El odio que das. Angie Thomas
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Название: El odio que das

Автор: Angie Thomas

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия: Novela juvenil

isbn: 9788412177947

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СКАЧАТЬ tenía sangre en la camisa. Me había arañado con las espinas del rosal, pero eso fue todo. Se trataba de Natasha. Su sangre se empezó a mezclar con el agua, y lo único que podía verse era un río rojo que bajaba corriendo por la calle.

      Parecía asustada. Teníamos diez años, y no sabíamos qué pasaba después de morir. Joder, todavía no lo sé, y ella se vio obligada a descubrirlo, aunque no lo quisiera.

      Sé que no quería que sucediera, y Khalil tampoco lo quería.

      Mi puerta se abre con un crujido y mamá se asoma. Intenta sonreír.

      —Mira quién se ha despertado.

      Se hunde en el lugar de siempre de la cama y me toca la frente, aunque no tengo fiebre. Se pasa tanto tiempo cuidando a niños enfermos que es su primer instinto.

      —¿Cómo te sientes, Munch?

      Ese apodo. Quiere decir masticar, y eso es lo que mis padres juran que hacía todo el tiempo después de que dejara de tomar el biberón. Ahora ya he perdido mi gran apetito, pero el apodo no.

      —Cansada —le digo. Mi voz suena demasiado grave—. Quiero quedarme en cama.

      —Lo sé, nena, pero no quiero que estés aquí sola.

      Eso es lo único que quiero: estar sola. Se me queda mirando, pero siento como si mirara a la que solía ser, a su niñita de coletas y dientes torcidos que juraba ser una Supernena. Es extraño, pero también es como una manta en la que quisiera que me envolvieran.

      —Te quiero —dice.

      —Yo también.

      Se levanta y extiende las manos.

      —Vamos. Hay que prepararte algo de comer.

      Caminamos lentamente hacia la cocina. Jesús Negro está colgado de la cruz en una pintura sobre la pared del pasillo y, en la foto que está junto a él, Malcolm X sostiene una escopeta. Nana todavía se queja de que esas imágenes estén colgadas una junto a la otra.

      Vivimos en su antigua casa. Se la dejó a mis padres después de que mi tío Carlos la llevara consigo a su gigantesca casa del barrio residencial. El tío Carlos siempre estaba intranquilo porque Nana vivía sola en Garden Heights, en especial por los allanamientos y robos que parecen sucederle más a la gente mayor. Pero Nana no se considera vieja. Se negó a irse, diciendo que era su hogar y que ningún maleante la iba a echar de ahí, ni siquiera cuando entraron y le robaron la televisión. Un mes después, el tío Carlos dijo que él y la tía Pam necesitaban que ella les ayudara con los niños. Como, según Nana, la tía Pam no es capaz de cocinar una mierda para alimentar a esas pobres criaturas, finalmente accedió a mudarse. Pero nuestra casa no ha perdido su esencia, con su aroma permanente a pétalos, papel tapiz de flores y detalles en rosa en casi todas las habitaciones.

      Papá y Seven están hablando en la cocina. Se callan en cuanto entramos.

      —Buenos días, mi niña —papá se levanta de la mesa y me besa en la frente—. ¿Has dormido bien?

      —Sí —le miento mientras me guía hasta una silla. Seven sólo se me queda mirando.

      Mamá abre el frigorífico, cuya puerta está repleta de menús de comida para llevar e imanes con forma de fruta.

      —Muy bien, Munch —me dice—, ¿quieres beicon de pavo o normal?

      —Normal —me sorprende que me den la opción. Nunca comemos cerdo. No somos musulmanes, sino algo así como crisulmanes. Mamá se volvió miembro de la Iglesia de Cristo antes de que yo naciera. Papá cree en Jesús Negro, pero sigue el Programa de los Diez Puntos de los Panteras Negras más que los Diez Mandamientos. Coincide en algunas cosas con la Nación del Islam, pero no ha podido superar el hecho de que quizá fueron ellos los que mataran a Malcolm X.

      —Cerdo en mi casa —refunfuña papá, y se sienta junto a mí. Seven esboza una sonrisita burlona frente a él. Seven y papá parecen esas fotos que muestran la progresión de la edad, las que te muestran cuando alguien ha desaparecido durante mucho tiempo. Basta meter a mi hermanito, Sekani, ahí dentro, y tienes a la misma persona a los ocho, a los diecisiete y a los treinta y seis años. Son morenos oscuro, esbeltos, y tienen cejas gruesas y pestañas largas que casi parecen femeninas. Las rastas de Seven están lo suficientemente largas como para darle una mata de pelo tanto a papá, calvo, como a Sekani, que tiene el pelo corto.

      En cuanto a mí, es como si Dios hubiera mezclado los tonos de piel de mis padres en una cubeta de pintura para obtener mi tez medio morena. Heredé las pestañas de papá… aunque también tengo la maldición de sus cejas. Aparte de eso, me parezco principalmente a mamá, con ojos grandes de un tono marrón y una frente quizás un poco demasiado amplia.

      Mamá camina por detrás de Seven y le aprieta el hombro.

      —Gracias por quedarte con tu hermano anoche para que pudiéramos… —se le quiebra la voz, pero el recordatorio de lo que pasó queda suspendido en el aire. Se aclara la garganta—. Lo apreciamos mucho.

      —No hay problema. Me urgía salir de casa.

      —¿King pasó la noche allí? —pregunta papá.

      —Como si se hubiera mudado, en realidad. Iesha estaba hablando de cómo podían ser una familia…

      —Eh —dice papá—. Es tu madre, niño. No la llames por su nombre como si fueras un adulto.

      —Alguien necesita ser un adulto en esa casa —dice mamá. Saca una sartén y lanza un grito por el pasillo—. Sekani, es la última vez que te lo digo. Si quieres ir a casa de Carlos a pasar el fin de semana, ¡más vale que te levantes! No voy a llegar tarde al trabajo por tu culpa —supongo que tiene que hacer un turno de día para compensar el de anoche.

      —Papá, ya sabes lo que va a pasar —dice Seven—. Él la golpeará y ella lo echará de casa. Luego él regresará diciendo que ya ha cambiado. La única diferencia es que esta vez no voy a dejar que me ponga la mano encima.

      —Siempre puedes venir a vivir con nosotros —dice papá.

      —Lo sé, pero no puedo dejar a Kenya y a Lyric. Ese tonto está lo suficientemente loco como para maltratarlas también a ellas. No le importa que sean sus hijas.

      —Está bien —dice papá—. Pero no te enfrentes a él. Si te pone una mano encima, deja que yo me encargue.

      Seven asiente y luego me mira. Abre la boca y la deja abierta un rato antes de decirme:

      —Siento lo de anoche, Starr.

      Finalmente alguien reconoce la nube que se cierne sobre la cocina, lo que por alguna razón es como reconocerme a mí también.

      —Gracias —le digo, aunque suena raro decirlo. No merezco tanta compasión. La familia de Khalil, sí.

      Sólo se escucha el beicon crujiendo y explotando en la sartén. Es como si yo tuviera puesto un sello en la frente que indicara Frágil, y en vez de arriesgarse a decir algo que me pueda romper, prefiriesen guardar silencio.

      Pero el silencio es peor.

      —Tomé prestada tu sudadera, Seven —mascullo. Es algo СКАЧАТЬ