Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– Ningún secreto tengo que reservar.
– Cómo, ¿no es un secreto el haber venido á mí en altas horas de la noche, á mí, confesor del rey, á quien todo el mundo conoce como enemigo de los que hoy á nombre del rey mandan y abusan, trayendo con vos una carta de la reina? ¿cómo ha venido esa carta á vuestras manos?
– Si lo sabéis, ¿por qué me lo preguntáis? si no lo sabéis, ¿por qué pretendéis que yo haga traición á la honrada memoria de mi padre, á mi propia honra? Me han enviado con esa carta; la he traído; no me han autorizado para que hable, y callo.
– Seríais buen soldado… sobre todo para guardar una consigna; en esta carta me encargan que procure se os dé un entretenimiento honroso para que podáis sustentaros. ¿Qué queréis ser? sobre todo veamos: ¿en qué habéis invertido vuestros primeros años?
– En estudiar.
– ¿Y qué habéis estudiado?
– Letras humanas, cronología, dialéctica, derecho civil y canónico y sagrada teología.
– ¡Ah! – dijo fray Luis – ¿y cuál de las dos carreras queréis seguir, la civil ó la eclesiástica?
– Ninguna de las dos.
– ¡Cómo! ¿Entonces para qué habéis estudiado?
– Por estudiar.
– Y bien, ¿qué queréis ser?
– Soldado.
– ¡Soldado!
– Sí; sí, señor, soldado de la guardia española, junto á la persona del rey.
– He aquí, he aquí lo que son en general los españoles: quieren ser aquello para que no sirven.
– Perdonad, padre; al mismo tiempo que estudiaba letras, aprendía estocadas.
– Es verdad, me había olvidado; el que mata ó hiere á don Rodrigo Calderón… y bien; se hará lo posible porque seáis muy pronto capitán de la guardia española, al servicio inmediato de su majestad.
– Es que no quiero tanto.
– Es que no puede darse menos á un hombre como vos; contáos casi seguramente por capitán, y para que pueda enviaros la real cédula, dejadme noticia de vuestra posada.
– No sé todavía cual ésta sea.
– ¡Ah! pues entonces, volved por acá dentro de tres días. Para que podáis verme á cualquier hora, decid cuando vengáis que os envía el rey.
– Muy bien, padre. Contad con mi agradecimiento – dijo Montiño levantándose.
– Esperad, esperad; tengo que deciros aún: guardad un profundo secreto acerca de todo lo que habéis sabido y hecho esta noche.
– Ya me lo había propuesto yo.
– No os ocultéis por temor á los resultados de vuestra aventura con don Rodrigo.
– Aún no sé lo que es miedo.
– Y preparáos á mayores aventuras.
– Venga lo que quisiere.
– Buenas noches, y… contadme por vuestro amigo.
– Gracias, padre – dijo Montiño tomando la mano que el padre Aliaga le tendía y besándosela.
– ¡Que Dios os bendiga! – dijo el padre Aliaga.
Y aquellas fueron las únicas palabras en que Montiño notó algo de conmoción en el acento del fraile.
Saludó y se dirigió á la puerta.
– Esperad: vos sois nuevo en el convento y necesitáis guía.
Y el padre Aliaga se levantó, abrió la puerta de la celda y llamó.
– ¡Hermano Pedro!
Abrióse una puerta en el pasillo y salió un lego con una luz.
– Guíe á la portería á este caballero – dijo el padre Aliaga al lego.
Juan Montiño saludó de nuevo al confesor del rey y se alejó.
El padre Aliaga cerró la puerta y adelantó en su celda, pensativo y murmurando:
– Me parece que en este joven hemos encontrado un tesoro.
Pero en vez de volverse á su silla, se encaminó al balcón de la derecha y le abrió.
– Venid, venid, amigo mío, y calentáos – dijo – ; la noche está cruda, y habréis pasado un mal rato.
– ¡Burr! – hizo tiritando un hombre envuelto en una capa y calado un ancho sombrero, que había salido del balcón – ; hace una noche de mil y más diablos.
El padre Aliaga cerró el balcón, acercó un sillón á la chimenea, y dijo á aquel hombre:
– Sentáos, sentáos, señor Alonso, y recobráos; afortunadamente el visitante no ha sido molesto ni hablador; estos balcones dan al Norte y hubiérais pasado un mal rato.
– Es que no le he pasado bueno. Pero estoy en brasas, fray Luis; si alguien viniera de improviso… tenéis una celda tan reducida… os tratáis con tanta humildad… pueden sorprendernos.
– El hermano Pedro está alerta; ya habéis visto que no ha podido veros el portero, á pesar de que yo tengo siempre mi puerta franca.
– ¿Y quién ha venido á visitaros á estas horas? – preguntó el señor Alonso.
La providencia de Dios, en la forma de un joven.
– ¡Ah! ¡Diablo! ¿Nos ha sacado ese joven ó nos saca de alguno de nuestros atolladeros?
– Como que ha herido ó muerto á don Rodrigo Calderón…
– Mirad lo que decís, amigo mío; cuenta no soñéis.
– ¿Qué es soñar? he aquí la prueba.
Y el padre Aliaga fué á la mesa en busca de la carta de la reina…
Entre tanto aprovechemos la ocasión, y describamos al nuevo personaje que hemos presentado en escena, que se había desenvuelto de la capa y despojado de su ancho sombrero.
Llamábase Alonso del Camino.
Era un hombre sobre poco más ó menos de la misma edad que el padre Aliaga, pero tenía el semblante más franco, menos impenetrable, más rudo.
Había en él algo de primitivo.
Era no menos que montero de Espinosa del rey.
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