Название: El odio que das
Автор: Angie Thomas
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Novela juvenil
isbn: 9788412177947
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Es lo único que alguien dice durante un minuto.
Mamá se vuelve hacia la sartén.
—Esto no tiene ningún sentido. Ese bebé… —dice con voz áspera—. Sólo era un bebé.
Papá niega con la cabeza.
—Ese niño nunca le hizo daño a nadie. No se merecía esa mierda.
—¿Por qué le dispararon? —pregunta Seven—. ¿Era una amenaza o algo así?
—No —digo en voz baja.
Me quedo observando la mesa. Puedo sentir la mirada de todos sobre mí otra vez.
—No hizo nada —digo—. No hicimos nada. Khalil ni siquiera llevaba pistola.
Papá exhala el aliento lentamente.
—La gente de aquí se va a poner como loca cuando se entere de eso.
—La gente del barrio ya lo está discutiendo en Twitter —dice Seven—. Lo vi anoche.
—¿Mencionaron a tu hermana? —pregunta mamá.
—No. Sólo mensajes de rip Khalil, a la mierda la policía, cosas así. Creo que no conocen los detalles.
—¿Qué me pasará cuando se conozcan los detalles? —pregunto.
—¿A qué te refieres, nena? —pregunta mamá.
—Aparte del oficial, yo soy la única persona que estaba ahí. Y ya habéis visto cosas parecidas antes. Acaban en el telediario nacional. Amenazan de muerte a la gente, la policía los pone en el punto de mira, todo tipo de cosas.
—No voy a dejar que te pase nada —dice papá—. Ninguno de nosotros lo permitirá —se queda mirando a mamá y a Seven—. No le vamos a decir a nadie que Starr estaba ahí.
—¿Sekani debería saberlo? —pregunta Seven.
—No —dice mamá—. Es mejor que no lo sepa. Por ahora guardaremos silencio.
Lo he visto suceder una y otra vez: matan a una persona negra sólo por ser negra, y es como si se abriera la caja de Pandora. Yo misma he tuiteado hashtags de rip, compartido fotos en Tumblr y firmado cada petición que ha salido. Siempre dije que si veía que esto le pasaba a alguien, yo sería la que gritaría más fuerte para asegurarme de que el mundo se enterara de lo ocurrido.
Ahora soy esa persona, y tengo demasiado miedo para hablar.
Quiero quedarme en casa para ver El príncipe de Bel-Air, mi programa favorito, sin lugar a dudas. Creo que puedo repetir cada episodio palabra por palabra. Sí, es divertidísimo, pero también es como ver partes de mi vida en pantalla. Hasta me siento reflejada en la canción de la serie: súbitamente unos maleantes, aún ignoro por qué, buscaron problemas y mataron a Natasha. Mis padres se asustaron, y aunque no me mandaron con mis tíos a un barrio rico, quisieron que estudiara en una escuela privada de alto nivel.
Sólo quisiera ser yo misma en Williamson, como Will era él mismo en Bel-Air.
Además, casi prefiero quedarme en casa para contestar las llamadas de Chris. Después de anoche, siento que es una tontería seguir enfadada con él. O podría llamar a Hailey y Maya, las que según Kenya no cuentan como amigas mías. Supongo que entiendo por qué lo dice. Nunca las invito a casa. ¿Por qué habría de hacerlo? Viven en pequeñas mansiones. Mi casa sólo es pequeña.
En séptimo curso cometí el error de invitarlas a pasar la noche a casa. Mamá iba a dejarnos pintarnos las uñas, quedarnos despiertas toda la noche y comer toda la pizza que quisiéramos. Iba a ser tan increíble como esos fines de semana que pasamos en casa de Hailey. Los que todavía pasamos a veces. Invité a Kenya también, para poder pasar un rato con las tres.
Hailey no vino. Su padre no quería que pasara la noche en el gueto. Escuché a mis papás decir eso. Maya vino, pero terminó por pedirles a sus padres que vinieran a recogerla esa misma noche. Hubo un tiroteo al otro lado de la esquina, y los disparos la asustaron.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Williamson es un mundo, que Garden Heights es otro, y que tengo que mantenerlos separados.
Pero no importa qué esté pensando en hacer hoy: mis padres tienen sus propios planes para mí. Mamá me dice que me vaya a la tienda con papá. Antes de irse a trabajar, Seven viene a mi habitación con su polo de Best Buy y sus pantalones chinos, y me da un abrazo.
—Te quiero —dice.
¿Lo veis?, por eso odio que alguien muera. La gente hace cosas que normalmente no haría. Hasta mamá me abraza más tiempo y con más fuerza y más compasión que cuando lo hace porque sí. Sekani, por otro lado, me roba el beicon del plato, fisga en mi teléfono y me pisa el pie a propósito al salir. Lo amo por eso.
Le llevo un plato de comida para perros y sobras de beicon a nuestro pit bull, Brickz. Papá le puso ese nombre, que quiere decir ladrillos, porque siempre ha sido así de pesado. En cuanto me ve, pega un salto y forcejea para soltarse de la cadena. Y cuando me acerco lo suficiente, el pedazo de hiperactivo salta hacia mí y casi me tumba.
—¡Quieto! —le digo. Se agazapa sobre el césped y se me queda mirando, gimoteando con sus grandes ojos de cachorro. Es la versión Brickz de una disculpa.
Sé que los pit bull pueden ser agresivos, pero la mayor parte del tiempo Brickz es un bebé. Un bebé muy grande. Claro que si alguien pretendiera entrar a robar en casa o algo así, no se toparía con el bebé Brickz.
Mientras le pongo de comer a Brickz y le vuelvo a llenar el plato de agua, papá recoge manojos de col de su jardín. Corta rosas que tienen brotes tan grandes como la palma de mi mano. Papá pasa horas aquí afuera cada noche, plantando, arando y hablando. Dice que un buen jardín necesita una buena conversación.
Media hora después, estamos en su furgoneta con las ventanas abajo. En la radio, Marvin Gaye pregunta qué está pasando. Todavía está oscuro, aunque el sol ya se asoma entre las nubes, y casi no hay nadie afuera. Se puede escuchar el estruendo de los camiones de doble remolque en la autopista cuando es tan temprano.
Papá tararea con Marvin, pero desafina más que un gato en celo. Lleva puesta una sudadera de los Lakers sin camiseta debajo, y revela los tatuajes que le cubren los brazos. Una de mis fotos de bebé, grabada permanentemente en su brazo y con la frase Algo por lo que vale la pena vivir, algo por lo que vale la pena morir escrita debajo, me devuelve la sonrisa. Seven y Sekani están en su otro brazo con la misma frase. Cartas de amor en su forma más simple.
—¿Quieres hablar de lo de anoche? —pregunta.
—Mejor no.
—Está bien. Cuando quieras.
Otra carta de amor en su forma más simple.
Giramos sobre la avenida Marigold, donde Garden Heights está despertando. Algunas señoras con chales floreados salen de la lavandería cargando con grandes cestos de ropa. El señor Reuben quita el candado a las cadenas de su restaurante. Su sobrino, Tim, el cocinero, se deja caer contra la pared y se despoja de la modorra de los ojos. La señorita Yvette bosteza mientras entra СКАЧАТЬ