El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad.

      – Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero – dijo Quevedo quitándose los zapatos.

      – No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.

      – Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.

      – Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeo y encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, don Francisco?

      – Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.

      – No os dejéis la linterna.

      – ¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerrada encendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos. ¿Estáis vos ya fuera?

      – Fuera estoy.

      – Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunque viejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacado al terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías… parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo no pueda andar de prisa ni valerme.

      – Dadme la mano.

      – Tomad.

      – Estamos en los desvanes.

      – Mi linterna me valga.

      – Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.

      – Fiat lux– dijo Quevedo abriendo la linterna.

      Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpido á cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó á andar encorvado y cojeando por aquel laberinto.

      De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.

      – ¿Y qué es eso? – dijo don Francisco.

      – Esto es una providencia de Dios.

      – Más claro.

      – Eso era antes un tabique.

      – ¿Y ocultaba algo bueno?

      – Una escalera de caracol.

      – ¿Y á dónde va á parar esa escalera?

      – A muchas partes, entre ellas á la cámara del rey y de la reina, y á las cuevas del alcázar.

      – ¿Y cómo dísteis con ese tesoro, hermano?

      – Buscando un gato que se me había huído.

      – Sois el diablo familiar del alcázar.

      – Sigamos adelante, que luego volveremos por aquí.

      – Sigamos, pues.

      Anduvieron algún espacio.

      – Dadme la mano y cerrad la linterna.

      – ¿Hemos llegado?

      – Estamos cerca.

      – Fiant tenebræ– dijo Quevedo cerrando la linterna.

      – Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis y oiréis.

      Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridad de la noche protegían á los dos singulares expedicionarios.

      Marchaban entre un tejado y un almenar.

      De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre su derecha.

      Entonces Quevedo vió frente á él una ventana, y por algunos agujeros de ésta el reflejo de una luz en el interior.

      Quevedo acercó su semblante y pegó sus antiparras á uno de aquellos agujeros, y el bufón á su lado, se puso asimismo en acecho.

      En aquel mismo punto dió el reloj del alcázar las tres de la mañana.

      CAPÍTULO XV

      DE LO QUE VIERON Y OYERON DESDE SU ACECHADERO QUEVEDO Y EL BUFÓN DEL REY

      Un hombre se paseaba en una habitación muy pequeña y harto humildemente alhajada.

      Una estera de esparto, algunas sillas, una mesa sobre la que ardía una lamparilla delante de una Virgen de los Dolores, pintada al óleo, y algunas estampas en marcos negros sobre las paredes blancas, componían todo el menaje de aquella habitación.

      Al fondo había una puerta cubierta con una cortina blanca.

      Sentada en una silla, junto á una mesa, apoyado en ella un brazo, y en la mano la cabeza, había una mujer joven y hermosa, pero triste, pensativa y á todas luces contrariada.

      Esta mujer era Luisa, la esposa del cocinero mayor de su majestad.

      Blanca, blanquísima, pelinegra y ojinegra, gruesecita, de mediana estatura, si no se descubría en ella esa distinción, esa delicadeza que tanto realza á la hermosura, no podía negarse que era hermosa, muy hermosa, pero con una hermosura plebeya, permítasenos esta frase.

      Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violencia de pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo esto representado y como estereotipado en su semblante. Estaba, como dijimos anteriormente, encinta de una manera abultada, y vestía sencilla, más que sencilla, miserablemente.

      El hombre que se paseaba en la habitación y hablaba casi por monosílabos y lentamente con Luisa, era un hombre alto, fornido, soldadote en el ademán, en el traje y en la expresión, con cabellera revuelta, frente cobriza, ojos negros, móviles y penetrantes, mejillas rubicundas y grandes mostachos retorcidos. Vestía una gorra de velludo con presilla de acero, un coleto de ante, cruzado por una banda roja, una loba abierta de paño burdo que dejaba ver el coleto, la banda y un ancho talabarte de que pendía una enorme espada, unas calzas rojas imitadas á grana, y unos zapatos altos.

      Este hombre, en el conjunto, podía llamarse buen mozo, uno de esos Rolandos lo más á propósito para volver el seso á ciertas mujeres que pertenecían á cierta clase media, despreciadoras de gente menuda, que no podían aspirar á los amores de los caballeros de alto estado, y que se contentaban y aun se daban por dichosas con los amores de hidalgos del porte y talante del sargento mayor don Juan de Guzmán, que era el hombre que hemos descrito, que se paseaba en el profanado dormitorio de Francisco Montiño y que hablaba por monosílabos con su mujer.

      – Es preciso… pues… sí… de otro modo… – decía este hombre cuando el bufón y Quevedo se pusieron en acecho.

      Tembló toda Luisa.

      – Ha sido herido, casi muerto – añadió el soldadote.

      – Pero yo…

      – Sí; tú no tienes la culpa de que don Rodrigo Calderón haya tenido un mal encuentro, pero esto me impide pasar la noche á tu lado.

      – ¿Tienes miedo? – dijo Luisa.

      – ¡Miedo! ¿Y de qué? – dijo Guzmán – ; es cierto que todo marido, СКАЧАТЬ