Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ a que ella se enterara de mi pasado que de que lo supiera la policía. Me pedía todo lo que se le antojaba, y yo se lo daba todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por fin me pidió algo que yo no le podía dar: me pidió a Alice.

      »Resulta que su hijo se había hecho mayor, igual que mi hija, y como era bien sabido que yo no andaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea de que su hijo se quedara con todas mis propiedades. Pero aquí me planté. No estaba dispuesto a que su maldita estirpe se mezclara con la mía. No es que me disgustara el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y con eso me bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos citados en el estanque, a mitad de camino de nuestras dos casas, para hablar del asunto.

      »Cuando llegué allí, lo encontré hablando con su hijo, de modo que encendí un cigarro y esperé detrás de un árbol a que se quedara solo. Pero, según le oía hablar, iba saliendo a flote todo el odio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba instando a su hijo a que se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una buscona de la calle. Me volvía loco al pensar que lo que más quiero y yo estábamos en poder de un hombre semejante. ¿No había forma de romper las ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aunque conservaba las facultades mentales y la fuerza de mis miembros, sabía que mi destino estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de mi hija? Las dos cosas podían salvarse si conseguía hacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señor Holmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecados han sido muy graves, he vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismas redes que a mí me esclavizaron era más de lo que podía soportar. No sentí más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de una alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo ya me había refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote que había dejado caer al huir. esta es, caballeros, la verdad de todo lo que ocurrió.»

      —Bien, no me corresponde a mí juzgarle —dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración escrita que acababa de realizar—. Y ruego a Dios que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.

      —Espero que no, señor. ¿Y qué se propone usted hacer ahora?

      —En vista de su estado de salud, nada. Usted mismo se da cuenta de que pronto tendrá que responder de sus acciones ante un tribunal mucho más alto que el de lo penal. Conservaré su confesión y, si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a utilizarla. De no ser así, jamás la verán ojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted como si muere, estará a salvo con nosotros.

      —Adiós, pues —dijo el anciano solemnemente—. Cuando les llegue la hora, su lecho de muerte se les hará más llevadero al pensar en la paz que han aportado al mío —y salió de la habitación tambaleándose, con toda su gigantesca figura sacudida por temblores.

      —¡Que Dios nos asista! —exclamó Sherlock Holmes después de un largo silencio—. ¿Por qué el destino les gasta tales jugarretas a los pobres gusanos indefensos? Siempre que me encuentro con un caso así, no puedo evitar acordarme de las palabras de Baxter y decir: “Allá va Sherlock Holmes, por la gracia de Dios”.

      James McCarthy resultó absuelto en el juicio, gracias a una serie de alegaciones que Holmes preparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Turner vivió siete meses más después de nuestra entrevista, pero ya falleció; y todo parece indicar que el hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado.

      Las cinco semillas de naranja

      Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes entre el 82 y el 90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil saber cuál elegir y cuál dejar de lado. Algunos, sin embargo, ya han conseguido publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo de las facultades peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica y que, en calidad de narraciones, serían principios sin final, mientras que otros fueron aclarados solo parcialmente, estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones más que en una prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido.

      Sin embargo hay, entre estos últimos uno tan extraordinario en sus detalles y tan sorprendente en su resultado que me siento tentado a relatarlo parcialmente, aunque existen en este caso puntos que no fueron, y probablemente no serán jamás, aclarados.

      El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que conservo registro. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes y que, por consiguiente, se había acostado durante ese tiempo... deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya descripción he tomado la pluma.

      Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales habían empezado con violencia excepcional. El viento había bramado todo el día, y la lluvia azotaba las ventanas de tal manera que, incluso en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar nuestros pensamientos de la diaria rutina de la vida y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a la casa de una tía suya y yo me hospedaba por unos días, una vez más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.

      —¿Qué es eso? —dije, alzando la vista hacia mi compañero—. Fue la campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.

      —Fuera de usted, yo no tengo ninguno —me contestó—. Y no animo a nadie a visitarme.

      —¿Será entonces un cliente?

      —Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.

      Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la lámpara y enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese.

      —¡Adelante! —dijo.

      El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado СКАЧАТЬ