La fuerza de la esperanza. Lázaro Albar Marín
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Название: La fuerza de la esperanza

Автор: Lázaro Albar Marín

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

Серия: Mambré

isbn: 9788428561853

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СКАЧАТЬ día y otro el humilde aparece

      ante todas las miradas vestido

      de dulzura y paciencia,

      mansedumbre y fortaleza,

      suavidad y vigor,

      madurez y serenidad»[10].

      Rasgos que muy bien pueden aplicarse a María, nuestra Madre. Es la humildad de María la que muestra su misteriosa fecundidad. Después de Jesús, María va por delante en este camino, como muestra en el canto del Magníficat, «porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48), y en sus palabras al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María tiene ante todo su fuente de inspiración en la humildad absolutamente infinita de Dios, revelada en Jesús.

      Un hermoso himno, referido a María, de san Efrén, nos transmite esto de forma incomparable:

      «El Señor vino a ella

      para hacerse siervo.

      El Verbo vino a ella

      para callar en su seno.

      El rayo vino a ella,

      y nació el Cordero, que llora dulcemente.

      El seno de María

      ha trastocado los papeles:

      quien creó todo

      se ha apoderado de él, pero en la pobreza.

      El Altísimo vino a ella (María),

      pero entró humildemente.

      El esplendor vino a ella,

      pero vestido con ropas humildes.

      Quien da de beber a todos

      sufrió la sed.

      Desnudo salió de ella,

      quien todo lo reviste (de belleza)»[11].

      El salmista pide al Señor que le enseñe sus caminos, que le instruya en sus sendas. Pero más adelante afirma: «el Señor enseña sus caminos a los humildes» (Sal 24,9). Ellos son obedientes, se dejan modelar por Dios. Para acoger lo que de Dios necesitamos, la humildad. El autosuficiente, el que se cree que sabe más que nadie, ese no se va a dejar enseñar por Dios.

      La humildad es de suma importancia para el camino cristiano. San Pablo pondrá alerta a la comunidad de Filipos: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3). Y exhorta a los miembros de esa comunidad a mantenerse unidos en la humildad (Flp 2,1-4), pues la humildad impide la división, mientras el egoísmo, el orgullo y la arrogancia la promueven.

      Terminemos esta meditación sobre la humildad con las palabras del profeta Isaías, que muy bien podemos aplicar a María: «En ese pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2)[12]. Cómo quisiera un cristiano tener la humildad de María, por eso puedes decirle: «Madre mía, enséñame el camino de la humildad». Esa mirada de Dios hacia el humilde y el pobre levanta la esperanza y nos pone en movimiento de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. María siempre va por delante y nosotros tan solo tenemos que seguir sus huellas.

      8. Para meditar

      «Nosotros entramos en contacto con la santidad de Cristo de dos maneras y de dos maneras también se nos comunica esa santidad: por apropiación y por imitación. La más importante de las dos es la primera, que se realiza en la fe y por medio de los sacramentos:

      “Os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu Santo” (1Cor 6,11).

      La santidad es, ante todo, don, gracia, y es obra de toda la Trinidad. Del hecho de que somos más de Cristo que de nosotros mismos (cf 1Cor 6,19-20), se sigue a la inversa que la santidad de Cristo es más nuestra que nuestra propia santidad. “Lo que es Cristo es más nuestro que lo que es nuestro” (Nicolás Cabasilas). Este es el golpe de ala en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, de ordinario, al comienzo, sino al final del propio itinerario espiritual, una vez que se han experimentado todos los demás caminos y se han comprobado que no llevan muy lejos.

      Pablo nos enseña cómo se da este “golpe de audacia” cuando declara solemnemente que no quiere ser hallado con una justicia –o santidad– proveniente de la observancia de la ley, sino únicamente con la que proviene de la fe de Cristo (cf Flp 3,5-7). Cristo –dice– es para nosotros “justicia, santificación y redención” (1Cor 1,30). “Para nosotros”: por tanto, podemos reclamar su santidad como nuestra a todos los efectos. Un golpe de audacia es también el que da san Bernardo cuando exclama: “Yo tomo (literalmente: usurpo) de las entrañas de Cristo lo que me falta”.

      ¡“Usurpar” la santidad de Cristo, “arrebatar el reino de los cielos”! Es este golpe de audacia que hay que repetir a menudo en la vida, especialmente en el momento de la comunión eucarística. Después de recibir a Jesús podemos decir: “Soy santo, la santidad de Dios, el Santo de Dios, está dentro de mí. Puede que yo no vea en mí más que miseria y pecado, pero el Padre celestial ve en mí a su Hijo y siente que sube de mí hacia él el aroma de su hijo, como Isaac cuando bendijo a Jacob (cf Gén 27,27)”.

      Junto a este medio fundamental que es la fe y los sacramentos, deben ocupar también un lugar la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como un medio independiente y distinto del primero, sino como el único medio apropiado para manifestar la fe, traduciéndola en hechos. La oposición fe-obras es en realidad un falso problema, que se ha mantenido más que nada debido a la polémica histórica. Las obras buenas, sin la fe, no son obras “buenas”, y la fe sin obras buenas no es verdadera fe. Es una fe muerta, como diría Santiago (cf Sant 2,17). Basta con que por “obras buenas” no se entienda principalmente (como por desgracia ocurría en tiempos de Lutero) indulgencias, peregrinaciones y otras prácticas piadosas, sino la guarda de los mandamientos, en especial el del amor fraterno. Jesús dice que en el juicio final algunos quedarán fuera del reino por no haber vestido al desnudo ni dado de comer al hambriento. Por tanto, no nos salvamos por las buenas obras, pero tampoco nos salvaremos sin las buenas obras.

      En el Nuevo Testamento se alternan dos verbos al hablar de santidad, uno en indicativo y el otro en imperativo: “Sois santos”, “Sed santos”. Los cristianos están santificados y han de santificarse. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos”, es evidente que se refiere a la santidad que es fruto del esfuerzo personal. En efecto, añade, como si quisiera explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: “Que os apartéis del desenfreno, que cada cual sepa controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente” (1Tes 4,3-4).

      El concilio pone claramente de relieve estos dos aspectos de la santidad, el objetivo y el subjetivo, que se basan respectivamente en la fe y en las obras:

      “Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo, santos. Esa santidad que recibieron deben, pues, conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (LG 40).

      Solo que hay que recordar que la obra de la fe no se agota con СКАЧАТЬ