Vientos de libertad. Alejandro Basañez
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Название: Vientos de libertad

Автор: Alejandro Basañez

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

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isbn: 9786074572285

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СКАЧАТЬ de Obregón y Alcocer, quizá el hombre más rico del mundo en ese fin de siglo XVIII.

      Los Larrañeta participaban en la fundición del importante metal. Todo Guanajuato dependía de la extracción de los preciados metales de las veintitrés minas con las que contaba la ciudad. La mina de la Valenciana, propiedad de don Antonio de Obregón, producía las dos terceras partes de toda la plata extraída en la Colonia.

      La urbanización de Guanajuato se adaptaba a los dos procesos mineros básicos implicados en la extracción del mineral, desarrollándose tanto en la zona montañosa, como en la del lavado del mineral, en las haciendas de beneficio en el centro y parte baja de la ciudad. Esto creó un Guanajuato bipolar, que hacía crecer la ciudad tanto en el centro como en las montañas aledañas. El río Guanajuato, sin el que sería imposible este proceso extractivo, atravesaba la ciudad en su recorrido de dieciocho kilómetros de largo, con una tributación de riachuelos de las cañadas, a lo largo de treinta kilómetros más allá de la entrada del río a la urbe aurífera.

      El conde de la Valencia, ferviente devoto de San Cayetano, a quien trajo a Guanajuato en escultura, echó la plata y oro por delante para construirle en agradecimiento, la más fastuosa iglesia del momento: un templo con piedra de cantera rosa, tallado en estilo barroco mexicano con los ventanales laterales en amplios arcos. Un hermoso templo edificado(1) con altar y retablos laterales laminados en oro de 24 quilates con incrustaciones de marfil y piedras preciosas.

      Aquel soleado domingo se congregó a los habitantes de Guanajuato para agradecer a San Cayetano por todo lo proveído en la semana. Se obligaba a asistir a misa a los mineros que trabajaban en la mina. Para cubrir el espacio del recinto se celebraban varias misas al día, comenzando desde las ocho de la mañana.

      Aquella misa del domingo a las nueve, era la más importante del día porque era en la que asistía el conde de la Valenciana, don Antonio de Obregón y Alcocer. Don Anselmo Larrañeta y doña Viridiana se encontraban hasta adelante, justo a un lado del retablo derecho del fastuoso templo. Detrás de ellos se ubicaban sus pequeños Gonzalo, Elena y Ubaldo.

      Gonzalo, aun a su corta edad, no salía del asombro al ver las condiciones de la mayoría de los mineros: hombres enjutos de estatura mediana, rostros ojerosos por el desgate al trabajar bajo tierra en condiciones deplorables, en un socavón del infierno, que como un monstruo devorador de hombres los liquidaba en un lapso no mayor a diez años. Bajar y subir los setecientos metros de profundidad de la mina implicaba caminar 1520 metros en un viaje, que por lo regular les tomaba una hora realizarlo. La temperatura de la mina era un horno que aumentaba su intensidad con la profundidad. El minero sólo usaba un calzoncillo de cuero para soportar los inclementes calores del socavón. Su jornada era de doce a catorce horas diarias, lo que los obligaba a hacer doce viajes al día cargando un costal sobre la espalda con casi cien kilos de mineral. Detrás de ellos siempre había capataces que a la menor demora los ponían en marcha de nuevo con un latigazo de advertencia. Los mineros subían las empinadas escaleras en zigzag para evitar una mortal caída por la espalda. Una caída así partía la espalda del minero, lo que obligaba al capataz a rematarlo en el suelo para evitarle más sufrimientos al desdichado.

      Gonzalo observó como uno de los mineros intentó contener un tosido en pleno sermón del padre. El hombre lo ahogó con la palma de su mano, la cual quedó embarrada en sangre. Los pulmones de aquel desdichado estaban por sucumbir en un par de semanas. Con un rostro ojeroso, que más parecía una máscara mortuoria, el minero contempló la mirada de asombro del niño. Era una comunicación visual extraña entre dos personas de mundos y tiempos distintos. Uno, un pequeño inocente, hijo de los mineros explotadores; el otro, un indígena chichimeca, un alma condenada a la muerte por esclavitud para incrementar la fortuna del hombre más rico del mundo. Un millonario que al morir nada se llevaría de la tierra a la que le arrancaba sus riquezas. Esa misma tierra que pudriría por igual su carne, como las de los mismos mineros a los que arruinó su vida. Al final, bajo tierra, todos los hombres son iguales.

      Otros carraspeados se le vinieron al condenado, al grado que tuvo que ser sacado por uno de los capataces, que ni bajo tierra o en la superficie los dejaban en paz.

      Gonzalo logró escabullirse entre la gente sin que se dieran cuenta sus padres. Tenía que ver que hacían con ese pobre minero que involuntariamente había interrumpido el sermón del padre. El capataz condujo al minero a un costado del atrio, donde no había gente en ese momento. Ahí había otros dos capataces con otros mineros que esperaban bajo el sol a la siguiente misa. Aquella imagen, de decenas de indígenas amontonados en espera de una misa que parecía no mejorarles en nada su situación, quedaría grabada en su mente de por vida. El minero que había tosido fue agarrado a patadas por el capataz que lo había sacado. Una patada en los testículos lo dejó inconsciente. El otro capataz lo contuvo al ver que el hijo de don Anselmo andaba de curioso. El niño regresó impactado a la misa. Aquella vivencia influiría enormemente en su carácter Ahora sabía que su padre participaba en un negocio en el que se mataba en vida a la gente.

      La familia Allende y Unzaga(2) era una familia distinguida y bien reconocida dentro de la cerrada sociedad de San Miguel el Grande. Los Allende se codeaban con las familias más distinguidas de la región, familias de renombre y gran riqueza como los De la Canal, Landeta, Malo, Lanzagorta y Sautto. Era un hecho que los Allende y Unzaga, a pesar de no contar con un nivel económico ni siquiera cercano al de las familias antes mencionadas, sí tenían una relación cercana con ellas y contaban con mucho prestigio y reconocimiento, heredado por la buena estirpe de doña María Ana Unzaga, madre de Ignacio. Desde antes de la unión matrimonial entre don Domingo Allende y doña María Ana Unzaga, los Unzaga ya eran una familia prestigiada y sus miembros ocuparon numerosos puestos públicos de importancia dentro de San Miguel.

      No obstante, a pesar de la buena amistad y relación con las acaudaladas familias de San Miguel, no era secreto para nadie que la situación económica de los Allende en ese año de 1790, iba en precipitada picada. Don Domingo Allende murió el 24 de febrero de 1787, a los cincuenta años de edad y doña María Ana se le adelantó en 1772, por complicaciones con el parto de su hija Mariana, dejando a la familia en la zozobra de la orfandad. Don Domingo, además de dejar a sus hijos en la tristeza e incertidumbre, también les dejó muchas deudas, por esa extraña obsesión de aparentar ante la sociedad, algo que no se es, y que la misma plenamente percibe.

      Por no haber alguien de los hijos, con la edad legal para administrar la herencia de la familia (el mayor de los hermanos Allende y Unzaga tenía apenas 24 años), sus bienes pasaron a ser conducidos por el europeo don Domingo Berrio.

      La gestión del otro Domingo, con el menudo patrimonio(3) de los Allende, daría mucho de qué hablar en los siguientes años. Los hermanos mayores de Ignacio estudiarían buenas carreras para sostenerse en puestos públicos, a diferencia de Ignacio, quien se contentaba con pasarla bien con sus ardientes amoríos y sus negocios en venta de ganado.

      Ignacio Allende y Juan Aldama, camaradas incondicionales, cabalgaban juntos en una polvorienta vereda que descendía de la Cañada de la Virgen, camino a Guanajuato. Ignacio y Juan se conocían desde niños y ambos estudiaban en el Colegio de San Francisco de Sales en San Miguel.

      Juan Aldama era cinco años más joven que Ignacio Allende y tenía un hermano también llamado Ignacio, de la misma edad de Allende. Juan era delgado, con un cabello muy negro como las alas de un zanate y lacio como cerdas de brocha gorda. Su nariz era larga y ganchuda como el pico de un ave. Juan admiraba a Ignacio por sus sonadas vivencias de pendenciero y mujeriego. Ambos participaron en el salvamiento de un anciano conocido como el Tío Arriola, en el centro de San Miguel. El hombre quedó atrapado dentro de su tienda, sofocado por la humareda. Ignacio, exponiendo la vida, tiró la puerta con una pesada piedra y entró a salvar la vida de aquel desdichado. Esta hazaña se contaba una y otra vez entre las familias de San Miguel en tertulias y comidas. Allende era СКАЧАТЬ