Название: El libro negro del comunismo
Автор: Andrzej Paczkowski
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788417241964
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Los movimientos sociales y nacionales que explotan en el otoño de 1917 se desarrollan a favor de una coyuntura muy particular que combina en sí misma, en una situación de guerra total, una fuente de regresión y de brutalización generales, una crisis económica y el trastorno de las relaciones sociales y la debilidad del Estado.
Lejos de proporcionar un nuevo impulso al régimen zarista y de reforzar la cohesión, todavía muy imperfecta, del cuerpo social, la Primera Guerra Mundial actuó como un formidable revelador de la fragilidad de un régimen autocrático ya quebrantado por la revolución de 1905-1906 y debilitado por una política inconsecuente que alternaba las concesiones insuficientes con la recuperación del poder en manos conservadoras. La guerra acentuó igualmente las debilidades de una modernización económica inconclusa que dependía de una afluencia regular de capitales, de especialistas y de tecnologías extranjeras. Reactivó la fractura profunda existente entre una Rusia urbana, industrial y tutora, y la Rusia rural, políticamente no integrada y todavía ampliamente cerrada sobre sus estructuras locales y comunitarias.
Como los otros beligerantes, el Gobierno zarista había contado con que la guerra sería corta. La clausura de los estrechos del mar Negro y el bloqueo económico de Rusia revelaron brutalmente la dependencia del Imperio en relación con sus suministradores extranjeros. La pérdida de las provincias occidentales, invadidas por los ejércitos alemanes y austrohúngaros en 1915, privó a Rusia de los productos de la industria polaca, una de las más desarrolladas del Imperio. La economía nacional no resistió durante mucho tiempo la continuación de la guerra: en 1915, el sistema de transportes ferroviarios cayó en la desorganización al carecer de piezas de recambio. La reconversión de la casi totalidad de las fábricas en pro del esfuerzo militar destrozó el mercado interior. Al cabo de algunos meses, la retaguardia carecía de productos manufacturados y el país se vio sumergido en la escasez y la inflación. En los campos, la situación se degradó rápidamente: la detención brutal del crédito agrícola y de la concentración parcelaria, la movilización masiva de los hombres en el ejército, las requisas de ganado y de cereales, la escasez de bienes manufacturados, y la ruptura de los circuitos de cambio entre las ciudades y el campo detuvieron claramente el proceso de modernización de las explotaciones rurales llevado a cabo con éxito, desde 1906, por el primer ministro Piotr Stolypin, asesinado en 1910. Tres años de guerra reforzaron la percepción que los campesinos tenían del Estado como una fuerza hostil y extraña. Las vejaciones cotidianas en un ejército en que el soldado era, por añadidura, tratado más como un siervo que como un ciudadano, exacerbaron las tensiones entre los reclutas y los oficiales, mientras que las derrotas minaban lo que quedaba de prestigio de un régimen imperial demasiado lejano. De esta situación salió reforzado el viejo fondo de arcaísmo y violencia siempre presente en el campo, y que se había expresado con fuerza en inmensas revueltas campesinas durante los años 1902-1906.
Desde finales de 1915, el poder no controlaba ya la situación. Ante la pasividad del régimen se pudo ver cómo por todas partes se organizaban comités y asociaciones que afrontaban la tarea de la gestión de lo cotidiano que el Estado no parecía ya en posición de asegurar: cuidado de los enfermos y suministro de las ciudades y del ejército. Los rusos comenzaron a gobernarse por sí mismos. Se puso en marcha un gran movimiento, procedente del trasfondo de la sociedad y de cuyo tamaño nadie se había percatado hasta entonces. Pero, para que este movimiento triunfara sobre las fuerzas disolventes que también estaban actuando, habría sido preciso que el poder le estimulara y le tendiera la mano. Ahora bien, en lugar de construir un puente entre el poder y los elementos más avanzados de la sociedad civil, Nicolás II se aferró a la utopía monárquico-populista del «padrecito-zar-comandante-del-ejército-de-su-buen-pueblo-campesino». Asumió en persona el mando supremo de los ejércitos, acto suicida para la autocracia en plena derrota nacional. Aislado en su tren especial del cuartel general de Mogilev, Nicolás II dejó, en realidad, en 1915, de dirigir al país, entregándoselo a su esposa, la emperatriz Alejandra, muy impopular a causa de su origen alemán.
En el curso del año 1916, dio la impresión de que el poder se disolvía. La Duma del Imperio, única asamblea elegida, por poco representativa que fuera, no se reunía en sesión más que algunas semanas al año. Los gobiernos y los ministros se sucedían, tan incompetentes como impopulares. El rumor público acusaba a la influyente camarilla dirigida por la emperatriz y por Rasputín de abrir a sabiendas el territorio nacional a la invasión enemiga. Resultaba manifiesto que la autocracia no era ya capaz de dirigir la guerra. A finales del año 1916, el país se convirtió en ingobernable. En una atmósfera de crisis política ilustrada por el asesinato el 31 de diciembre de Rasputín, las huelgas, que habían descendido a un nivel insignificante a principios de la guerra, recuperaron su amplitud. La agitación se apoderó del ejército, y la desorganización total de los transportes quebró el conjunto del sistema de suministros. A este régimen, a la vez desacreditado y debilitado, fue al que vinieron a sorprenderle las jornadas de febrero de 1917.
La caída del régimen zarista, producida después de cinco días de manifestaciones obreras y del amotinamiento de algunos miles de hombres de la guarnición de Petrogrado reveló no solamente la debilidad del zarismo y el estado de descomposición de un ejército al que el Estado Mayor no se atrevió a llamar para sofocar una revuelta popular, sino también la falta de preparación política de todas las fuerzas de oposición profundamente divididas, desde los liberales del partido constitucional-demócrata hasta los socialdemócratas.
En ningún momento de esta revolución popular espontánea, iniciada en la calle y concluida en los gabinetes tapizados del palacio de Tauride, sede de la Duma, las fuerzas políticas de oposición dirigieron el movimiento. Los liberales tenían miedo a la calle. En cuanto a los partidos socialistas, temían una reacción militar. Entre los liberales, inquietos por la extensión de los disturbios, y los socialistas, para los que la hora era evidentemente la de la revolución «burguesa» —primera etapa de un largo proceso que podría, con el tiempo, abrir camino a una revolución socialista— se produjeron negociaciones que llegaron, después de largas conversaciones, a la fórmula inédita de un doble poder. Por un lado, estaba el Gobierno provisional, un poder preocupado por el orden cuya lógica era la del parlamentarismo, y cuyo objetivo era el de una Rusia capitalista, moderna y liberal, resueltamente anclado en sus aliados franceses y británicos. Por el otro, se hallaba el poder del Soviet de Petrogrado, que un puñado de militantes socialistas acababa de constituir y que pretendía ser, en la gran tradición del Soviet de San Petesburgo de 1905, una representación más directa y más revolucionaria de las «masas». Pero este «poder de los soviets» era en sí mismo una realidad móvil y cambiante, según el grado de evolución de sus estructuras descentralizadas e incipientes y, todavía más, de los cambios de una versátil opinión pública.
Los tres gobiernos provisionales que se sucedieron, del 2 de marzo al 25 de octubre de 1917, demostraron que eran incapaces de resolver los problemas que les había dejado en herencia el antiguo régimen: la crisis económica, la continuación de la guerra, la cuestión obrera y el problema agrario. Los nuevos hombres en el poder —los liberales del partido constitucional-demócrata, mayoritarios en los dos primeros gobiernos, al igual que los mencheviques, y los socialistas revolucionarios, mayoritarios en el tercero— pertenecían todos a estas elites urbanas, cultivadas, a estos elementos avanzados de la sociedad civil que estaban divididos entre una confianza ingenua y ciega en «el pueblo», y un temor a las «masas sombrías» que los rodeaban y a las que conocían además muy mal. En su mayoría, consideraban, al menos en los primeros meses de una revolución que había afectado СКАЧАТЬ