Название: El síndrome de Falcón
Автор: Leonardo Valencia
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
isbn: 9789978774748
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¿Qué otros ejemplos útiles de una amplitud de criterios y maneras de leer se tiene en la ensayística de narradores como Valencia y sus pocos pares que he mencionado arriba? Para poner esta pregunta en una perspectiva debida y necesaria vale tener una idea somera de los desarrollos desde el cambio de siglo en torno a la interpretación del “género”, entrecomillado por ahora a causa de los bemoles que discutiré. Según el magistral The Essayistic Spirit (1995) de Claire De Obaldia, la relación más radical entre los textos no es la que se da entre los estrictamente literarios sino entre las nociones que Occidente considera que definen al “ensayo”, la “literatura” y la “crítica moderna”. Ese desplazamiento, como también discuto, ha sido matizado y añadido por otros estudiosos latinoamericanistas del género, y en años recientes con mayor amplitud por la académica francesa Langlet y el irlandés más “ensayístico” Brian Dillon. Al notar la ruptura de esos límites y concebir la potencialidad como la mejor definición de la modernidad a finales del siglo veinte (cuando aparece Valencia), De Obaldia trastorna el principio mediante el cual cualquier texto puede funcionar como un objeto cuyo significado es coherente e independiente, ayuda memoria que estructura su libro:
El tratamiento estético que el ensayo le da a su objeto como alternativa al enfoque totalizante de la filosofía como ciencia motiva el desplazamiento implícito en la noción de ‘ensayismo filosófico’ de la filosofía a la filosofía del arte (una filosofía que se ocupa de la representación, una ‘estética’), de la filosofía del arte al arte o crítica literaria, y finalmente al arte o crítica literaria como arte y literatura (p. 55).
Es decir, las interpretaciones inamovibles exponen el poder del ensayo para agobiar las emociones e influenciar varias perspectivas. Por similares razones, en su Panorama del ensayo en el Ecuador (2017) Rodrigo Pesántez Rodas afirma que Valencia es uno de los escritores contemporáneos que “más ha logrado esencializar la palabra, dentro de sus diversas connotaciones anímicas y creativas en escenarios de multiplicidades genéricas” (p. 170), matizando diplomáticamente que “Su visión por sistematizar tiempos y espacios consistentes, lo ha llevado a la necesidad de entablar un diálogo frontal con la tradición literaria nacional, partiendo de alguna o algunas obras que pueden o pudieran considerarse como referentes” (p.170). Necesariamente somero, el crítico ecuatoriano concluye que “Su ensayo El síndrome de Falcón, 2008, es un encuentro con la palabra enriquecida de aleros percepcionales en temas y autores, tiempos y espacios, estilos y desaciertos” (p.170), y como insiste Varas, son llamadas al diálogo. Tampoco se puede negar el significado histórico de su libro, porque ahora Valencia no es una vox clamantis in deserto, y no se puede desestimar su obra sin echar por la borda una lógica fundamental del ensayo: una secuencia de desgloses que sacuden, autorizados a un rango especial debido a su originalidad, y ahora a su influencia.
Si se tira del hilo que intuye Pesántez Rodas se llega a otro factor determinante para entender El síndrome de Falcón: el ensayismo en sí y como práctica activista. Se debe notar además que desde su tercera vía el tomo que nos reúne se alinea con un espíritu occidental, porque después de De Obaldia (a cuyas nociones me refiero a través de este prólogo), y con base en autores de una tradición anglófona mundialmente conocida, Dillon se refiere al ensayismo (pp. 20-22). A diferencia de De Obaldia, Langlet (a quien se le debe el mejor recorrido histórico y teórico de estos años sobre el género) y Valencia, Dillons también se concentra más en los sentimientos personales que en la forma, según él una mejor manera de entender la mejor no ficción anglófona del siglo pasado. Para ese aspecto, en “El arrepentirse”, recordando que habla de los retratos que pinta (tema no desconocido para el ecuatoriano, como se verá), Montaigne describe la existencia como sigue:
El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso—la tierra, las peñas del Cáucaso, las pirámides de Egipto—por el movimiento general y por el propio. La constancia misma no es otra cosa que un movimiento más lánguido. No puedo fijar mi objeto. Anda confuso y vacilante debido a una embriaguez natural. Lo atrapo en este momento, tal y como es en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser; pinto el tránsito, no el tránsito de una edad a otra […] Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables, y de imaginaciones indecisas y, en algún caso, contrarias (pp. 1201-1202).
Dillon sigue esas pautas del siglo dieciséis, porque para él el ensayismo “No es meramente la práctica de la forma, sino una actitud hacia la forma—hacia su espíritu de aventura y su naturaleza inacabada—y hacia mucho más” (p. 20). De acuerdo. También propone que hoy el ensayismo es tentativo e hipotético, un hábito de pensar, escribir y vivir, “pero con límites” (pp. 21-22); combinación que le atrae porque provee la sensación de un género “suspendido entre sus impulsos hacia el azar o la aventura y una forma lograda, de integridad estética” (p. 21). No importa cuál prosa no ficticia de Valencia se consulte, se confirmará que esas nociones de Dillon serían descubrir la pólvora para él, un practicante de mayor experiencia vital que la que muestra Dillon, por no decir nada de la política que rodea al ecuatoriano. En ese sentido este sabe que los ensayistas deben ser reconocibles, mientras Dillon cree que deben ser personales y confesionales. Valencia siempre es fiel a un dictado de un intérprete hispanoamericano clásico del género, Martín Cerda, quien al hablar del pensar/despensar y la constante discusión de ideas en la práctica (en el sentido que comporta utilidad o produce provecho), asevera:
Desde Montaigne hasta hoy, en efecto, el ensayista descubre en cada orden de cosas (vida propia, organización familiar, sistema laboral, estructura social) no una ‘armonía’, un cuerpo orgánico, sino más bien, una pluralidad de conflictos, desequilibrios y contradicciones. Este descubrimiento, usualmente doloroso, lo obliga a preguntarse irremediablemente por la ‘razón’ de cada uno de ellos y, por ende, a enfrentarse con ese otro ‘orden’ de ideas, valores y opiniones—ordo idearum—que los instituye, justifica o enmascara (pp. 40-41).
En su lectura de Montaigne —que creía que sus ensayos eran inútiles “en un siglo muy depravado”— Ordine sostiene que “la conciencia de su inutilidad […] puede convivir muy bien con su convicción de que ‘en la naturaleza nada es inútil’, ‘ni siquiera la inutilidad misma’” (p. 54). Visto así, y él mismo sería el primero en fijar su modestia y ambición, Valencia es un anatomista de nuestros desórdenes literarios, condición en la cual las distracciones, hoy más diseñadas y manipuladas que nunca, exprimen nuestra atención por motivos de lucro (Montaigne decía “nunca por la ganancia”), permitiendo, como señalaba Walter Benjamin, que se pierdan las esquirlas del pasado, las historias contestatarias que no pierden su utilidad. Naturalmente, preguntar para qué sirven las cosas es una ansiedad que sigue hasta este siglo.7
¿Redefinición de la no ficción?
La redefinición proviene primero de la idea que los autores tienen hoy de la prosa. Los teóricos y críticos del siglo veinte trataron de definir la “no ficción”, pero no hay evidencia de que sus postulados hayan pasado al manual de los usuarios, o superado las luchas seculares СКАЧАТЬ