El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ y que á persona viviente reveléis lo que habéis averiguado.

      – Descuidad, señor – dijo el corchete, y salió de la cámara andando para atrás para no volver la espalda al duque.

      Cogió éste y examinó minuciosamente los papeles que le había dejado el alguacil, y después los guardó en su ropilla y llamó.

      – ¿Ha venido el señor Gil del Páramo? – dijo á un maestresala que se presentó á su llamamiento.

      – En la antecámara espera, señor – dijo el maestresala.

      – Hacedle entrar.

      Entró un hombre de semblante agrio y ceñudo, vestido con el traje de los alcaldes de casa y corte, y se inclinó profundamente ante el duque.

      – ¿Sois vos el que rondaba cuando encontrásteis herido al señor conde de la Oliva?

      – Sí, excelentísimo señor.

      – ¿Traéis con vos las diligencias que habéis practicado?

      – Sí, excelentísimo señor.

      – Dádmelas.

      – Tomad, excelentísimo señor.

      – Guardad un profundo silencio acerca de lo que sabéis y no procedáis en justicia.

      – Muy bien, excelentísimo señor.

      – Podéis retiraros.

      – Guárdeos Dios, excelentísimo señor. El alcalde salió.

      El duque se sentó en un sillón y quedó profundamente pensativo.

      – ¿Te alegras ó te pesa de lo acontecido? – dijo Quevedo, procurando ver al través de la inmóvil expresión de aquel semblante – . Allá veremos. En cuanto á mí, no me escondo. No por cierto. ¿Cómo he tener yo miedo de un hombre que no sabe lo que le sucede? Ahora bien, amigo bufón, ¿queréis guiarme á la puerta de la cámara donde está la condesa de Lemos?

      – Que no os haga doña Catalina hacer una locura; yo que vos me escondía.

      – Pues ved ahí, yo voy ahora más que nunca á darme á luz. Pero guiad, hermano, guiad.

      El bufón desandó lo andado, llegó frente á una puerta y dijo:

      – Aquí es.

      – Esperad, esperad y no habléis; reconozcamos antes el campo. En palacio es necesario andar con pies de plomo.

      – Paréceme que hablan en la cámara.

      – Pues escuchemos.

      Quevedo observó.

      Un gentilhombre estaba respetuosamente descubierto delante de doña Catalina.

      – ¿Conque es decir que la señora camarera mayor – dijo la de Lemos – se ha puesto tan enferma que se ha retirado?

      – Y os suplica que la reemplacéis, noble y hermosa condesa.

      – Muy bien; retiráos.

      – ¿De todo punto?

      – De todo punto; que cierren bien las puertas exteriores y que las damas, las meninas y las dueñas se retiren también.

      – ¿Y se va vuecencia á quedar sola?

      – Que esperen dos de mis doncellas en la saleta de afuera.

      – Muy bien, señora; Dios dé buenas noches á vuecencia.

      – Gracias.

      El gentilhombre salió.

      Quevedo oyó cerrar las puertas.

      La condesa se destrenzó los cabellos, se abrió el justillo, llegó á la luz, la apagó, y luego oyó Quevedo como el crujir de un sillón al sentarse una persona.

      Quevedo cerró su linterna y dijo al bufón:

      – Abrid y hasta otro día.

      – Pero, hermano don Francisco, ¿os vais á encerrar sin escape en la cueva del león?

      – La condesa de Lemos cuidará de darme salida.

      – Dios quede con vos, hermano.

      – Hermano, Él os acompañe.

      Crujió levemente la puerta, y en silencio Quevedo adelantó sobre la alfombra.

      La puerta volvió á cerrarse sin ruido.

      Pero la condesa no dormía y percibió los pasos de Quevedo.

      – ¿Quién va? – dijo á media voz levantándose.

      – No gritéis, por Dios, señora de mis ojos – dijo Quevedo – , que el amor me trae.

      – Os trae Dios – contestó doña Catalina – , porque tenemos mucho que hablar.

      – Pues hablemos.

      – Pero no á obscuras.

      Quevedo abrió su linterna.

      – Gracias, mi buen caballero – dijo la de Lemos – ; ahora sentáos y escuchadme.

      – Siéntome y escucho.

      – Oíd.

      Doña Catalina y Quevedo, inclinados el uno hacia el otro, empezaron á hablar en voz baja.

      CAPÍTULO XVI

      EL CONFESOR DEL REY

      El capitán Vadillo llevó á Juan Montiño al postigo de la Campanilla, que abrieron los guardas de orden del rey, y luego le acompañó hasta el convento de Atocha.

      Por el camino fueron hablando de la mala noche que hacía, de lo obscuras que estaban las calles y de las guerras de Flandes.

      Cuando llegaron al convento, el mismo Vadillo tiró de la cuerda de la campana de la portería.

      Pasó algún tiempo antes de que de adentro diesen señales de vida.

      Al fin se abrió el ventanillo enrejado de la puerta, y una voz soñolienta dijo:

      – ¿Qué queréis á estas horas?

      – Decid al confesor del rey – dijo Vadillo – que un hidalgo que viene en este momento de palacio, le trae una carta de su majestad.

      El capitán no sabía si aquella majestad era el rey ó la reina.

      – ¡Una carta de su majestad…! – dijo con gran respeto el portero – ; pero es el caso, que su paternidad estará durmiendo.

      – Despertadle – dijo Vadillo – , y entre СКАЧАТЬ