La fuerza de la esperanza. Lázaro Albar Marín
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Название: La fuerza de la esperanza

Автор: Lázaro Albar Marín

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

Серия: Mambré

isbn: 9788428561853

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СКАЧАТЬ de la inteligencia y de la voluntad. Sin humildad la persona no puede realizarse, su ser y su tarea, su vocación, constituyen el ser y la tarea de la humildad. La humildad es el camino para descubrir nuestro universo interior. Un universo maravilloso que está siempre por descubrir y que en la medida en que el ser humano entra en sus profundidades va encontrándose con la belleza de un Dios que vive locamente enamorado de sus criaturas. Un Dios que te habita y sostiene tu vida.

      Pero la tierra de la humildad muchas veces se ve como un campo de minas que puede estallar de un momento a otro cuando prevalece la soberbia, el orgullo, la egolatría, la vanidad, la presunción, la arrogancia, la vanagloria, la petulancia, la prepotencia, el elitismo, la sofisticación, el narcisismo, la autosuficiencia, la segregación, el despotismo o la creencia en la propia y absoluta superioridad. Son las tempestades que azotan a nuestra humildad. Todas estas realidades son contrarias al camino de la humildad y hacen mucho daño a la persona, pues obstaculizan la obra de Dios en nosotros.

      Humilde es el camino que Dios ha elegido y quiere, y en el cual introduce a los pobres y pequeños, a los que privilegia frente a los ricos y poderosos, como canta María en el Magníficat: «(El Señor)… dispersa a los soberbios de corazón, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53).

      Santo Tomás puso especial atención en subrayar la dimensión religiosa trascendental de la humildad. Sin cierta dosis de humildad no podemos acercarnos con reverencia a ese insondable misterio del «silencio de Dios». A veces Dios calla, a veces no llegas a comprender su silencio, pero Él está ahí amando, siempre amando y esperando que brote en ti la confianza del corazón. El humilde confía y espera, incluso en el silencio de un Dios que a veces parece mudo. Si vas más allá de su silencio verás la luz de su amor, un amor que te reconforta, alivia todas las tristezas, levanta la esperanza, te resucita. Nada hay más grande que su amor. Si te sientes amado, ya te haces humilde, caes de rodillas, en veneración y adoración del misterio.

      Hoy nuestra sociedad vive bajo la dictadura de nuestra imagen, seducida y esclavizada por las meras apariencias, al margen del fondo real de las cosas, de su sentido profundo y de su horizonte más alto, en cierto modo indiferente o de espaldas a la verdad y a Dios. Existe un deseo en el interior humano de quedar bien ante los demás. El documento del Sínodo de los Obispos en su XIII Asamblea General Ordinaria sobre la Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana dice: «En un tiempo durante el cual tantas personas viven la propia vida como una verdadera experiencia del “desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo de los hombres”, el papa Benedicto XVI nos recuerda que “la Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud”»[8]. ¡Qué misión más enorme y al mismo tiempo tan maravillosa tiene la Iglesia de mostrar el rostro amoroso de Cristo, el rostro que nos muestra la fuente de la Vida! Allí donde esté un bautizado está un ungido por el Señor para sacar a los hombres y mujeres del desierto para llevarlos al Paraíso con Dios.

      La humildad está hecha de amor. La humildad es amarte a ti mismo, con todas tus limitaciones e incoherencias y amar cuanto existe desde la Verdad, y saber que Dios te ama en tu debilidad. Amor, humildad y verdad se entrelazan porque no hay virtud auténtica sin amor, y el amor reclama siempre humildad, ya que requiere a su vez el realismo de la verdad. El amor, la humildad y la verdad te hacen danzar al ritmo de Dios. Sintiéndote libre puedes proclamar a los cuatro vientos dónde está la verdadera libertad. Es libre quien vive en Dios y para Dios. El Señor te hace libre para amar y servir. Entonces puedes entregar la vida como ofrenda de amor para que otros encuentren la vida.

      El Hermano Rafael, monje trapense, nos dice: «Un pestañear de ojos hecho por amor vale más que un imperio conquistado». El amor siempre es primero en cuanto fundador de todo, y es desde su seno desde donde puede brotar cualquier valor, también la humildad. Sin la humildad, no hay amor fecundo entre las personas; y sin amor, no se puede dar ni puede vivir la humildad. El humilde, al saberse amado, descubre el don que se le hace así, el regalo que viene de Dios y de los demás.

      La fuente de la humildad se esconde en el amor sincero hacia los otros. En su centro late un recibir agradecido y un donarse desprendido. Sin amor no podemos llegar a adquirir la humildad. El corazón de la humildad auténtica es aquel en cuyo interior late el amor. Y este amor, en su más hondo alcance, consiste en querer el bien del otro, en anhelar la comunión de las personas. Querer el bien del otro supone traspasar las fronteras de sí mismo. Esta experiencia trascendental del amor no puede darse sin la apreciada humildad.

      Ejemplo supremo de la humildad, movida por el amor, lo tenemos en el himno cristológico de Pablo a los filipenses:

      «Cristo, a pesar de su condición divina,

      no hizo alarde de su categoría de Dios,

      al contrario, se despojó de su rango

      y tomó la condición de esclavo,

      pasando por uno de tantos

      y actuando como un hombre cualquiera;

      por eso se humilló a sí mismo,

      obedeciendo hasta la muerte

      y una muerte de cruz.

      De modo que Dios lo levantó

      y le otorgó el Nombre,

      que está sobre todo nombre.

      Para que al nombre de Jesús

      toda rodilla se doble en los cielos,

      en la tierra y en los abismos,

      y toda lengua confiese

      que Jesucristo es Señor

      para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11).

      El amor humano no es sino la respuesta a un amor infinito que nos desborda, y que nos quiere de manera inigualable e incomprensible para nosotros. La vocación es nuestro amor a los demás, pero fundamentalmente, la vocación es el amor de Dios hacia nuestra persona concreta. Edith Stein, monja santa de origen judío, que se convirtió del judaísmo y murió en el Campo de Concentración de Auschwitz, nos dice en uno de sus escritos: «El criterio último del valor de un hombre no es qué aporta a una comunidad (familia, pueblo, humanidad), sino si responde o no a la llamada de Dios». Hacer la voluntad de Dios exige por parte nuestra humildad, y esto es tener vocación, sentirse llamado.

      3. Dios es el «infinitamente humilde»

      Solo Dios puede amar de forma total y plenamente gratuita. Dios se «abaja», viene desde su altura infinita a lo que se encuentra ilimitadamente lejano, de debajo de sí. Dios es el «infinitamente humilde». Por amor a cada uno de los seres humanos, se hace pequeño hasta convertirse en uno de ellos sin dejar de ser quien es.

      Así pues, el que ama primero, despierta poco a poco en nuestro interior el aprecio por Él. Miguel de Cervantes ya lo dijo: «La ingratitud es hija de la soberbia». Palabras preciosas son las que nos dice san Agustín: «Dios, al enseñarnos la humildad, nos dijo: “Yo he venido para hacer la voluntad del que me ha enviado. He venido, humilde, a enseñar la humildad como maestro de humildad… El que viene a mí, será humilde”». En definitiva, se trata de enamorarse de la humildad para llegar a ser mejores discípulos de Jesús.

      Ante el misterio de Dios solo cabe la humildad. El misterio supera a la persona y demanda «contemplación». Por eso acojamos las palabras СКАЧАТЬ