¿Y tú qué miras?. Gabourey Sidibe
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Название: ¿Y tú qué miras?

Автор: Gabourey Sidibe

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: El origen del mundo

isbn: 9788416205912

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СКАЧАТЬ se convertía en algo en lo que podía concentrarme para distraerme del hecho de que todo en mi vida me hacía profundamente infeliz.

      Entonces no era consciente, pero aquella fase de seudopromiscuidad fue parte de mi depresión, no una distracción de esta. La pobre, tonta y promiscua Gabby. Vaya por delante que no hubo tantos hombres. Solo unos cuantos. Pero a eso fue a lo que me dediqué, con idas y venidas, entre los veinte y los veintidós años. La llamo mi «fase promiscua».

      Hay algo de hacer terapia que me parece importantísimo. Yo adoro a mi madre, pero había muchas cosas de las que no podía hablar con ella durante mi fase azada. No podía decirle que era incapaz de dejar de llorar y que odiaba todo lo relacionado conmigo. Mi madre siempre ha sido una mujer independiente con montones de amigos que la quieren y creen que es la persona con más talento que existe. Su vida a los veinte no se parecía en nada a la mía. Las pocas veces que intenté sincerarme con ella pareció no dar demasiada importancia a lo que me pasaba. Cuando estaba triste por algo, me decía que tenía que ser más fuerte y, cuando estaba enfadada, me decía que no fuera tan quisquillosa. Mi madre siempre tenía fe en que las cosas saldrían bien, pero que me dijera «Mañana será otro día» a mí no me bastaba. La primera vez que le confesé que estaba deprimida, se echó a reír. Literalmente. Pero no porque sea una mala persona, sino porque pensó que era una broma. ¿Cómo era posible que no fuera capaz de recomponerme yo sola, como hacía ella, como hacían sus amigas, como hacía la gente normal?

      Y yo seguí sumiéndome en mis pensamientos tristes. En pensamientos sobre la muerte. No dormía por las noches. Y cuando por fin se hacía de día, tenía que ir a clase. Entonces estudiaba en el City College de Nueva York, que estaba a cinco minutos a pie de mi casa, pero no había día en que no llegara a clase llorando y sudando la gota gorda, con la respiración entrecortada y convencida de que iba a morir. Durante un tiempo pensé que tenía ataques de asma. Fue más tarde cuando caí en la cuenta de que lo que tenía eran ataques de ansiedad. Estaba hecha un lío.

      Dejé de comer. A veces no comía nada durante días. Y, a menudo, cuando estaba demasiado triste para dejar de llorar, me bebía un vaso de agua y me comía una rebanada de pan y luego la vomitaba. Después de vomitar dejaba de estar triste. Me sentía relajada por fin. Así que nunca comía nada hasta que tenía ganas de vomitar y solo después de hacerlo conseguía distraerme del pensamiento al que le estuviera dando vueltas en la cabeza. Estar conmigo era una fiesta.

      Al final me decidí a hablar con un médico. Era estudiante de secundaria y pobre, lo que significaba que tenía una excelente atención sanitaria: el Medicaid. (Por extraño que resulte, ahora que soy una actriz de treinta y tres años en activo no puedo permitirme lo que sí podía costearme a los veintidós. ¡Viva América!). Encontré una doctora y le expliqué todo lo que me pasaba y me hacía sufrir. Nunca había elaborado toda la lista y, al escucharme, caí en la cuenta de que lidiar con todo aquello yo sola era inviable.

      La doctora me preguntó si tenía pensamientos suicidas.

      —Bueno, aún no, pero, cuando los tenga, sé cómo hacerlo —le contesté.

      No tenía miedo a morir y, de haber existido un botón que borrara mi existencia de la faz de la Tierra, lo habría pulsado, porque habría sido más fácil y menos desagradable que suicidarme. Según la doctora, con eso bastaba. Me recetó un antidepresivo y me sugirió empezar a hacer terapia. Terapia dialéctico-conductual. Sí, ya lo sé. ¡¿Qué diantres es eso?!

      La doctora me explicó que la terapia dialéctico-conductual (DBT) era una terapia cognitivo-conductual diseñada para tratar el trastorno límite de la personalidad. Podía optar a un programa de tratamiento de seis meses con sesiones de terapia en grupo destinadas a ayudar a gestionar las emociones y los comportamientos que podían ser síntomas de un trastorno límite de la personalidad. Las sesiones eran de lunes a viernes, de 12:00 a 15:00 horas.

      ¿Tenía yo trastorno límite de la personalidad? No. Para nada. Pero la doctora opinaba que era el mejor tratamiento que podía costearme con mi seguro de pacotilla. Y como de todos modos estaba suspendiendo en el instituto, si me sobraba algo, era tiempo. En pocas palabras, era la candidata perfecta para la DBT aunque mi diagnóstico real fuera solo por depresión con un ligero trastorno alimentario. (Digo «solo» y «un ligero», como si aquello no estuviera arruinándome la vida. Iba a morir. Qué risa). Mi doctora estaba entusiasmada con suscribirme al programa. De hecho, recuerdo pensar que quizá lo estuviera demasiado.

      Mientras me explicaba qué era la DBT y en qué podía ayudarme, dejé de prestar atención. Asentía con la cabeza cada vez que hacía una pausa y de vez en cuando intercalaba algún: «Ah, vale». Pero en aquella época era incapaz de concentrarme en nada. Ni siquiera cuando alguien me hablaba directamente en una estancia en silencio. Lo que pensaba era en que tendría que saltarme la escuela para asistir a terapia y en si merecería o no la pena. Y pensaba también en cómo se lo explicaría a mi familia.

      Regresé a casa de la consulta de la doctora con un frasco de antidepresivos y una nueva oportunidad en la vida. Primero le comuniqué la noticia a mi hermano. Le expliqué a Ahmed cómo me sentía y que había tenido que acudir en busca de ayuda. Me sugirió que leyera la Biblia y viera misa en la televisión con él los domingos por la mañana. También dijo que lamentaba no haber sido consciente de mi malestar y que le habría gustado serlo para poder ayudarme. Tendría que habérselo dicho antes. Yo siempre había pensado que mi hermano era tan egocéntrico como cualquier otro veinteañero. Y no confiaba en que otras personas pudieran cuidar de mí. En el caso de Ahmed, me equivocaba.

      Decidí explicárselo a mi madre mientras estaba en la cama, dormida. La desperté suavemente y, mientras seguía en duermevela, procedí a transmitirle el hecho superimportante de mi tratamiento para la depresión como si estuviera plenamente despierta y fuera capaz de asimilar la noticia. Confiaba en que no pudiera reaccionar.

      Mira, mi madre me quiere más de lo que seguramente yo seré capaz de entender nunca. Quiere que tenga la mejor vida posible y sus miedos sobre mí emanan del amor. Teniendo todo eso en mente… el primer instinto de mi madre fue decirme que no sentía lo que en realidad sentía, que simplemente estaba montando un drama. Fue como si me diera un bofetón, pero ahora sé que lo único que pretendía es que no tuviera ganas de morirme. Había invertido tanto tiempo en intentar mantenerme con vida que le desgarraba el corazón imaginar que yo habría preferido que no lo hiciera. Sufría pensando que yo sufría. Y se lo tomó como algo personal.

      Su segundo instinto fue hablarme de una época en su vida en la que estaba triste y no era capaz de dormir. Como yo. Me explicó que cada día, cuando se levantaba, pensaba en que Dios la ayudaría a superarlo, y que lo hizo. Le agradecí que se sincerara conmigo, pero lo que describió no tenía nada que ver con lo que yo estaba viviendo. No conseguí hacerle entender que, para mí, Dios no era suficiente. No conseguí hacerle entender que yo ya no era capaz de levantarme de la cama sola.

      Así que empecé la DBT: cinco días a la semana, tres sesiones al día, cada una de ellas dirigida por un terapeuta distinto. Dos de esos días iba a terapia de grupo y los jueves iba a terapia individual. Yo era la más joven del grupo; los demás me sacaban unos diez años. Muchos de los asistentes habían probado varios cócteles de medicamentos y terapia antes de la DBT. Algunos habían sobrevivido a intentos de suicidio y hospitalizaciones en la planta de psiquiatría. También los había que se habían pasado años en una lista de espera y habían invertido todos sus ahorros en poder asistir a las sesiones de DBT. Yo, por mi parte, me las había apañado para llegar allí en volandas un día después de mencionarle mis sentimientos a la doctora. Era la que tomaba la dosis más baja de uno de los antidepresivos más suaves, y la verdad es que estaba funcionando. Y solo tenía veinte años, así que aún tenía que echar a perder mi vida.

      Para mí, aquellas sesiones eran divertidas. Gran parte del programa consistía en llevar un diario y anotar mis СКАЧАТЬ