Название: ¿Y tú qué miras?
Автор: Gabourey Sidibe
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: El origen del mundo
isbn: 9788416205912
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Había una mujer que me odiaba. Decía que era demasiado perfecta, que era la favorita de todo el mundo y que estaba harta. Era una capulla integral, pero, si somos justos, ella sí que tenía un trastorno límite de la personalidad. Lo estaba pasando peor que yo y debía resultarle duro verme sonriendo y riendo. Salvo a ella, a la mayoría de las personas de mi grupo les caía bien. Yo hacía bromas sobre mi dolor y me pasé el primer mes del programa sintiéndome mentalmente más sana que el resto de los presentes. Creía que no necesitaba tanta ayuda como ellos. (Ahora entiendo por qué aquella zorra me odiaba). Pero, tanto si estaba más sana como si no, lo cierto es que estaba en aquella DBT con mis compañeros porque necesitaba ayuda. En gran parte, mi «felicidad» era fingida y los chistes no eran más que una coraza. Uno de los terapeutas lo llamaba «la cebolla». Se reía de mis chistes impertinentes y luego decía: «Vale, Gabby, pero ahora pela la cebolla. ¿Qué hay debajo de ese chiste? Veamos… ¿Es miedo? Pela la cebolla». ¡Puñetero hippy!
Al principio pensaba: «¡Cierra el pico, Jacob! Te he visto fumándote un cigarrillo ahí fuera. No eres quién para decirme nada». Pero, al cabo de tres meses, ya tenía menos prejuicios. Me esforzaba por ser sincera acerca de mis sentimientos con todo el mundo, inclusive conmigo misma. Estaba pelando la cebolla. También estaba emocionalmente más estable. Seguía bregando con el trastorno de alimentación, pero ya no quería morirme. Le estaba agradecida al programa y a la doctora que me había sugerido apuntarme. Los pensamientos que había tenido, la ausencia de temor a la muerte, la tristeza emocional incontrolable… No tenía ni idea de quién era la chica que los había experimentado, pero ya no era yo. Y, definitivamente, no es la persona que escribe estas líneas hoy.
Hubo algo, no obstante, que no cambió: seguía enrollándome con tíos al azar. Tardé un poco más en aprender que me merecía, al menos, que alguien me gustara para dejar que se restregara contra mí. Con el tiempo empecé a creer que me merecía algo más que que alguien me follara y se olvidara de mí. Decidí probar el celibato por un tiempo, aunque preferí no contarlo por ahí para no parecer un bicho raro.
—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad —me repitió mi madre.
Estaba tan convencida de lo que decía que lo dijo dos veces. Se me quedó mirando fijamente, a la espera de una respuesta.
De repente me di cuenta, en medio del silencio por mi desconcierto, de que mi madre pensaba que estábamos más unidas de lo que en realidad estábamos. Pensó que, como hablarle de mi depresión me había ido tan bien, le contaría que había perdido la virginidad cuando sucediera. Me tenía por una florecilla delicada. Y también le parecía un poco triste que tuviera veintisiete años y siguiera siendo virgen.
¿Cómo se lo decía?
—Claro, mamá, pelearé con todas mis fuerzas. ¿Me preparas un sándwich?
3
Por qué no hay que casarse a cambio de un permiso de residencia permanente
La historia de dos personas que se casaron, se conocieron y se enamoraron.
—Eslogan de la película Matrimonio de conveniencia
Podría describir a mi madre, Alice Tan Ridley, de muchas maneras. Hippy de espíritu libre es una de ellas (en realidad, yo soy la única que la llama hippy y nunca lo he hecho en su cara). Le traen sin cuidado las reglas y las rompe con frecuencia. Deja que cada cual viva como quiera. Le gustaría que fuera socialmente aceptable que los hombres heteros lloraran y llevaran vestidos y faldas. (Dicho esto, me ha pedido que la entierren con pantalones).
Mi madre es la tía favorita de todo el mundo. Es la más pequeña de nueve hijos, todos ellos nacidos y criados en una calle polvorienta de una ciudad de Georgia de la que nadie ha oído hablar. Tiene una tonelada de hermanas que tuvieron hijos cuando ella era aún una niñita, así que lleva ayudando a criar niños toda su vida. Se convirtió en ayudante de maestra de preescolar a los trece años. Y se ha formado en el arte del entretenimiento desde que nació.
Se siente cómoda siendo quien es y sabe que es maravillosa. Y si alguien cree que no lo es, se equivoca. Es la persona más segura de sí misma que existe. En el mundo entero. También es la persona con más talento en kilómetros a la redonda. En miles de kilómetros, quizá. Desde luego, en esta ciudad. Deslumbra como un diamante porque es una puñetera estrella. Esa es otra expresión que utilizo para describir a mi madre… pero nunca delante de ella tampoco.
Si lo que he dicho sobre mi madre es objetivamente verdad o no, al menos es lo que ella cree de sí misma y, un poco al estilo del «pienso, luego existo», acaba siendo verdad porque es su verdad. Es una seguridad en uno mismo difícil de encontrar. Yo llevo toda mi vida intentando sentirla, pero aún me queda muy lejos. Que no me malinterprete nadie. ¡Soy una tía genial! Pero la seguridad de mi madre en sí misma es increíble e hipnótica, como un espectáculo de magia. ¿Te imaginas ser su hija? Es un incordio. Como un espectáculo de magia.
Cuando nacimos Ahmed y yo, mi madre trabajaba en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York como asistente de maestra, impartiendo clase a niños con capacidades diferentes. Sus alumnos tenían síndrome de Down, parálisis cerebral y otras discapacidades. Cuando la clase salía de excursión al zoo o al circo, o incluso a ver un partido de baloncesto al Madison Square Garden, nos llevaba con ellos. Cuando empezamos a ir a la escuela, fuimos al mismo colegio en el que enseñaba mamá. Al menos una vez al día yo pedía permiso para ir al lavabo e iba a visitarla a su clase, agarraba algo para comer, les preguntaba a mis amigos cómo estaban y luego regresaba a mi aula.
Alice ha trabajado como cantante profesional desde niña e incluso mientras era maestra tenía su propio espectáculo: un almuerzo góspel cada domingo en el célebre Cotton Club de Harlem. Siempre andaba cantando. Cantaba el himno estadounidense en las reuniones escolares y en coros de distintas iglesias, pero su espectáculo en el Cotton Club era un trabajo de verdad. Poseía una voz asombrosa que no tenía ninguna intención de desperdiciar.
Lo del entretenimiento era algo natural. En el autobús y en el tren, mi madre jugaba al veoveo con mi hermano y conmigo o nos contaba el cuento de «La fea durmiente», un cuento que se había inventado sobre una niña tan fea que se quedó dormida mientras esperaba a un príncipe con quien casarse. Muchas veces, mi madre se inventaba un cuento de hadas a partir de cualquier cosa que hubiera visto en la tele después de que mi hermano y yo nos fuéramos a dormir. Otros pasajeros escuchaban sus historias y reían con nosotros. Yo los odiaba, porque odiaba a los desconocidos. Mi madre, por el contrario, les sonreía mirándolos a la cara. Mi madre desprendía felicidad.
Por eso su matrimonio con mi padre carecía de sentido para mí de niña.
Mi padre siempre me ha parecido el hombre más aburrido del planeta. No se ríe y sonríe aún menos de lo que ríe. Es taxista. Y siempre me ha parecido que eso es tanto una descripción de su personalidad como su profesión. Lo recuerdo siempre trabajando. A veces nos llevaba en coche a la escuela por la mañana, pero la mayoría de los días no lo hacía. Parecía odiar la risa de sus hijos. En ocasiones, mientras estaba fuera, mi hermano y yo nos tumbábamos en la cama de mis padres con mi madre. Ella nos hacía cosquillas y nos dejaba cabalgarla por la espalda mientras intentaba derribarnos. Nos partíamos de risa hasta que, de repente, cuando escuchábamos la puerta de casa cerrarse de un portazo, mi madre decía:
—Vaya. El Sr. СКАЧАТЬ