Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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      Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación:

      —No tengo dudas de que usted cree hacerme un halago comparándome con Dupin. Pero, para mí, Dupin era un hombre de poca valía. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda poseía algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.

      —¿Ha leído las obras de Gaboriau? —pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la idea que usted tiene del detective?

      Sherlock Holmes oliscó burlonamente, y dijo con acento irritado:

      —Lecoq era un chapucero indecoroso que solo tenía una cualidad recomendable: su energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en veinticuatro horas. A Lecoq le llevó cosa de seis meses. Ese libro podría servir de texto para enseñar a los detectives qué es lo que no deben hacer.

      Me llené de indignación al ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Pensé para mis adentros: “Quizás este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego muy engreído”.

      —Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión el tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos. ¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos, solo se da algún delito chapucero, debido a móviles tan transparentes, que hasta un funcionario de Scotland Yard es capaz de descubrirlo.

      Por mi parte, yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor era cambiar de tema y pregunté, señalando con el dedo a un individuo fornido, mal vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle, mirando con gran afán los números y llevando un ancho sobre azul en la mano, evidente portador de un mensaje:

      —¿Qué es lo que buscará ese individuo?

      —¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —dijo Sherlock Holmes.

      “¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo manera de comprobar si su hipótesis es cierta”. Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la escalera.

      —Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación y entregando la carta a mi amigo. Allí se ofrecía la ocasión de curarle de su engreimiento. Lejos estaba él de pensar que ocurriría esto cuando lanzó al buen tuntún aquel escopetazo.

      —¿Permite usted, buen hombre, que le pregunte a qué se dedica? —dije yo con mi voz más amable.

      —Soy ordenanza, señor —me dijo, algo gruñón—. Tengo el uniforme arreglando.

      —¿Y qué era usted antes? —le pregunté dirigiendo a mi compañero una mirada levemente maliciosa.

      —Señor, yo era sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor —chocó los talones, hizo un saludo con la mano y se fue.

      Capítulo III:

      El misterio del jardín de Lauriston

      Mi respeto por la capacidad de análisis de mi compañero aumentó en proporciones asombrosas, tras quedar impresionado por la constatación inequívoca de sus teorías. Eso sí, me quedaba aún un latente recelo a que hubiera preparado todo para deslumbrarme, aunque excedía a mi entendimiento qué demonios podía buscar con una pega semejante. Al mirarlo, él había finalizado con la carta y sus ojos sin brillo tenían la expresión perdida de cuando se ensimismaba.

      —¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté.

      —¿Qué deducción? —me contestó Holmes con petulancia.

      —¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.

      —No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente, pero luego se dulcificó con una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó el hilo de mis pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que ese hombre era sargento de la Marina?

      —En modo alguno.

      —Pues era más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le dijesen que demostrase que dos y dos son cuatro, quizás usted se vería en apuros, a pesar de tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y tenía las patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de Guerra. Había en nuestro hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y en el vaivén que imprimía a su bastón.

      —¡Asombroso! —exclamé yo.

      —Es de lo más común —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto!

      Me tiró desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído.

      —¡Pero esto es horroroso! —exclamé en cuanto le puse la vista encima.

      —Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted inconveniente en leérmela en voz alta?

      He aquí la carta que le leí:

      “Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, a las tres, ha ocurrido un mal suceso en los Jardines Lauriston, situados a un lado de la carretera de Brixton. Uno de nuestros hombres, haciendo la ronda, vio allí una luz a eso de las dos de la madrugada, y como se trata de una casa deshabitada, receló que algo extraordinario ocurría. Halló la puerta abierta, y en la habitación de la parte delantera, que está sin amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido, y sobre él tarjetas con el nombre de “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE.UU.” No ha existido robo, y no hay nada que indique de qué manera encontró aquel hombre la muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase allí; todo el asunto resulta un rompecabezas. Si le es posible acercarse hasta la casa en algún momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas las cosas en statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su parte el que me favorezca con su opinión.

      Suyo atentamente,

      Tobías Gregson.”

      —Gregson es СКАЧАТЬ