Название: La fuerza de la esperanza
Автор: Lázaro Albar Marín
Издательство: Bookwire
Жанр: Религия: прочее
Серия: Mambré
isbn: 9788428561853
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4. La humildad es una senda de aventura
Para un cristiano la humildad es el desnudo camino que conduce a la felicidad. Nos ayuda a estimar con realismo todo lo que somos o tenemos. Valorar nuestra realidad en su justa proporción nos proporciona gozo. Es la vía de la sencillez, que nos despoja de lo superfluo, para ayudarnos a andar con mayor ligereza hacia lo que en realidad nos enriquece y nos colma de felicidad. A veces caminamos con un caparazón que nos hemos forjado con el paso de los años, es un caparazón de cosas superfluas que a veces tienen más peso que lo esencial. El P. Yves Marie-Joseph Congar, fraile dominico y teólogo católico, uno de los artífices intelectuales del concilio Vaticano II, decía que el concilio de Trento y la reforma que de él surgió dotó a los católicos de un caparazón que los protegió, pero el proceso de secularización nos está arrancando a los católicos este caparazón defensivo. Y por haber desarrollado un caparazón, no hemos desarrollado el esqueleto de la vida cristiana que es la vida interior, es decir, la experiencia de Dios.
Quien es soberbio, en cambio, se encuentra perpetuamente insatisfecho, se condena a sí mismo a la infelicidad, y piensa que la vida siempre le trata insuficientemente bien. La insatisfacción brota del que está convencido de que no se le ha dado nada y sin embargo ha recibido mucho pero no está agradecido y desea más. Por mucho que reciba siempre estará insatisfecho. La esperanza la tiene puesta en sus propias fuerzas. Como no es humilde siempre estará insatisfecho e incluso amargado.
La alegría y la humildad se reclaman mutuamente, pues solo la humildad logra hacer profunda nuestra alegría. Alegría que brota de una vida en comunión con Dios, sin Dios la alegría es como las arenas movedizas y somos enterrados en nuestra propia soberbia.
El sabio persa Afraates acertó al mostrar que la humildad no es un valor negativo, hecho de ausencia y vacío, sino que mostró lo elevado de la humildad: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa»[9]. Siempre, lo que nos supera debe orientar nuestro mirar y querer ser mejores. La humildad es recta mirada del corazón humano sobre sí mismo y los demás.
Inspirarse en un crucificado, en un vencedor que sale victorioso después de la derrota, es necedad para quien no cree y es poder de Dios para quien cree (cf 1Cor 1,18ss), pero es poder del misterio, de la abnegación total y sin reservas. El camino que nos muestra Jesús es el camino que se manifiesta y crece en la humillación, en la contrariedad permanente de tener que vivir el «escándalo y la necedad de la cruz» (cf 1Cor 1,23), algo inconcebible humanamente, pero una verdadera aventura para todos los seguidores de Jesús.
El camino de Jesús fue de la humildad a la humillación y de la humillación a la gloria. Él solo pudo ser humilde y dejarse humillar, y Dios lo glorificó. Por eso atravesar la pasión de nuestra vida con nuestras cruces y tribulaciones es mirar hacia la gloria, sabiendo que la humillación y el sufrimiento es pasajero, lo eterno es participar de la gloria, y esto nos llena de esperanza.
5. Solo el perdón derriba la soberbia
San Juan Crisóstomo, venerado santo de la pobreza, nos dice: «Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana: contra ella pone [el Señor] la humildad como firme cimiento, porque una vez colocada esta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si esta no sirve de base, se destruye cuanto se levanta por bueno que sea».
La humildad siempre perdona, es más, es capaz de humillarse para alcanzar el perdón. La humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón.
Perdonar, muchas veces, es muy difícil, parece casi imposible, incluso casi milagroso. Pero lo cierto es que sin perdón no puede haber vida, ni convivencia.
El perdón auténtico es libre, y se da como una gracia, brota del corazón humano, es su regalo. El perdón nos exige siempre humildad.
Fiódor Dostoyevski tuvo que perdonar y perdonó, y no solamente eso sino que tuvo que perdonarse a sí mismo. Perdonó a la nación rusa que le condenó sin razón; perdonó a su padre alcohólico, violento y codicioso, que maltrató a su familia; perdonó a un mundo que le privó de su bondadosa madre y de sus seres queridos; perdonó a toda una sociedad, que pareció incapaz de reconocerle su entrega a la causa de su salvación; y tuvo que perdonarse a sí mismo, su imprudencia e ingenuidad, sus errores de juventud, sus fracasos, sus debilidades como fue la ludopatía. Y todo esto supo hacerlo, lo hizo, desde el único lugar que es posible: la humildad.
Siempre hay mucho que perdonar y que perdonarse, y siempre hay alguien a quien perdonar, o alguien a quien pedir humildemente perdón, sea en nuestro propio nombre o en el de uno de los que nos acompañan. El perdón está en el corazón del espíritu cristiano, pertenece a la esencia de un verdadero amor. Sentirse perdonado nos levanta la esperanza y perdonar es dar una nueva oportunidad para reconstruir la familia de Dios.
6. Colaborar en construir un mundo mejor
Todos deseamos un mundo mejor, pero ese logro no se realiza sin la colaboración de servir a los hermanos y sobre todo a los más pobres y a los que más sufren. Dicha colaboración siempre exige cierto grado de humildad. La humildad acerca los corazones, acerca a las personas, mientras que la soberbia los separa.
Cuando alguien es soberbio, desprecia o excluye cualquier posibilidad de valor real presente en todo lo de los demás. Por eso, no es abierto al otro, accesible a él, y por tanto no se halla disponible para colaborar con los demás, ni es receptivo a lo que los demás puedan aportarle. Por tanto, la soberbia dificulta, en suma, el acoger verdaderamente toda forma de bien proveniente de otros. La soberbia cierra las puertas de la esperanza.
Colaborar requiere configurar alguna forma unitaria de vida, de trabajo en común, y eso conlleva esfuerzos prácticos que pide a sus miembros generosidad. Es el esfuerzo por «conocerse y adaptarse» mutuamente. El grupo cristiano exige, en sus relaciones, humildad.
Ser humilde no equivale a renunciar a la lucha, ni a dejar de esforzarse por mejorar las situaciones. Ser humilde no es ser pesimista, sino que la humildad y la «magnanimidad» o grandeza de ánimo son caras de una misma moneda. La humildad es la posibilidad de crear la civilización del amor, una nueva humanidad; la posibilidad de transformar nuestro mundo en reino de Dios.
La educación también reclama la humildad. Solo quien se sabe mejorable y quiere progresar se prestará a ser educado y a educarse. Donde hay educación hay posibilidad de un mundo mejor. Servir al Señor sirviendo a los hermanos con humildad y alegría es un reto para todo cristiano en su progreso de santidad.
7. María, maestra de la humildad
El P. Ignacio Larrañaga, fundador de los Talleres de Oración y Vida, psicólogo y hombre espiritual, nos describe magníficamente lo que es para él una persona humilde:
«El humilde no se avergüenza de sí
ni se entristece;
no conoce complejos de culpa
ni mendiga autocompasión;
no se perturba ni encoleriza,
y devuelve bien por mal;
no se busca a sí mismo,
sino que vive vuelto hacia los demás.
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