Novelas completas. Jane Austen
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Читать онлайн книгу Novelas completas - Jane Austen страница 44

Название: Novelas completas

Автор: Jane Austen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211188

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СКАЧАТЬ consideración a Willoughby, Elinor no habría estado dispuesta a creer que tales cartas, tan llenas de cariño y confianza, pudieran haber merecido la contestación que tuvieron. Pero su condena de la actuación de él no le impedía ver lo inapropiado, en último término, de que hubieran sido escritas; y lamentaba en su interior la imprudencia que había arriesgado pruebas de cariño tan poco solicitadas, que ningún precedente justificaba y que los hechos tan duramente condenaban, cuando Marianne, advirtiendo que ya había terminado con las cartas, le observó que ellas no contenían nada sino lo que cualquiera en su mismo caso habría escrito.

      —Yo me sentía —añadió— tan solemnemente comprometida con él como si estuviéramos unidos por el más estricto pacto legal.

      —Puedo creerlo —dijo Elinor—; pero, desventuradamente, él no sentía lo mismo.

      —Él sí sentía lo mismo, Elinor... semana tras semana lo sintió. Sé que fue así. No importa lo que lo haya hecho cambiar ahora (y nada sino las artes más maléficas usadas contra mí pueden haberlo conseguido), alguna vez le fui tan amada como mis deseos más profundos pudieron desearlo. Este mechón de pelo, del cual ahora se deshace con tanta facilidad, lo consiguió tras suplicármelo de la forma más cálida. ¡Si hubieras visto su aspecto, sus maneras, si hubieras escuchado su voz en ese instante! ¿Has olvidado acaso la última tarde que pasamos juntos en Barton? ¡También la mañana en que nos separamos! Cuando me dijo que podrían pasar muchas semanas antes de que nos volviéramos a encontrar... su tristeza, ¡cómo voy a olvidar su tristeza!

      Durante uno o dos instantes no pudo decir nada más; pero cuando su emoción se había aplacado, agregó con voz más firme:

      —Elinor, me han utilizado de la manera más pérfida, pero no ha sido Willoughby quien lo ha hecho.

      —Mi querida Marianne, ¿quién, sino él? ¿Quién lo puede haber conducido a ello?

      —Todo el mundo, más que su propio corazón. Antes creería que todos los seres que conozco se concertarían para envilecerme ante sus ojos que creerlo a él por naturaleza capaz de tal crueldad. Esta mujer sobre la que escribe, quienquiera que sea; o cualquiera, en suma, a excepción de ti, mi querida hermana, y mamá y Edward, puede haber sido tan desalmado como para degradarme. Fuera de ustedes tres, ¿hay alguna criatura en el mundo de quien sospecharía menos que de Willoughby, cuyo corazón conozco tan bien?

      Elinor no quiso discutir, y se limitó a contestar:

      —Cualquiera pueda haber sido ese enemigo tuyo tan pérfido, arrebatémosle su despreciable triunfo, mi querida hermana, haciéndole ver con cuánta nobleza la conciencia de tu propia inocencia y buenas intenciones fortalece tu espíritu. Es razonable y digno de encomio un orgullo que se levanta contra tal perfidia.

      —No, no —exclamó Marianne—, una desgracia como la mía no conoce el orgullo. No me importa que conozcan cuán miserable me siento. Todos pueden saborear el triunfo de verme así. Elinor, Elinor, los que poco sufren pueden ser tan orgullosos e independientes como deseen; pueden resistir los insultos o humillar a su vez... Pero yo no puedo. Tengo que sentirme, tengo que ser despreciada... y bienvenidos sean a disfrutar de revelarme así.

      —Pero por mi madre, y por mí…

      —Haría más que por mí misma. Pero mostrarme alegre cuando me siento tan miserable... ¡Ah! ¿Quién podría solicitarme tanto?

      De nuevo callaron las dos. Elinor estaba entregada a caminar meditando de la chimenea a la ventana, de la ventana a la chimenea, sin advertir el calor que le llegaba de una o distinguir los objetos a través de la otra; y Marianne, sentada a los pies de la cama, con la cabeza apoyada contra uno de sus pilares, tomó de nuevo la carta de Willoughby, y tras una sacudida ante cada una de sus frases, exclamó:

      —¡Es demasiado! ¡Oh, Willoughby, Willoughby, cómo puede venir esto de ti! Cruel, cruel, nada puede perdonarte. Nada, Elinor. Sea lo que fuere que pueda haber escuchado contra mí... ¿no debiera haber suspendido el juicio? ¿No debió habérmelo dicho, darme la oportunidad de defenderme? “El mechón de sus cabellos —repitiendo lo que la carta decía— que tan graciosamente me concedió”... eso es imperdonable. Willoughby, ¿dónde tenías el corazón cuando escribiste esas palabras? ¡Oh, qué desalmada villanía! Elinor, ¿es que acaso se la puede justificar?

      —No, Marianne, de ninguna forma.

      —Y, sin embargo, esta mujer... ¡quién sabe cuáles puedan haber sido sus malas artes, cuán largamente lo habrá premeditado, cómo se las habrá compuesto! ¿Quién es ella? ¿Quién puede ser? ¿A quién de sus conocidas mencionó alguna vez Willoughby como joven y atractiva? ¡Oh! A nadie, a nadie... solo se refería a mí.

      Siguió otra pausa; Marianne, presa de gran nerviosismo, terminó así:

      —Elinor, debo volver a casa. Debo volver y consolar a mamá. ¿Podemos irnos mañana?

      —¡Mañana, Marianne!

      —Sí; ¿por qué había de permanecer aquí? Vine solo por Willoughby... y ahora, ¿a quién le importo? ¿Quién se interesa por mí?

      —Sería imposible partir mañana. Le debemos a la señora Jennings mucho más que amabilidad; y la amabilidad más básica no permitiría una partida tan súbita como esa.

      —Está bien, entonces, en uno o dos días más quizá; pero no puedo permanecer mucho aquí, no puedo permanecer y aguantar las preguntas y observaciones de toda esa gente. Los Middleton, los Palmer... ¿cómo voy a soportar su compasión? ¡La compasión de una mujer como la señora Jennings! ¡Ah, qué diría él de eso!

      Elinor le aconsejó que se echara de nuevo, y durante unos momentos así lo hizo; pero ninguna posición la podía calmar, y en un doloroso desasosiego de alma y cuerpo, cambiaba de una a otra postura, enervándose cada vez más; a duras penas pudo su hermana mantenerla en la cama y durante algunos instantes temió verse obligada a pedir ayuda. Unas pocas gotas de lavanda, sin embargo, que pudo convencerla de tomar, le sirvieron de ayuda; y desde ese momento hasta la vuelta de la señora Jennings permaneció en la cama, callada y quieta como sumergida en un profundo sueño.

      Capítulo XXX

      A su vuelta, la señora Jennings se dirigió directamente a la habitación de Elinor y Marianne y, sin esperar que respondieran a su llamada, abrió la puerta y entró con aire de auténtica preocupación.

      —¿Cómo está, querida? —le preguntó en tono compasivo a Marianne, que desvió el rostro sin hacer ningún intento por contestar.

      —¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita! Tiene muy mal cariz. No es de extrañar. Sí, desgraciadamente es verdad. Se va a casar pronto... ¡es un villano! No lo soporto. La señora Taylor me lo contó hace media hora, y a ella se lo contó una amiga íntima de la señorita Grey, de otra forma no lo habría podido creer; quedé anonadada al saberlo. Bien, dije, todo lo que puedo decir es que, si es verdad, se ha portado de manera indigna con una joven a quien conozco, y deseo con todo el corazón que su esposa le mortifique la vida. Y seguiré diciéndolo para siempre, querida, puede estar segura. No se me ocurre adónde irán a parar los hombres por este camino; y si alguna vez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal admonición como no habrá tenido muchas en su vida.

      Pero queda un alivio, mi querida señorita Marianne: no es el único joven del mundo que valga la pena; y con su hermosa cara a usted nunca le faltarán pretendientes. ¡Ya, pobrecita! Ya no la molestaré más, porque lo mejor sería que llorara sus penas de una vez por todas y acabara así. Por suerte, sabe usted, СКАЧАТЬ