Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
isbn:
He hecho ya notar que el papel se había desprendido en varios sitios. En el ángulo en cuestión se había despegado un trozo grande y había dejado un recuadro amarillo de tosco revoco. De parte a parte de esta superficie desnuda, alguien había garrapateado, en letras rojas escritas con sangre, una sola palabra:
Rache
—¿Qué opinión tiene usted de esto? —exclamó el detective, con ínfulas de un empresario que exhibe un espectáculo—. Nadie reparó en ello porque este es el rincón más oscuro del cuarto y a nadie se le ocurrió mirar aquí. El asesino lo ha escrito con su propia sangre, sea hombre o mujer. ¡Vean este goterón que se ha escurrido pared abajo! Esto obliga a dejar de lado, en todo caso, la idea de un suicidio. ¿Por qué razón fue elegido este ángulo para escribir en él? Se lo voy a decir. Fíjense en la vela que hay encima de la repisa de la chimenea. Cuando esto fue escrito esa vela estaba encendida; y al estar encendida la vela, resultaba este rincón el mejor iluminado de toda la pared, en lugar de ser el más oscuro.
—¿Y qué alcance tiene esa palabra, una vez que usted la ha descubierto? —preguntó Gregson en tono despectivo.
—¿Qué alcance tiene? Pues este: que quien la escribió iba a poner el nombre femenino Rachel, pero algo ocurrió antes que él, o ella, tuviera tiempo de terminar la palabra. Fíjense bien en lo que digo: cuando se consiga poner en claro este caso se encontrarán con que algo tiene que ver en el mismo una mujer que se llama Rachel. Puede usted reírse, señor Sherlock Holmes. Usted es muy inteligente y muy hábil; pero, en resumidas cuentas, el sabueso viejo es el mejor.
—¡Perdóneme, yo se lo ruego! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había encrespado el genio del hombrecito—. Por supuesto que usted se ha adjudicado el mérito de ser el primero de nosotros que ha descubierto esto que, según todas las señales y como usted dice, parece haber sido escrito por la otra persona que participó en el misterio de la pasada noche. Todavía no he tenido tiempo de examinar esta habitación, pero, con su permiso, procederé a hacerlo ahora.
Al mismo tiempo que hablaba sacó de su bolsillo una cinta de medir y un gran cristal redondo de aumento. Provisto de estos dos accesorios recorrió, sin hacer ruido, de un lado a otro el cuarto, deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose con la cara pegada al suelo. Tan concentrado estaba en su tarea, que pareció haberse olvidado de nuestra presencia, porque no dejó en todo ese tiempo de chapurrar entre dientes consigo mismo, manteniendo un fuego graneado de exclamaciones, gemidos, silbidos y pequeños gritos, que daban la sensación de que él mismo se daba ánimos y esperanza. Mirándolo, me vino con fuerza irresistible al recuerdo la imagen de un sabueso de pura sangre y bien entrenado, que tan pronto se precipita hacia adelante como hacia atrás por el bosque abajo, lanzando ansiosos gruñidos, hasta que descubre otra vez el rastro perdido. Continuó en su búsqueda por espacio de veinte minutos o más, midiendo con el mayor cuidado la distancia entre ciertas señales que eran completamente invisibles para mí, y aplicando algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y lo guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento la palabra escrita en la pared, revisando cada una de las letras con la exactitud más minuciosa. Después de todo aquello, y dando muestras de estar satisfecho, volvió a guardarse la cinta de medir y la lente en su bolsillo.
—Afirman que el genio es la capacidad infinita de tomarse molestias —comentó, sonriéndose—. Como definición, es extremadamente mala, pero corresponde bien al trabajo detectivesco.
Gregson y Lestrade habían contemplado los movimientos de su compañero amateur con mucha curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a dar importancia al hecho que yo había empezado a comprobar: que los más insignificantes actos de Sherlock Holmes tendían todos hacia una finalidad concreta y práctica.
—¿Qué opinión se ha formado usted, señor? —le preguntaron los dos al unísono.
—Si yo me jactase de ayudarles a ustedes, los despojaría con ello del honor que les corresponde en la resolución de este caso —hizo notar mi amigo—. Lo llevan ustedes hasta ahora tan perfectamente, que sería una pena que interviniese nadie más —y al decir esto, el tono de su voz rezumaba sarcasmo—. Si ustedes quieren tenerme al corriente de la marcha de sus investigaciones, yo me sentiré muy dichoso de proporcionarles toda la ayuda que esté en mi mano —continuó—. Por el momento, desearía hablar con el guardia que descubrió el cadáver. ¿Pueden ustedes darme su nombre y dirección?
Lestrade buscó en su cuaderno y dijo:
—John Rance. En este momento no está de servicio. Lo encontrará usted en el número cuarenta y seis, Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes anotó la dirección y dijo:
—Venga conmigo, doctor; iremos allí y daremos con él. Voy a decirles algo que quizá les sirva de ayuda en este caso —prosiguió, volviéndose hacia los dos detectives—. Aquí se ha cometido un asesinato, y el asesino fue un hombre. Ese hombre tenía más de uno ochenta de estatura, es joven, de pies pequeños para lo alto que es, calzaba botas toscas de puntera cuadrada y fumaba un cigarro de Trichinopoly. Llegó a este lugar con su víctima en un coche de cuatro ruedas, del que tiraba un caballo calzado con tres herraduras viejas y una nueva en su pata derecha delantera. Hay grandes posibilidades de que el asesino fuera un hombre de cara rubicunda y de que tenía notablemente largas las uñas de los dedos de su mano derecha. Son únicamente algunos datos, pero quizá les sean útiles a ustedes.
Lestrade y Gregson se miraron el uno al otro con sonrisa de incredulidad.
—Si fuera el caso de que este hombre fue asesinado, ¿cómo pasó? —preguntó el primero.
—Ha sido envenenado —contestó Sherlock Holmes, de manera concisa, y empezó a caminar—. Otra cosa más, Lestrade —agregó, volviendo al llegar a la puerta—: Rache en alemán significa castigo; así que no pierda tiempo buscando a una señorita Rachel.
Y de esta forma, como si fuera un parto, se fue, dejando con la boca abierta a sus dos rivales.
Capítulo IV:
Lo que John Rance tenía que decir
Nos fuimos del número 3 de los Jardines de Lauriston casi a la una. Sherlock Holmes me llevó hasta la oficina de telégrafos más cercana y desde ahí envió un largo telegrama. Seguidamente llamó a un coche de alquiler y le pidió al cochero que nos llevara a la dirección que nos dio Lestrade.
—Nada como los datos obtenidos de primera mano —me hizo notar—. A decir verdad, yo tengo formada una opinión completa sobre el caso; a pesar de ello, no está mal que sepamos todo lo que puede saberse.
—Holmes —le dije yo—, me deja usted anonadado. Con seguridad que usted no tiene la certeza que simula tener acerca de aquellos detalles que les dio.
—No hay posibilidad de equivocación —contestó—. Lo primero que observé al llegar allí fue que un coche había marcado dos surcos con sus ruedas cerca del bordillo de la acera. Ahora bien: hasta la pasada noche, y desde hacía una semana, no había llovido, de manera que las ruedas que dejaron una huella tan profunda necesariamente estuvieron allí durante la noche. También descubrí las huellas de los cascos del caballo, el dibujo de una de ellas estaba marcado con mayor nitidez que el perfil de los otros tres, lo que era una indicación de que se trataba de una herradura nueva. Si el coche se encontraba allí después de que empezó a llover y no estuvo en ningún momento durante la mañana, según asegura СКАЧАТЬ