El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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      – Me alegro por otra parte de que el bueno de Montiño haya tenido que ir á ver á su hermano. Tenía que hablarte.

      – Yo también. Desde el día en que te vi estoy sufriendo, Juan. Primero, porque te amé, luego… porque cuando te amé conocí lo horrible que era estar unida para toda la vida con un marido como el mío. Hace seis meses que te escuché, y poco menos tiempo que te recibí en esta habitación por primera vez. La vida se me hace insoportable, Juan. Yo no puedo vivir así. Se pasan semanas y aun meses sin que podamos hablar… me veo obligada á contentarme con verte cruzar allá abajo por lo hondo del patio paseando con ese eterno amigo tuyo de quien tengo celos… me parece que le quieres más que á mí, que á mí me tomas por entretenimiento.

      – ¡Dios de Dios! – exclamó el sargento mayor, atusándose el mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante, afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera; ¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles?

      – ¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles? – pensó Quevedo – ; oigamos, y palabras al saco.

      – Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría de pesar.

      – Descuida, descuida, paloma mía – dijo volviendo á su paseo el soldado – , que en concluyendo cierta empresa que tenemos acá entre manos, iremos á Nápoles á concluir otra. Tú no sabes bien con qué hombre tratas y qué hombres tratan con él.

      – Lo que es el que pasa contigo por los corredores bajos de palacio no me gusta nada – dijo Luisa – , tiene el mirar de traidor.

      – ¡Ah! ¡Agustín de Avila, el honrado alguacil de casa y corte! Pues mira, él no dice de ti lo mismo. Sólo se le ocurre un defecto que ponerte.

      – Me importa poco.

      – Maravíllase mi amigo de que teniendo por amante un hombre tal como yo, puedas vivir al lado de un marido tal como el tuyo.

      – ¿Y qué le he de hacer?

      – Ya te lo he dicho…

      – ¡Oh! ¡nunca!.. ¡nunca!.. ¡qué horror! – exclamó Luisa.

      – Pues será necesario que renuncies á verme.

      – ¡Juan! – exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

      – Preciso de todo punto: las cosas se ponen de manera que no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que esta noche la reina ha salido á la calle?

      – ¡Oh! no, eso no puede ser.

      – ¿Que la amparaba un hombre desconocido?..

      – ¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?

      – Que ese hombre ha herido malamente á don Rodrigo Calderón.

      – ¿Y á ti qué te importa?

      – Luisa, todo lo que soy, lo debo á don Rodrigo.

      – Bueno es ser agradecidos, pero cuando no nos piden imposibles.

      – Nada hay imposible cuando se ama.

      – Don Rodrigo no puede pedirte tanto.

      – Debo á don Rodrigo el no haber dado en la horca.

      – ¡En la horca tú! ¿y por qué?

      – Por una calumnia. Pero tal, que si no hubiera mediado don Rodrigo…

      – ¿Y qué te cargaron?

      – ¡Bah! ¡poca cosa! Haber envenenado al marido de una querida mía.

      – ¿Y eso es verdad? – dijo estremeciéndose Luisa.

      – Ni por asomo; pero como yo era amigo del marido y entraba en la casa aun cuando él no estaba, y la mujer era una moza garrida, y un día amaneció muerto el marido, y dieron en decir los que le vieron que tenía manchas en el rostro…

      – ¿Y eso era verdad?

      – Pudo serlo, pero no lo era. Pues tanto dijeron y murmuraron y hubo tantos que supusieron que yo era el causante de aquella muerte, que dieron con los dos, con ella y conmigo, en la cárcel.

      – ¡Dios mío!

      – Ella murió.

      – ¿La ajusticiaron?

      – Tanto da, porque la pusieron al tormento y no pudo resistir.

      – ¡Dios mío! ¿Y á ti no te atormentaron?

      – Sí, pero el alcalde y el escribano eran amigos; mejor: les había hablado don Rodrigo, y aun más que hablado, y lo del tormento quedó en ceremonia. Dos meses después estuve libre y salvo y declarada mi inocencia, y para satisfacerme, de capitán que era de la guardia encarnada, hízome su majestad, por los buenos oficios del duque de Lerma, á quien don Rodrigo había dicho mucho bien mío, sargento mayor de la guardia española: mira, pues, si estoy obligado á servir á don Rodrigo.

      – ¡Juan! ¡Juan! ¡por Dios! no me obligues á lo que yo no quiero hacer.

      – ¿Pero á ti qué te importa? Toda la culpa caerá sobre tu marido.

      – ¡Y si le ahorcaran inocente!.. ¡no y no!

      – Pues bien, no me volverás á ver.

      – No, tampoco.

      – ¿En qué quedamos, pues? ¿no te digo que estoy haciendo falta en Nápoles?

      – Echad abajo la ventana con vuestras fuerzas de toro, hermano – dijo rápidamente Quevedo al oído del bufón.

      – Paciencia y calma, y dejemos que corra el ovillo – dijo el bufón.

      Una ráfaga de viento arrastró las palabras de Quevedo y del tío Manolillo.

      Habíase distraído Quevedo, y cuando volvió á mirar, vió que don Juan de Guzmán mostraba á Luisa un objeto envuelto en un papel, sobre el cual arrojó una mirada medrosa Luisa.

      – No, no – repitió la joven – . ¡Qué horror!

      – Pues bien – dijo el sargento mayor guardando el papel con una horrible sangre fría – , no hablemos más de eso. Adiós.

      Y se dirigió á la puerta.

      – No, no – dijo Luisa arrojándose á su cuello – , lo pensaré.

      – Pues bien, piénsalo y… si te resuelves, pon por fuera de la ventana un pañuelo encarnado.

      – Bien, sí, ¿pero te vas?

      – Es preciso, preciso de todo punto; no puedo detenerme ni un momento. No sabes, no sabes lo que sucede.

      – ¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernos á ver!

      – Cuando volvamos СКАЧАТЬ