Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ debajo. Enfrente de la puerta había una ostentosa chimenea con una repisa de imitación de mármol blanco. En un ángulo de la repisa había pegado un muñón de una vela de cera colorada. La solitaria ventana se hallaba tan sucia, que la luz que dejaba pasar era tenue y difusa y lo teñía todo de una tonalidad gris apagada, intensificada todavía más por la espesa capa de polvo que recubría toda la habitación.

      Yo me fijé más adelante en todos estos detalles. De momento, mi atención se centró en la figura abandonada, torva, inmóvil, que yacía tendida sobre el entarimado y que tenía clavados sus ojos inexpresivos y ciegos en el techo descolorido. Era la figura de un hombre de unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de estatura mediana, ancho de hombros, de pelo negro ondulado y brillante y barba corta y áspera. Vestía levita y chaleco de grueso popelín de lana, pantalones de color claro y cuello de camisa y puños inmaculados. Un sombrero de copa, bien cepillado y alisado, se veía en el suelo, junto al cadáver. Tenía los puños cerrados y los brazos abiertos, en tanto que sus miembros inferiores estaban trabados el uno con el otro, como indicando que los forcejeos de su agonía habían sido dolorosos. Su rostro rígido tenía impresa una expresión de horror y, según me pareció, de odio; una expresión como yo no había visto jamás en un rostro humano. Esta contorsión terrible y maligna de las facciones, unida a lo estrecho de su frente, su nariz achatada y su mandíbula, de un marcado prognatismo, imprimían al muerto un aspecto singularmente parecido al de un mono, y su postura retorcida y forzada aumentaba todavía más esa impresión. Yo he visto la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con aspecto más tenebroso que en aquella habitación oscura y siniestra, que daba a una de las principales arterias de un suburbio londinense.

      Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí.

      —Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto yo he visto hasta ahora, y yo no soy un novato.

      —No hay clave alguna —dijo Gregson,

      —Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade. Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención.

      —¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor.

      —¡Totalmente seguros! —exclamaron ambos detectives.

      —Pues entonces esta sangre es la de otro individuo, quizás el asesino, si se ha cometido, en efecto, un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias que rodeaban la muerte de Van Jansen, de Utrecht, ocurrida el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted el caso, Gregson?

      —No, señor.

      —Pues léalo; debería usted leerlo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo ha sido ya hecho antes.

      Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban de aquí para allá, por todas partes, palpando, presionando, desabrochando, examinando, en tanto que sus ojos conservaban la misma expresión de lejanía de la que he hablado ya. Tan veloz fue el examen, que difícilmente podría uno adivinar la minuciosidad con que había sido llevado a cabo. Para terminar, oliscó los labios del muerto y después echó una ojeada a las suelas de sus botas de charol.

      —¿Nadie lo ha movido? —preguntó.

      —Tan solo lo requerido para el examen que nosotros hemos hecho.

      —Pueden llevarlo de inmediato hasta el depósito de cadáveres —dijo—. No hay nada más que averiguar.

      Gregson tenía a mano una camilla y cuatro hombres, que acudieron a su llamada, alzaron y se llevaron al desconocido. Al levantarlo se oyó el tintineo de un anillo que cayó y rodó por el suelo. Lestrade se apoderó de él y se quedó mirándolo, lleno de confusión.

      —Aquí ha estado una mujer —exclamó—. Este es un anillo de boda de una mujer.

      Mientras hablaba nos lo enseñaba en la palma de su mano. Todos nos agrupamos en torno suyo con la mirada fija en el anillo. No cabía la menor duda de que aquel aro de oro liso había servido de adorno al dedo de una novia.

      —Esto complica la tarea —dijo Gregson—. ¡Y bien sabe Dios que ya tenía bastantes complicaciones!

      —¿Está usted seguro de que no la simplifica? —hizo notar Holmes—. Nada se averigua con quedarse mirando el anillo. ¿Qué es lo que hallaron en los bolsillos del muerto?

      —Lo tenemos todo aquí —dijo Gregson, apuntando con el índice un revoltillo de objetos extendidos en uno de los últimos escalones del arranque de la escalera—. Un reloj de oro número noventa y siete mil ciento sesenta y tres, procedente de Barraud, de Londres. Una cadena Albertina de oro, muy pesada y maciza. Anillo de oro con el emblema masónico. Alfiler de oro: la cabeza de un bulldog con rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia conteniendo tarjetas de Enoch J. Drebber, de Cleveland, que corresponde a las iniciales E. J. D. de la ropa interior. No hay monedero, pero sí dinero suelto hasta la suma de siete libras trece chelines. Edición de bolsillo del Decamerón, de Boccaccio, con el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, la una dirigida a E. J. Drebber, y la otra, a Joseph Stangerson.

      —¿Y a qué dirección?

      —Al American Exchange, Strand, de donde serán retiradas. Ambas proceden de la Compañía de Navegación Guion y hacen referencia a la fecha de salida de sus barcos desde Liverpool. Es evidente que este desdichado se hallaba a punto de regresar a Nueva York.

      —¿Han hecho ustedes alguna averiguación acerca del individuo Stangerson?

      —Me puse a ello en el acto —dijo Gregson—. Hice enviar anuncios a todos los periódicos, y uno de mis hombres ha marchado al American Exchange, sin que haya regresado todavía.

      —¿Preguntaron a Cleveland?

      —Esta mañana pusimos el telegrama.

      —¿Cómo lo redactó?

      —Me ceñí al relato de lo ocurrido, manifestando que agradeceríamos cualquier dato que pudiera servirnos de ayuda.

      —¿No pidió usted detalles de ningún punto que le pareciera decisivo?

      —Pedí informes acerca de Stangerson.

      —¿Nada más que eso? ¿No existe algún detalle sobre el que parece girar todo el caso? ¿No quiere usted volver a telegrafiar?

      —He dicho todo lo que tenía por decir —contestó Gregson con acento de hombre ofendido.

      Sherlock Holmes se rio por lo bajo, y ya parecía estar a punto de hacer alguna observación cuando Lestrade, que mientras nosotros manteníamos esta conversación en el vestíbulo había permanecido en la habitación delantera, reapareció en escena frotándose las manos con mucha prosopopeya y engreimiento.

      —Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de la mayor importancia y que habría pasado por alto si yo no hubiese examinado cuidadosamente las paredes.

      Le centelleaban los ojos al hombrecito y saltaba a la vista que sentía júbilo oculto por haber podido anotarse un punto sobre su colega.

      —Vengan ustedes —dijo, y volvió a meterse apresuradamente en la habitación, en la que se respiraba una СКАЧАТЬ