Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¡Ah! ¡habéis amado, fray Luis!
– ¿Y qué hombre no ha amado? – exclamó profundamente el confesor del rey – . Y yo he amado como han amado muy pocos hombres, como más daño hace el amor; callándole, dominándole, encerrándole dentro del alma, sin esperanzas, sin deseos, con una ansiedad desconocida, infinita, insufrible, con el vacío del alma que necesita llenarse y no puede ser llenado.
– ¿Tan alta era la mujer de quien os enamorásteis?
– Ni me enamoré, ni era alta la mujer á quien mi pensamiento consagró mi amor. Era tan pobre y tan humilde como yo… ¡Margarita!
Fray Luis inclinó la cabeza sobre una de sus manos, y repitió con voz opaca y concentrada:
– ¡Margarita!
Entre la entonación con que había pronunciado el padre Aliaga la primera vez aquel nombre de mujer, y la entonación con que le había pronunciado la segunda, había la misma diferencia que puede existir entre un recuerdo dulce y tranquilo y una aspiración desesperada.
Cuando el confesor del rey levantó la cabeza de su mano, Alonso del Camino, que le contemplaba con una atención y una curiosidad intensas, vió relucir por un momento un fuego sombrío en el fondo de los ojos del fraile.
Pero aquello pasó; dilatáronse los músculos del semblante del fraile, un momento contraídos, se dulcificó la expresión de su boca, que durante un momento había reflejado una amargura infinita, y su mirada se heló; dejó de ser la mirada mundana de un hombre combatido por fuertes pasiones, para convertirse en la mirada reposada, tranquila de un religioso ascético.
– Margarita – continuó con la entonación propia de un relato sencillo – era una de mis hermanas adoptivas: cuando yo entré en su casa para partir con ella el pan de su familia, para vivir como un nuevo hijo bajo el techo común, Margarita tenía cuatro años; era rubia, blanca, pálida, con los ojos azules, y la sonrisa benévola, sonrisa en que se exhalaba un alma de ángel. Margarita creció, creció en hermosura y en pureza, creció á mi lado; yo la enseñé á leer, yo la expliqué los misterios de la religión, que el párroco nos explicaba en la iglesia… Margarita creció en años y en hermosura, y se hizo mujer. Yo seguía tratándola como hermana; la amaba con toda mi alma, pero creyendo amarla con un amor de hermano. Un día conocí que la amaba de otro modo, y la revelación de mi amor fué para mí una prueba dolorosa, infinita, cruel. Un día llegó á la casa un soldado con una cédula de aposento; fué aposentado, y vivió con nosotros algunos días: Margarita cambió; se puso triste, esquivaba mi compañía, y no sólo mi compañía, sino la de todo el mundo… Yo no sabía á qué atribuir aquella tristeza; la preguntaba y me respondía sonriendo:
– No estoy triste.
Su sonrisa desmentía sus palabras.
Una noche, estaba yo desvelado pensando en la tristeza de Margarita, pensando cómo haría para volverla á su tranquilo estado anterior. Nuestros hermanos dormían. De improviso y en medio del silencio de la noche oí unas leves pisadas… las reconocí: eran las de Margarita que pasó por delante de la puerta de nuestro aposento; yo me levanté y la seguí descalzo. Margarita marchaba delante de mí como un fantasma blanco. No sé por qué no la llamé. Había dentro de mí un poder desconocido que me impedía hablar. Margarita bajó al corral, le atravesó… Llegó al postigo, sonó una llave en la cerradura. Entonces grité:
– ¡Margarita! ¿á dónde vas?
Pero la puerta se había abierto, un hombre había aparecido en ella, y había asido á Margarita, sacándola fuera.
Oí entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegó mi alma en un mar de amargura.
El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llanto de Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa de seres á quienes ama.
Yo me precipité al postigo. No sé á qué. Pero un sueño de sangre había cruzado por mi pensamiento.
Yo veía á un hombre que se llevaba á Margarita, y necesitaba matar á aquel hombre.
Era muy joven y la amaba; la amaba como… como á ella sola, porque… no he vuelto á amar.
Cuando llegué al postigo, aquel hombre, á quien reconocí á la luz de la luna y que era el mismo soldado que durante algunos días había estado de aposento en nuestra casa, había puesto á Margarita sobre el arzón de su caballo, había montado y había partido.
Y entre el sordo galope del caballo, oí la voz de dolor de Margarita, que me gritaba:
– ¡Adiós! ¡Luis! ¡adiós! ¡hermano mío! ¡ruega á mi padre que no me maldiga! ¡pide á mi madre que me dé su bendición!..
Y Margarita seguía hablándome, pero el caballo se había alejado, y el sonido seco, retumbante, de su carrera, envolvía las palabras de Margarita.
Al fin el ruido del galope se perdió á lo lejos, y sólo quedaron la noche, el silencio y mi desesperación.
No sé cuánto tiempo estuve en el postigo, inmóvil con el rostro vuelto á la parte por donde había desaparecido Margarita, con el llanto agolpado á los ojos y sin derramar una sola lágrima.
Al fin, volví en mí: medité… y cerré el postigo con la misma llave con que le había abierto Margarita, que había quedado puesta en la cerradura; atravesé lentamente el huerto, entré en la casa y puse la llave del postigo en la espetera de la cocina, de donde sin duda la había tomado Margarita.
Y todo esto lo hice estremecido, procurando, como un ladrón, que no me sintiesen.
Y volví en silencio al aposento en que estaba mi lecho junto al de mis hermanos, y me recogí silenciosamente.
Todos dormían.
Ninguno me había sentido entrar, como ninguno había sentido salir á Margarita.
Sufrí… ¡oh! Dios lo sabe, porque yo ya lo he olvidado; sólo recuerdo que sufrí mucho; pero tuve valor para ahogar dentro de mí mismo mi sufrimiento; le ahogué para que nadie me preguntase, para que nadie supiese por una debilidad mía el secreto de Margarita, que sólo sabíamos la noche y yo… y Dios que lo ve todo.
Al día siguiente…
Figuráos, señor Alonso, una madre que busca á su hija, y no la encuentra; un padre que no se atreve á pensar en su hija para maldecirla, ni puede pensar en su desaparición sin suponerlo todo… suponedme á mí ocultando, disimulando mi dolor, hasta que el dolor de los demás protegió al mío… yo callé… callé… porque su padre no la maldijese, y su padre no la maldijo.
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