Название: Vientos de libertad
Автор: Alejandro Basañez
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9786074572285
isbn:
Nada de esto lo detendría. Hablaría con la familia Herrera y asumiría el papel de padre que semejante compromiso implicaba.
—Hoy mismo hablo con tus padres, Toña. Pediré tu mano y haremos vida juntos.
Antonia sonrió escéptica. Sabía que su padre jamás aceptaría que se casara con Nacho por no ser alguien importante o de abolengo.
Esa misma tarde Ignacio tomó el toro por los cuernos y habló gallardamente con los padres de la agraviada.
—No aceptaré que te cases con mi hija hasta que seas alguien digno de ella —dijo el padre de Antonia—. Mientras tanto, mi hija se irá a Valladolid, donde tendrá a su hijo. No quiero que la gente se la coma si se queda aquí. Una vez pasada la tormenta quizá regrese. Ya con el niño crecido que digan misa y punto.
—¿Puedo verla en Valladolid?
—Que eso lo decida ella. Pero nada de vivir juntos. Ella irá con su madre, quien la asistirá hasta que nazca la criatura.
El día del alumbramiento finalmente llegó y Nacho y Antonia tuvieron un varoncito a quien bautizaron como Indalecio Allende Herrera. Su destino como pareja se reflejaría en los siguientes años. Por lo pronto Ignacio se desviviría porque a ese niño no le faltara nada.
El 20 de agosto de 1795, el marqués de Branciforte, temeroso de alguna intervención extranjera por el norte de la Nueva España, ordenó la formación de un valeroso regimiento de caballería en la villa de San Miguel el Grande. Se conocería como el Regimiento de Dragones Provinciales de la Reina, en honor a la reina de España, María Luisa de Borbón. Se conformaría por un cuadro de militares profesionales comisionados y pagados por la corona, así como por doce compañías de militares que radicarían en distintos puntos estratégicos en la región del Bajío y el norte de la Nueva España. Cada compañía se integraría por treinta soldados, encabezados por un capitán, un teniente y un alférez.
Ignacio Allende, luchando por sus sueños y el amor de Antonia, ingresaría al regimiento el 19 de febrero de 1796. Serviría en la tercera compañía, ubicada en San Miguel el Grande, con el nombramiento de teniente, bajo las órdenes del capitán José María de la Canal y Landeta y teniendo como alférez a Antonio de Apezteguía, ambos vecinos prominentes de los Allende Unzaga.
Cansado de comerciar vacas y borregos, Allende se compenetraría con el ejército del virrey para ascender socialmente a peldaños más altos. El pertenecer a los Dragones de la Reina lo ponía más cerca de casarse con Antonia y dar así una familia y apellido a Indalecio. Su juventud y el tiempo serían sus aliados para escalar puestos más altos en los turbulentos tiempos que se avecinaban.
La belleza de Amparo Salvatierra había cautivado a don Crisóforo Guerra a niveles de locura. Tres veces se habían visto al salir de misa. En las dos primeras sólo se saludaron. La primera ocasión sólo con un gesto, la segunda con una presentación formal de unos cuantos segundos. En la tercera ocasión caminaron y platicaron un poco alrededor de la plaza. En esta cuarta, la bella dama sorpresivamente accedió a visitar la mansión del enamorado, una hermosa hacienda a su cargo, en la salida al camino a Santa María de los Lagos (Lagos de Moreno). Don Crisóforo estaba a cargo de la hacienda del famoso conde del Teúl. Su patrón andaba de viaje con su familia en España. Crisóforo mantenía una vigilancia cerrada en la mansión del platero de Lagos con dos hombres fuertemente armados, uno en cada esquina del castillo.
—¡Impresionante hacienda, don Cris! ¿Es suya?
—No, pequeña. Sólo estoy a cargo de su vigilancia. Mi patrón es muy rico y anda de viaje. Cómo verás, es toda nuestra para disfrutarla al máximo. ¿Gustas una copa?
—¿Tiene coñac?
Don Crisóforo frunció el ceño con sorpresa. Una mujer que bebiera coñac era un caso raro. Con tranquilidad dejó su afilado sable a un lado de la mesa de fina caoba y se dirigió a la cantina. Tomó dos copas y una botella de Coñac Hennessy enfundada en una coraza plata que tenía grabado el apellido TEUL sobre ella, y regresó sonriente a su lado.
—Déjeme servir las copas, don Cris. Esa botella es una hermosura.
—¡Adelante primor! —mientras Amparo servía las copas, don Crisóforo la tomó por detrás de la cintura y le dio un beso cariñoso en su cuello. Amparo se estremeció con la bella sensación.
Amparo dejó las copas sobre la mesa y correspondió a Don Crisóforo con un suave beso. Al terminar le entregó su copa a su embelesado admirador y ambos brindaron.
—¡Salud mi amor!
—¡Salud, don Cris!
—Pídeme lo que quieras, princesa. Eres una reina.
—¿Lo que yo quiera, don Cris?
—Lo que tú quieras, pequeña. Si quieres la corona de Carlos IV, soy capaz de ir por ella al fin del mundo, todo con tal de complacerte.
Amparo sonrió divertida por lo chusco del halago. Sus hermosos ojos negros parecían lanzar fulgores hipnóticos sobre el viejo vigilante, un hombre cuarentón de ancha espalda y cabeza canosa como salpicada por la nieve. Su ancha nariz parecía arrancada de la imagen de un nativo de las selvas del Congo.
—Usted me halaga, don Cris. Se nota su experiencia en el trato con las damas.
—¿Dices que tus padres también andan en España y te dejaron sola por un tiempo?
—Así es, don Cris. Solita, pero con dinero para pasármela bien y no estar sufriendo carencias.
—¡Salud de nuevo Amparo! ¡Por nuestro amor!
Don Crisóforo puso su calluda mano izquierda sobre la pierna derecha de Amparo, mientras que con la derecha acariciaba su larga cabellera bruna. El agradable aroma de su cabello lo enervaba. La bella muchacha no hizo nada por quitarla. Algo había en aquel hombre maduro que le atraía mucho.
—Eres una mujer muy bella, Amparo. Soy un hombre muy afortunado en estar aquí con una princesa como tú.
—Lo mismo digo yo, don Crisóforo. Todo un administrador de esta imponente hacienda española. A su entera disposición como si usted fuera el dueño. ¡Qué orgullo!
Don Crisóforo acercó su rostro al de ella y ambos se unieron en un candente beso. El administrador se sentía dichoso de haber llegado a ese momento con una mujer tan joven y hermosa. La paciencia del cazador era debidamente recompensada.
La mano de don Crisóforo se deslizó lentamente bajo el vestido de Amparo. Una mano escrutadora que avanzaba lentamente entre sus piernas hacia su ansiada intimidad, lentamente, como lo hace una serpiente de cascabel al divisar un inocente lebrato entre la hierba.
Al llegar a la máxima intimidad de la jovencita, don Crisóforo soltó lo que palpó como si fuera un mortal áspid cuatro narices(1).
—¡Eres hombre! Me engañaste jijo de la chingada —gritó don Crisóforo exaltado.
Herido СКАЧАТЬ