Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Esperen aquí ó en el claustro, como me mejor quisieren – dijo – ; yo voy á avisar á fray Luis de Aliaga.
Montiño y Vadillo se pusieron á pasear á lo largo de la portería.
– ¿Sabéis que estos benditos padres tienen unas casas que da gozo? – dijo el capitán, por decir algo.
– Sí, sí, ciertamente; en este claustro se pueden correr caballos – contestó Montiño.
– Dan, sin embargo, cierto pavor esos cuadros negros, alumbrados por esas lámparas á medio morir.
– La falta de costumbre.
– Indudablemente. Los benditos padres no se encontrarían muy bien en un campo de batalla, como yo me encuentro aquí muy mal; corre un viento que afeita, y se hace sentir aquí mucho más que en el campo. Esas crujías… con vuestra licencia, mejor estaríamos en el aposento del portero.
– ¿Quién es el hidalgo portador de la carta de su majestad? – dijo el frailuco desde la subida de las escaleras – ; adelante, hermano, y sígame.
– Entráos, entráos vos en el aposento del portero, amigo, y hasta luego.
– Hasta luego.
Y Juan Montiño tiró hacia las escaleras, y siguiendo al lego portero recorrió el claustro alto hasta el fondo de una obscura crujía, donde el lego abrió una puerta.
– Nuestro padre – dijo el lego – , aquí está el hidalgo que viene de palacio.
– Adelante – dijo desde dentro una voz dulce, pero firme y sonora.
Montiño entró.
El lego se alejó después de haber cerrado cuidadosamente la puerta.
Encontróse Montiño en una celda extensa, esterada, modestamente amueblada, y cuya suave temperatura estaba sostenida por el fuego moderado de una chimenea.
En las paredes había numerosas imágenes de santos pintados al óleo y guarnecidos por marcos negros.
En frente de la puerta de entrada había dos puertas como de balcones, y entre estas dos puertas la chimenea; á la derecha otra puerta cubierta por una cortina blanca lisa; á la izquierda dos enormes estantes cargados de libros, entre los estantes un crucifijo de tamaño natural pintado en un enorme lienzo y con marco también negro; á los pies del Cristo un sillón de baqueta, sentado en el sillón un religioso, apoyados los brazos en una mesa de nogal cargada de papeles, entre los cuales se veía un enorme tintero de piedra, y alumbrada por un velón de cobre de cuatro mecheros, dos de los cuales estaban encendidos.
El religioso era un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, de semblante pálido, grandes ojos negros, nariz aguileña y afilada, y bigote y pera negrísimos.
Su espeso cerquillo era castaño obscuro, y las demás partes de su cabello y de su barba estaban cuidadosamente afeitadas.
Su mirada se posaba serena y fija en Juan Montiño, y su mano derecha tenía suspendida una pluma sobre un papel, como quien interrumpe un trabajo importante á la llegada de un extraño.
La primera impresión que Juan Montiño sintió á la vista del religioso, fué la de un profundo respeto. Había algo de grande en el reposo, en la palidez, en lo sereno y fijo de la mirada de aquel religioso.
Y al mismo tiempo el joven se sintió arrastrado por una simpatía misteriosa hacia el fraile.
Adelantó sin encogimiento, saludó, y dijo con respeto:
– ¿Es vuestra paternidad fray Luis de Aliaga, confesor del rey?
– Yo soy, caballero – dijo el fraile bajando levemente la cabeza.
– Traigo para vos una carta de su majestad.
– ¿De qué majestad?
– De su majestad la reina.
Y entregó la carta al padre Aliaga.
– Sentáos, caballero – dijo el fraile.
Montiño se sentó.
Entre tanto el padre Aliaga abrió sin impaciencia la carta, y á despecho de Juan Montiño, que había esperado deducir algo del contenido de aquella carta por la expresión del semblante del religioso, aquel semblante conservó durante la lectura su aspecto inalterable, grave, reposado, dulce, indiferente.
Sólo una vez durante la lectura levantó la vista de la carta y la fijó un momento en el joven.
Cuando hubo concluído de leer la carta, la dobló y la dejó sobre la mesa.
– Su majestad la reina, nuestra señora – dijo el padre Aliaga reposadamente á Juan Montiño – , al honrarme escribiéndome de su puño y letra, me manda que interponga por vos mi influjo, y me dice que la habéis hecho un eminente servicio.
– He cumplido únicamente con mi deber.
– Deber es de todo buen vasallo sacrificarlo todo, hasta la vida, por sus reyes.
– Sí, señor, padre – replicó Montiño – , todo menos el honor.
– Rey que pide á su vasallo el sacrificio de su honra ó de su conciencia es tirano, y no debe servirse á la tiranía.
– Decís bien, padre.
– ¿Sois nuevo en la corte?
– Sí, señor.
– ¿Os llamáis Juan Montiño?
– Sí, señor..
– ¿Sois acaso pariente del cocinero mayor del rey?
– Soy su sobrino, hijo de su hermano.
– ¿Qué servicio habéis prestado á su majestad? – dijo de repente el padre Aliaga.
– Lo ignoro, padre.
– Pero…
– Si esa carta de su majestad no os informa, perdonad; pero guardaré silencio.
– ¿Qué edad tenéis?
– Veinticuatro años.
Quedóse un momento pensativo el padre Aliaga.
– Habéis matado ó herido á don Rodrigo Calderón.
– Han sido cuentas mías.
– Algo más que asuntos vuestros han sido. Os pregunto á nombre de su majestad la reina. ¿Conoce vuestro tío el secreto?
– ¿Qué secreto?
– El de vuestras estocadas con don Rodrigo.
– Mi tío está fuera de Madrid.
Guardó otra vez silencio el padre Aliaga.
– ¿Cuándo СКАЧАТЬ