holmes, respondiendo más a la mirada que a las palabras—. Sé todo lo referente a McCarthy.

      El anciano se hundió la cara entre las manos.

      —¡Que Dios se apiade de mí! —exclamó—. Pero yo no habría permitido que le ocurriese nada malo al muchacho. Le doy mi palabra de que habría confesado si las cosas se le hubieran puesto feas en el juicio.

      —Me alegra oírle decir eso —dijo Holmes muy serio.

      —Ya habría confesado de no ser por mi hija. Esto le rompería el corazón... y se lo romperá cuando se entere de que me han detenido.

      —Puede que no se llegue a eso —dijo Holmes.

      —¿Cómo dice?

      —Yo no soy un agente de la policía. Tengo entendido que fue su hija la que solicitó mi presencia aquí, y actúo en nombre suyo. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre.

      —Soy un moribundo —dijo el viejo Turner—. Hace años que padezco diabetes. Mi médico dice que podría no durar ni un mes. Pero preferiría morir bajo mi propio techo, y no en la cárcel.

      Holmes se levantó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un legajo de papeles delante.

      —Limítese a contarnos la verdad —dijo—. Yo tomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo. Así podré, en último extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario.

      —Perfectamente —dijo el anciano—. Es muy dudoso que yo viva hasta el juicio, así que me importa bien poco, pero quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y ahora, le voy a explicar todo el asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero tardaré muy poco en contarlo.

      »Usted no conocía al muerto, a ese McCarthy. Era el diablo en forma humana. Se lo aseguro. Que Dios le libre de caer en las garras de un hombre así. Me ha tenido en sus manos durante estos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero primero le explicaré cómo caí en su poder.

      »A principios de los sesenta, yo estaba en las minas. Era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredé con malas compañías, me aficioné a la bebida, no tuve suerte con mi mina, me eché al monte y, en una palabra, me convertí en lo que aquí llaman un salteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos una vida de lo más salvaje, robando de vez en cuando algún rancho, o asaltando las carretas que se dirigían a las excavaciones. Me hacía llamar Black Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat.

      »Un día partió un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y lo asaltamos. Había seis soldados de escolta contra nosotros seis, de manera que la cosa estaba igualada, pero a la primera descarga vaciamos cuatro monturas. Aun así, tres de los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botín. Apunté con mi pistola a la cabeza del conductor del carro, que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiese matado entonces, pero le perdoné aunque vi sus malvados ojillos clavados en mi rostro, como si intentara retener todos mis rasgos. Nos largamos con el oro, nos convertimos en hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me despedí de mis antiguos compañeros, decidido a establecerme y llevar una vida tranquila y respetable. Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer algún bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo había adquirido. Me casé, y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más que un bebé, su minúscula manita parecía guiarme por el buen camino como no lo había hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi vida y me esforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me echó las zarpas encima.

      »Había ido a la ciudad para tratar de una inversión, y me lo encontré en Regent Street, prácticamente sin nada que ponerse encima. “Aquí estamos, Jack —me dijo, tocándome el brazo—. Vamos a ser como una familia para ti. Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros. Si no lo haces... bueno... Inglaterra es un gran país, respetuoso de la ley, y siempre hay un policía al alcance de la voz”.

      »Así que se vinieron al oeste, sin que hubiera forma de quitármelos de encima, y aquí han vivido desde entonces, en mis mejores tierras, sin pagar СКАЧАТЬ