Название: Universidades, colegios, poderes
Автор: AAVV
Издательство: Bookwire
Жанр: Учебная литература
Серия: CINC SEGLES
isbn: 9788491348160
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En suma, en ciento diez años, los territorios de la actual península ibérica pasaron de las seis universidades medievales a un total de treinta y cuatro, cifra que aumentó ligeramente más tarde. De modo paralelo, en América y Filipinas abrieron más de treinta universidades. Esto significa que todas daban instrucción literaria, de diversa calidad, a millares de estudiantes, en una o varias facultades. Todas, además, graduaron, y buen número de esos graduados tomaron parte en la gestión imperial; a más, algunos produjeron tratados escritos, impresos o no.
A las universidades en sentido estricto se agregaron los estudios conventuales, los colegios de élite de las órdenes religiosas en Valladolid, Alcalá, Sevilla…, los primeros seminarios tridentinos y, por fin, el gigantesco sistema de enseñanza jesuítica, cuya expansión por toda la Europa católica y la América hispano-lusa fue fulminante y creó verdaderas redes bajo la autoridad centralizada de los respectivos provinciales.
Por supuesto, ninguno de esos centros literarios, tuviesen o no carácter universitario, se autogeneró ni permaneció a salvo de toda influencia externa. Antes bien –como ocurría en Italia, y en concreto en Padua67– entre ellos hubo constante intercambio, no exento de conflictos; primero, por la migración estudiantil, dentro y fuera de la península; segundo, porque los maestros ni se formaron todos en un solo lugar, ni enseñaron solo en él, y no siempre se asentaron; y finalmente por la enorme circulación de los autores, en especial desde que se consolidó la imprenta.
Baste repasar, para Salamanca, que Vitoria pasó catorce de sus 63 años en París, donde estudió y enseñó; tres más como lector en san Gregorio de Valladolid; y los veinte finales en Salamanca.68 Cano, formado en esa ciudad, oyó a Vitoria durante un sexenio. A sus 22 años lo envió la orden a San Gregorio, donde enseñó durante once (1531-1542). Transcurrido un bienio en Italia, pasó a enseñar al colegio de la orden en Alcalá (1543-1546). Por fin, en 1546 volvió a Salamanca y ganó la cátedra de prima, a la que renunció antes de un quinquenio, en 1551; y los nueve años posteriores se alejó de la docencia.69 Domingo de Soto estudió Artes en Alcalá tres años, y se bachilleró. Partió a París un trienio (1516-1519), donde se hizo maestro en artes y, si bien era secular, oyó a Vitoria en el convento dominico. A su vuelta a Alcalá, leyó artes un quinquenio. Se hizo dominico a los 29 años, y pasó a san Esteban. Durante 12 (1532-1545) dictó vísperas de teología en Salamanca. Fue al concilio de Trento y se sumó a la corte imperial. De nuevo en España, en 1552 ganó la cátedra de prima, que jubiló al cuatrienio, sin cumplir los veinte estatutarios. En sus años finales, hasta 1560, abandonó las aulas.70 De sus 65 años, escasos dieciséis leyó en Salamanca. Báñez, nacido en 1528, no salió de Castilla en sus 76 años de vida, pero también leyó fuera de Salamanca. En ella estudió artes, y en 1547 ingresó en San Esteban. Dictó un curso en el convento (1552-1555), y obtuvo el magisterio por la orden en 1561. Leyó teología en Ávila hasta 1567, y un trienio en el estudio conventual de Alcalá. En 1570 se le envió a Salamanca. Ganó cátedras temporales desde 1573, y prima en 1581. Jubilado en 1600, pasó a Medina del Campo, hasta su muerte, en 1604.71 Baste nombrar, por fin, a Azpilcueta y Silíceo. ¿Resulta válido «congelar» sus años docentes en Salamanca como si no hubieran tenido un antes y un después, y al margen de un mundo cambiante y «recio»? ¿Bajo qué circunstancias de tiempo y lugar empezaban a ser intérpretes de la Escuela de Salamanca? Mientras leían en otro lugar, antes o después, ¿aún eran ajenos a la Escuela, o habían dejado de serlo?
Cabe, por último, preguntar si existió en la práctica, en la Salamanca del siglo XVI, ese «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes»; «verdadero equipo colectivo», esa suerte de arcadia teológica cuyo legado «se transmite de unos a otros y […] se va enriqueciendo progresivamente», y cuya producción intelectual revistió tal originalidad y excepcionalidad que amerita otorgarle el título de escuela. Abundan los documentos que muestran a aquellos teólogos lejos de toda armonía, acosándose entre sí: dominicos contra agustinos, baste recordar la guerra a Fray Luis de León, uno de los más destacados teólogos y eruditos del periodo. Los dominicos contra otros hebraístas de la propia Salamanca. Los dominicos contra los jesuitas: Báñez contra Luis de Molina, contra Suárez… Disputas que no se resolvían en el claustro académico, e iban al Consejo de Castilla, a la Inquisición, a Roma, pues cada bando acusaba de herejía al contrario. Unos diferendos que no se limitaban a pugnas entre órdenes. Los propios dominicos se desgarraban entre sí. El venenoso Parecer de Cano al inquisidor Valdés fue, por así decir, la piedra que derribó al arzobispo fray Bartolomé de Carranza, largos años lector de teología en San Gregorio. La orden se escindió entre los partidarios del prelado, como Soto, a quien la muerte habría salvado de una suerte semejante a Carranza por resistirse a entregar a Valdés otro Parecer sobre su amigo en desgracia. Ya antes del proceso, Soto había declarado su antipatía por Cano.72 También cayó, por su afición a Carranza, el sevillano fray Domingo de Valtanás, con todo y haber fundado en San Esteban el Colegio de santa Cruz para dominicos andaluces…73
En aquel reino en que crecían aceleradamente los espacios universitarios y los institutos, donde incontables maestros se daban a la formación literaria de millares y millares de estudiantes, resulta difícil probar que toda la producción intelectual de un siglo tan rico, con tantos y tan variopintos autores, servidores de la monarquía, procedían de Salamanca o derivaban de su «proyección». Frente a la originalidad de un Vitoria, formado en París, académico de tiempo completo, atento escrutador de las Indias, se yergue la de otro dominico: Bartolomé de la Casas, sin formación universitaria ni lazos con Salamanca, pero con un universo de lecturas y, más aún, con décadas de experiencia en el Nuevo Mundo sin las cuales sería impensable su ideario. Pretender explicar toda la riqueza del pensamiento teológico, espiritual, jurídico, político, económico filosófico y científico de tan vasta monarquía en función de una llamada Escuela de Salamanca es querer –como el niño del relato agustiniano– vaciar el mar con una concha. En el riquísimo y complejo marco cultural de los siglos XVI y XVII, Salamanca fue indudablemente la universidad más destacada, pero de ningún modo la única. Al lado suyo, y en permanente interacción, se hallaban las decenas de «escuelas» de la monarquía.
1. Agradezco al Dr. Jorge Correa y a los organizadores del Congreso de Historia universitaria donde leí un avance de este trabajo, así como al apoyo del Proyecto Libros y Letrados en el Gobierno de las Indias, del PAPIIT, IN402218.
2. C. B. Schmitt: «Aristotelianism in the Veneto and the origins of Modern Science. Some considerations on the Problem of Continuity», Atti del convegno internazionale su Aristotelismo Veneto e scienza moderna, Padua, Antenore, 1983, pp. 104-123. Reproducido en facsímil en The Aristotelian Tradition and Renaissance Universities, 1, Londres, Variorum Reprints, 1984, p. 107.
3. John H. Randall, Jr.: «The Development of Scientific Method in the School of Padua», Journal of the History of Ideas, 1, 1940, pp. 177-206. Duramente criticado, el autor aún escribió, muy a la defensiva, «Paduan Aristotelianism Reconsidered», en Edward P. Mahonney (ed.): Renaissance and Humanism: Renaissance Essays in Honor of Paul Oskar Kristeller, Leiden, Brill, 1976, pp. 275-282.
4. Randall: «The Development…», pp. 177-178 y 182-183.
5. Ibíd., pp. 184-183.
6. Los críticos, en Schmitt: «Aristotelianism…», nn. 10 y 11, pp. 105-106. En el bando opuesto destacó William F. Edwards. Véase su «Randall on the Development of Scientific Method in the School of Padua-a Continuing Re-apprasisal», en J. P. Anton (ed.): Essays on the Philosophy of John Herman Randall Jr., Albany, 1967, pp. 53-68.
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