Para volverse loco. A. K Benjamin
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Название: Para volverse loco

Автор: A. K Benjamin

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Turner Noema

isbn: 9788417866778

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СКАЧАТЬ intensamente imaginables. Ha tomado su regalo vacío, el arma que han usado para luchar entre ellos, y lo ha convertido en algo suyo, algo evocativo, erótico, peligroso, impactante, tanto que se convierte en su Nombre Propio.

      Hice esa última nota en el tren de Leeds para casa. Por más que había intentado interpretar su comportamiento, hasta ese momento no había logrado entender en absoluto el objetivo del chico. A través de los años me he ido familiarizado más con el dolor y he descubierto por mí mismo que, en momentos de gran excitación, aquellos que tienen umbrales altos pueden sufrir una repentina inversión de carga contradictoria y experimentar el dolor como si fuera placer.

      —Creo que fue la primera vez que realmente se sintió como él mismo. —Hace una pequeña pausa—. Le estaba haciendo un té. Los panqueques precocinados aún estaban medio congelados en el horno, pero olía a quemado. Oí gritar al pequeño. Lo primero que pensé es que esta vez lo había matado. De verdad, incluso en ese momento antes de saber lo que estaba pasando, una parte de mí estaba aliviada de que por fin hubiera sucedido algo, de que la idea del tren fuera una mierda. Me encontré a James al pie de las escaleras gritando que su pelo estaba en llamas. Pero su pelo estaba bien, no le pasaba nada.

      El dolor se puede experimentar por empatía, puramente por observación, así como por estímulos físicos o emocionales directos; las tres formas producen la misma actividad cerebral.

      —Y de repente lo vi en lo alto de la escalera, con los pantalones del colegio bajados hasta los tobillos, riendo y llorando a la vez… Sostenía su colita chamuscada entre las manos y decía: “Lo siento mamá, lo siento mucho”.

      Y mientras ella llora en silencio contra el pañuelo que le he dado, me giro para mirar al padre que se ha ocultado aún más tras su abrigo de lana, como si este lo estuviera devorando; y aun así sigue sonriéndome de forma inexpresiva. Pienso en lo mucho que se parece al padre de Los chicos del ferrocarril, con su pelo moreno, su barba y sus ojos azules, aquel al que meten en la cárcel injustamente y que desaparece hasta que finalmente vuelve.

      [1] N. de la T.: Alcohólicos Anónimos, Narcóticos Anónimos, Cocainómanos Anónimos, Adictos al Sexo y al Amor Anónimos (aunque el colectivo utiliza las siglas en inglés de Sex and Love Addicts Anonymous).

      —¿Podría levantar su mano izquierda?

      —¿Mi mano izquierda?

      —Sí, por favor, levántela.

      Esta vez lo hace bien, ya van dos de tres.

      —¿Ha tenido dificultades para conducir?

      —No, no lo sé… ¿Debería?

      —¿Como usaría unas tijeras?

      —¿Qué tipo de tijeras?

      —De cortar el pelo.

      —Yo voy a la peluquería.

      —Pues unas tijeras cualesquiera.

      —¿Así? —pregunta mientras corta el aire con su segundo y tercer dedo—. ¿Lo he hecho bien?

      No lo ha hecho bien; quería que me mostrara cómo se usan unas tijeras, no cómo se representan. Tomo una nota mental, mi escritura ahora solo la pondría más nerviosa.

      —Por favor, salude.

      —¿Que haga qué?

      —Salude para decir hola.

      Alza su brazo con indecisión y saluda como si estuviera probando una mano prostética.

      —¿Así? ¿O eso es para decir adiós?

      La paciente tenía Alzheimer, o demencia vascular, o degeneración corticobasal, o quizá nada. Se llamaba igual que mi madre, tenía una edad parecida y llevaba el mismo vestido de flores que hubiera llevado mi madre. Tenía un largo día por delante. Tras mi visita le esperaba un análisis de sangre, una punción lumbar, una resonancia magnética, un electroencefalograma y por último una visita al neurólogo especialista encargado de tomar una decisión.

      Lucy no estaba superando las pruebas y era consciente de ello. Las arrugas en su rostro envejecido formaban un mapa isobárico. Estaba sudando en plena mañana de noviembre en una consulta tan fría que hasta podía ver mi propio aliento. Incluso los pequeños y arrugados lóbulos de sus orejas estaban plagados de gotitas. Sus explicaciones eran confusas; o bien había confundido la casa del vecino con la suya, o bien solo le estaba regando las plantas como favor; o bien inundó la cocina mientras hablaba con un vendedor telefónico a la vez que limpiaba, o bien su lavaplatos se había estropeado. Tardó quince minutos en encontrar el camino de vuelta del baño, donde ya había estado dos veces en menos de una hora. Había agua por todas partes. Sus historias hacían aguas, sudaban, se inundaban, eran incontenibles. Se parecía a mi madre y a la vez no se le parecía en nada.

      Las palabras se le pegaban en la lengua como si fueran mantequilla de cacahuete. Transformó una batidora en una bebedora, luego en una mecedora y también en una nadadora. No recordaba quién había sido primer ministro antes que Cameron.

      —¿Es Blair…? —pregunta, buscando pistas en mi expresión—. No es Blair… Es el malhumorado con papada… No lo sé, todos son igual de malos.

      La mayoría de nuestras facultades disminuyen con la edad, y los cerebros que hasta entonces han estado sanos empiezan a atrofiarse. La última vez que fui a casa de mi madre me sorprendí por la frecuencia con que utilizaba la palabra “cosa” o “cacharro”. Podría deberse solo a la edad. Durante estos últimos años nuestra relación se había ido estrechando, pero siempre será frágil.

      —Por dios, Lucy, ¡venga ya! Es tan poco memorable… —Mientras su versión de los hechos cambiaba de catástrofe a negación en la misma frase, me inunda un sentimiento de familiaridad. Madre e hijo reflejando la confusión del otro.

      Me explicó el mundo de donde venía. Dieciocho meses antes se había jubilado tras una larga carrera ayudando a los demás, pero de repente perdió al que había sido su marido durante cuarenta y tres años por culpa de un cáncer de páncreas, así que tuvo que renunciar a su plan de pasar los primeros años de su jubilación trabajando con los niños indígenas de Bolivia (había estado quince años preparándolo todo, incluyendo clases de español y un par de viajes). Sus hijos hacía tiempo que se habían ido de Londres en busca de viviendas más asequibles y la mayoría de sus amigos estaban enfermos o muertos. Le acababan de diagnosticar diabetes de tipo 2, enfermedad que se sumaba al intestino irritable, al dolor crónico, al herpes y a la movilidad reducida debido a una cadera deteriorada. En sus ojos llorosos y trémulos por el miedo aún se podía ver la sombra de todo lo que había amado. Con una honestidad aplastante y siniestra me contó que, a pesar de las frecuentes alegrías que tenía, su vida había sido una lucha constante para no hundirse. Pero nada podría haberla preparado para lo mucho que sufrió durante los últimos meses mientras esperaba a que llegase la visita “urgente” al ambulatorio. Insomnio, ataques de pánico, pérdida del apetito, agorafobia. Todo esto en una mujer cuyos planes de jubilación incluían practicar espeleología e ir en Vespa por la zona 3 de Londres.

      No podíamos ignorar esos factores. Diagnósticamente hablando, cabía la posibilidad de que esas graves perturbaciones la preocuparan hasta tal punto que fueran las causantes de los síntomas. Y a eso debíamos sumarle el hecho de que su cerebro y vías neuronales СКАЧАТЬ