Название: Vientos de libertad
Автор: Alejandro Basañez
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9786074572285
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La misa de cumpleaños de Elena se realizó en el imponente templo de San Cayetano. En el edificio no cabía una persona más para ver a la quinceañera recibir la sagrada comunión. Después todos los invitados se trasladaron al salón del conde para brindar y festejar con la homenajeada.
Uno a uno los elegantes chambelanes bailaron con Elena. Con el último de ellos, su rostro ya no podía ocultar su fastidio. Sabía bien que su padre ya había escogido y esto era pura exhibición para ganar tiempo y halagar a los invitados.
Don Anselmo, ataviado en su ajustada levita, con cuya tela se podrían haber hecho unas buenas cortinas, contempló satisfecho al último chambelán bailar con su hermosa hija. Se disponía a regresar a su mesa cuando fue abordado por un singular invitado.
—¡Don Anselmo! Muchas felicidades por tener a una hija tan bella y virtuosa.
—Muchas gracias Crisanto. Es un honor tenerte aquí con nosotros, después de tu reciente tropiezo con el virrey.
Los dos se abrazaron afectuosamente. Crisanto se sorprendió de la impactante obesidad de su amigo, que parecía ganar kilos conforme más se enriquecía con la mina de la Valenciana.
—Me quitó mucho, pero me hará conseguir más. No hay peor condición para un hombre que el pensar que ya hizo mucho y echarse a dormir. Es ahí cuando los rivales lo alcanzan y lo matan a uno dormido. Me estoy recuperando poco a poco y pronto seré rico de nuevo.
—Lo sé, Crisanto. Se habla de ti con admiración y respeto en mi reducido círculo social.
—¿Y quién es el afortunado que desposara a la bella Elena? —¡Tú Crisanto! ¿Quién más?
El rostro de Crisanto se puso pálido de la impresión. Todo esperaba, menos ser él, el escogido. Ni siquiera había ido a la misa ni bailado el vals.
—¿Ahora si te espantaste, verdad, grandísimo cabrón?
Don Anselmo soltó la carcajada por su buena broma. El color poco a poco retornó al lívido rostro de Crisanto.
—Tu problema es estar tan bonito, Crisanto. Quieres ser para todas y serás para nadie.
—Algún día me casaré y usted será el padrino, don Anselmo. Ya lo verá.
A ver si no me muero primero o España nos declara libres y soberanos para ver esto.
Un mesero esquelético, enfundado en una casaca tan floja que parecía un perchero con un saco encima, se acercó para que don Anselmo tomara dos copas y entregara una a don Crisanto.
—¿Y quién es el pretendiente oficial de Elena?
—¡Evaristo Obregón! Hijo de un medio hermano del Conde de la Valenciana.
—¿Usted no pisa en flojito, verdad don Anselmo? El cabrón ése está tan feo como apedrear la efigie de Cristo en Semana Santa, pero con el hecho de ser el sobrino del Conde de la Valenciana, que el mundo se vaya al diablo.
—¿Qué, quieres que la case con un muerto de hambre, sólo porque está guapo o ella lo ama?
—No tan extremoso el ejemplo, pero si dejarle más opciones, ¿no? ¡Por Dios! Apenas tiene quince años.
—No sabes cómo me he partido el lomo desde que llegué a América. Mi fortuna la he hecho gracias a la sombrita que me da el árbol del conde. No pienso exponerla a darle su herencia a un mal nacido oportunista.
—Entiendo don Anselmo. Es lógica su manera de pensar.
Crisanto se distrajo al ver venir a doña Viridiana en compañía de Elena.
Crisanto besó a las dos en las mejillas para saludarlas.
—¡Qué gusto que te hayas dado la oportunidad en venir Crisanto!
—Esto no me lo podía perder, doña Viridiana.
Crisanto sacó de la bolsa interior de su elegante levita negra un estuche de terciopelo negro de quince centímetros por cinco de largo. Lo entregó personalmente a Elena, dándole un fraternal abrazo de felicitaciones. Elena abrió el estuche y se quedó maravillada al ver una hermosa pulsera de oro con incrustaciones de diamantes.
—¡Mucha gracias don Crisanto! ¡Está preciosa!
Don Anselmo y doña Viridiana sonrieron satisfechos. Crisanto Giresse era generoso y por eso embonaba tan bien con los ricos del Bajío.
Doña Viridiana en su interior sentía admiración y deseo por el atractivo invitado. La señora de Larrañeta tenía treinta y cinco años de edad, cinco más que el franco hispano tabacalero. La monstruosa obesidad de don Anselmo, que casi había desaparecido su pene entre carnes amorfas, la hacía tener sueños húmedos con el mosquetero de Valladolid. Los dos se miraban discretamente, lanzándose esas miradas que solo entienden los embelesados. Doña Viridiana, a pesar de haber tenido tres hijos, lucía una figura de artista de teatro, como de esas obras prohibidas que le encantaba representar al Zorro penjamense de Hidalgo en San Felipe.
Dentro de los invitados había un cochero de dieciocho años que llevaba un año trabajando con los Larrañeta. El muchacho conocía a Crisanto y en la primera oportunidad que tuvo lo saludó.
—¡Don Crisanto! ¡Qué gusto encontrármelo aquí! —¡Martiniano! ¿Vienes con don Miguel?
—No, don Crisanto. Llevo un año trabajando para don Anselmo. Soy su cochero. Mi padre sigue muy feliz en San Felipe. Él me apoyó para que me viniera a trabajar aquí.
—¡Qué sorpresa, Martín! Estas muy alto y bien parecido, muchacho cabrón.
Martiniano era alto, de gruesa espalda y cintura angosta, lo que le daba un toque de gladiador romano. Su cabello era negro y encrespado, con un rizo que luchaba por a momentos eclipsar su penetrante mirada. Era un hecho que los difuntos padres del muchacho debieron ser bien parecidos porque el cochero atraía las miradas de todas las mujeres de la fiesta, robándole unas pocas de seguidoras al Don Juan de Crisanto.
Martiniano al hablar, volteó hacia donde estaba la festejada. El cruce de miradas fue perfectamente leído y entendido por Crisanto, quien le comentó jocoso:
—¿No me digas que ustedes dos... se entienden?
La mirada de complicidad de Martiniano lo dijo todo. —¡Cuídate mucho muchacho! Si don Anselmo los descubre, te matará.—Lo haré, don Crisanto, y le juro aquí frente a usted, que es mi amigo de mi padre, que Elena no se casará con ese infeliz riquillo.
Crisanto bebió todo el resto de su copa de un jalón. Su mente experimentada se imaginó en unos segundos, como una negra nube en el horizonte, todo lo que se le podría venir al galano hijo adoptivo de Hidalgo.
—¡Qué Dios te cuide, hijo!
El 9 de diciembre de 1796, el virrey Miguel de la Grúa inauguró СКАЧАТЬ