Para volverse loco. A. K Benjamin
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Название: Para volverse loco

Автор: A. K Benjamin

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Turner Noema

isbn: 9788417866778

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СКАЧАТЬ posible signo diagnóstico que había aprendido a detectar con los años, pero que no se me había ni pasado por la cabeza en los inicios de mi carrera.

      Ben acababa de cumplir treinta años.

      —¿Y a qué se dedica? —pregunto.

      —Trabaja en una organización benéfica para los sin techo. Ayudó a ponerla en marcha.

      —Parece que aquí el sinhogarismo es un grave problema. —Mientras daba un breve paseo por una galería comercial victoriana, donde una de cada dos tiendas es de depilación o bronceado, me habían preguntado si quería el periódico benéfico Big Issue cuatro veces.

      —Efectivamente es un problema, especialmente para él. Tiene el mismo aspecto que ellos, huele como ellos y siempre está pidiendo dinero para dárselo corriendo a ellos. —Seguía manteniendo un equilibrio entre su lado más duro y su lado más tierno. Parecía que él aún la obligaba a ser caritativa, como si fuera su mendigo bedlam particular.

      —¿Puedo hacerle una pregunta rápida, doctor? —Aún conservaba el mismo impulso de decir más.

      Siempre he sido muy laxo con los límites profesionales, por lo que accedí y nos fuimos a tomar un café en la media hora que me quedaba antes de subir al tren. Por aquel entonces la había derivado a un psicoterapeuta que según ella fue “más que inútil” (aunque no especificó el porqué), pero de algún modo la experiencia le había dado las energías para finalmente dejar a su marido, a su terapeuta y a los hombres en general. Además de tener a sus hijos, tenía un grupo de amigas íntimas, disfrutaba de su trabajo y había encontrado su hogar en un grupo budista del barrio.

      Me habló de él, del caos que había sido su adolescencia y su primera juventud, completamente increíble y a duras penas soportable, de lo convencida que estaba de que acabaría muerto o loco, y de lo mucho que aún la angustiaba esa posibilidad.

      —Vive como si estuviera haciendo equilibrios con dinamita encima de la cabeza. O quizá soy yo la que vive así. Pero él ni siquiera se da cuenta de que hay dinamita de por medio.

      Algunas cosas no cambian. Al igual que antes, llena todo el espacio que nos separa con su preocupación, esclavizada por los mismos ritmos de ansiedad y remordimiento.

      —Si hubiera sabido todo lo que sé ahora lo habría hecho mejor.

      —Siento que su hijo haya tenido una vida tan dura y difícil.

      Me cuenta que no para de leer libros de psicología y autoayuda. ¿Sabía que hay tres tipos de niños? Los que están suficientemente bien cuidados, los que están perdidos para siempre (a causa de una “perturbación fundamental de la estructuración básica”, lo recuerda bien), y los que están entremedio, los que pueden ir hacia cualquiera de los dos lados.

      —¿De qué tipo es él? —Su inteligencia ilimitada siempre se atasca en el mismo punto.

      Me gustaría haber respondido que solo existen dos tipos.

      —Aún hay tiempo —mentí. Dado su historial de trauma prenatal y de apego temprano, era muy probable que tuviera problemas graves. Era probable, pero no seguro—. Nunca llegué a conocerlo, señora Milner.

      —Es verdad.

      —Debería irme.

      “Juntos”, un díptico del que formo parte aunque sea un personaje invisible. Juntos, pero no por mucho tiempo. Milner dejó la casa familiar pocas semanas después y se llevó a su hijo mayor consigo, aunque no era lo apropiado para ninguno de los dos. Juntos, pero no por mucho tiempo; nos quedaban siete minutos de visita y aún estaba esperando a que me dijeran por qué habían venido realmente.

      No tuve que esperar mucho más. El grito la había liberado, como si fuera un tren sin frenos, y empezó a contar cómo su marido montó una vía de cualquier manera en un tablero enorme en la habitación de su hijo, le dijo que el motor no arrancaría a no ser que completara el circuito y lo dejó solo. Ella vio con gran satisfacción que la locomotora, una preciosa replica de una Mallard azul oscuro, no salió nunca de la caja. Su hijo construyó el circuito más básico y poco imaginativo posible. Nunca colocó en el tablero el paso a nivel con su semáforo operativo, ni la colina realista con su túnel. Había trabajadores amputados y aldeanos desparramados por el suelo como si hubieran pisado una mina o se hubieran emborrachado; el alcalde decapitado montaba un cerdo y la muñeca Barbie (una recomendación de su novio psicólogo para fomentar la feminidad del niño, ¡ja!) estaba despatarrada en las vías de tren como una estrella porno. Si fuera una terapia de juego cumpliría todos los ítems de riesgo proforma.

      Pero todo aquello no era más que una maniobra de distracción, pues resulta que su imaginación estaba centrada en otra parte.

      Me contó que el niño siempre iba directo de la escuela a casa y nada más llegar se encerraba en su habitación con paquetes de tamaño familiar de Oreo y Doritos. Puso una pegatina en la puerta de su habitación: “Zona desnuclearizada – ¡Prohibido entrar!”. (El psicólogo también la había animado a dejarle pasar tiempo en su habitación para fomentar su capacidad de estar a solas. De nuevo, ¡ja! ¿Qué sería de nosotros sin la psicología profesional?). Se negó a que sus amigos fueran a jugar con sus locomotoras. Durante los días siguientes, Milner llegaba a casa del trabajo y se encontraba el salón en orden y al hijo pequeño viendo tranquilamente los dibujos animados, por lo que miraba a su mujer con aires de suficiencia.

      Como suele ocurrir en estos casos, la experimentación empezó de forma casual. Estaba jugando con las vías distraídamente cuando de repente un pequeño calambre le recorrió el brazo. La caja eléctrica tenía un dial que controlaba la velocidad del tren: a más velocidad, más alta la descarga. Puso todos los dedos, uno tras otro, examinándola con cuidado y descubriendo todas sus distintas características.

      ¿Buscaba una correlación física a su perturbación emocional?

      Siempre llegaba a un punto en que el placer y el dolor estaban en perfecta armonía, pero era momentáneo y diferente para cada dedo. También variaba si antes se los chupaba o si llevaba puestos sus calcetines de piscina de látex.

      ¿Quería crear un ambiente sensorial fiable como sustituto de la madre como ambiente?

      Había muchas variables, el punto de armonía siempre cambiaba, por ejemplo, las sutiles diferencias del tiempo en que el calambre tardaba en recorrerle el brazo. Y cuando terminaba el brazo, ¿hacia dónde seguía? Parecía que le llegaba hasta el corazón.

      ¿Podría estar comprometiendo futuras relaciones íntimas?

      Lo más importante era ser lo más sistemático posible. Sistemático y dedicado, como si fuera un toxicólogo del siglo xix experimentando sobre su propio cuerpo. Si su padre el científico lo hubiera sabido habría estado orgulloso.

      ¿También podría ser una forma de atacar su propia sensibilidad?

      Su experimentación lo llevó intuitivamente a una dimensión más íntima de la experiencia sensorial, tumbándose medio desnudo encima de las vías como si fuera el gigante Gulliver o una descomunal heroína en apuros como las que salen en las aventuras mudas de Harold Lloyd, las que ponen antes del noticiario: “¡Socorro!¡Socorro!”.

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