Para volverse loco. A. K Benjamin
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Название: Para volverse loco

Автор: A. K Benjamin

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Turner Noema

isbn: 9788417866778

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      —De acuerdo, yo lo compré.

      Y mientras él me cuenta la de horas que de pequeño pasó jugando a lo mismo con su padre, ella lo subtitula desde su lado del sofá poniendo los ojos en blanco, apretando la mandíbula, chasqueando la lengua y negando enérgicamente con la cabeza, por si acaso no me estoy dando cuenta de lo irrelevante y estúpida que es la explicación.

      —¿Qué tipo de líos? —interrumpo.

      —Su uniforme siempre está hecho un desastre, revienta bolígrafos de tinta con la boca, llega tarde a clase.

      —Puso setas venenosas en las gachas de su hermano.

      —Él creía que eran champiñones.

      —Casi se rompe el cuello saltando por la ventana de su cuarto.

      —Solo se rompió el pie, era un numerito para ganar amigos, es un diablillo.

      —¿Diablillo? Es el Demonio.

      —Solo quería impresionarles.

      —Claro, igual que quería impresionar con su pene a la niña de dos casas más abajo, que solo tiene siete años.

      Han tomado el control. Empiezo a tomar notas para simular que soy de utilidad, para sentir que todavía existo. Me pregunto hasta dónde es capaz de llegar el niño para sentirse igual cuando está con ellos.

      Hay una copia impresa del historial clínico relevante junto al informe del médico de cabecera; al hermano, que entonces tenía cuatro años, lo hospitalizaron preventivamente por haber ingerido setas de origen desconocido. Anteriormente, ya lo habían hospitalizado dos veces: una por haber ingerido a la fuerza una chincheta y otra por haber recibido un golpe en la cabeza con un péndulo de plomo, después de que lo encerraran en un reloj de pie. Los ingresos al hospital de mi paciente incluían, entre otros, la inmovilización de un tobillo fracturado a la edad de siete años tras caer por la ventana de su cuarto a cinco metros de altura. También lo habían ingresado varias veces de Urgencias en los últimos meses. Cinco meses antes de nuestra cita, ingresó en el hospital por una operación relativamente menor, pero el día en que iban a darlo de alta se tiró deliberadamente de la cama, cosa que reabrió su herida quirúrgica y por ende alargó su estancia otra semana. Y tan solo dos semanas después, diez días antes de nuestra cita, el niño volvió a pasar la noche en el hospital por motivos no documentados.

      Era obvio que el padre había borrado de su mente todas esas visitas al hospital. Un profesor de la carrera, un texano con inclinaciones al psicoanálisis, nos advirtió de que debíamos estar siempre atentos a la negación de nuestros pacientes: “Siempre habrá un elefante en la habitación, tendréis que haceros cazadores de elefantes”. (Nos reímos tanto de su prepotencia como de lo inapropiado que estaba siendo). “Uniforme desastroso”, “líos”: no eran más que su pobre manera de infravalorar la situación, una descripción eufemística en el mejor de los casos, conejitos en una habitación llena de elefantes. Mientras Milner ofrecía estos ejemplos de la delincuencia de su hijo parecía disociado y expuesto, y a duras penas conseguía dibujar su sonrisa de pega. Recuerdo pensar que no había ningún indicio de lo que había leído sobre el niño en la cara de este hombre tan tenso y mojigato, y viceversa. Sin duda eso era parte del problema.

      —Tiene un umbral del dolor muy alto —dijo, dando la misma explicación por segunda vez.

      —No es verdad. Además, eso no existe, ¿verdad? —me pregunta ella.

      —Técnicamente sí que existe, ¿verdad? —me pregunta él.

      —¿Verdad? —me pregunta ella de nuevo a mí, el árbitro.

      Sigo garabateando un torrente de ideas a medio concebir, más pretenciosas que perspicaces. Por ejemplo:

      B no asiste a la valoración preliminar, pero son los padres los que realmente están ausentes.

      Y:

      Se sienten completos en la miseria… completos, pero dependientes. Si B no existiera tendrían que inventárselo.

      En realidad, solo estoy evitando los dos pares de ojos que me miran inquisitivamente.

      —Bueno, es complicado —respondo.

      Y es que, tal y como he aprendido durante el doctorado, nadie puede negar que el dolor es complicado. En términos darwinianos, se asocia con el peligro, el principio primario de organización del comportamiento humano. Su significancia se ve reflejada en su complejidad, ya que tiene más matices excepcionales que cualquier otra percepción sensorial, y sus parámetros apenas se están empezando a esbozar en la literatura (Crittenden, 2008). Los umbrales solo tienen sentido en el contexto de la tolerancia, la magnitud, la sensibilidad, el historial del dolor, las expectativas, el temperamento y la predisposición. Existen varias motivaciones potenciales; no se puede asumir que siempre se evitará el dolor cuando hay acciones motivadas por la búsqueda de experiencias nuevas o por la obtención de recompensas que también pueden controlar el comportamiento. Y todo esto sin tener en cuenta que las causas de nuestro dolor, potencialmente ilimitadas, pueden ser cualquier cosa sobre la faz de la tierra: los estudios muestran que los posibles estímulos que pueden generar dolor resultan únicos en cada individuo. La pelea del señor y la señora Milner es parte de una gran disputa en medicina que las especialidades de neurología, psiquiatría, anestesiología, ortopedia y psicología intentan evitar, resentidas por las negativas a ceder en sus restrictivas opiniones, aunque cada una sigue afirmando que es el origen intelectual de la disputa. El dolor es como un leproso, un paciente por el que todo el mundo se preocupa pero que nadie quiere tocar.

      —Es un ladrón, nos ha estado robando a los dos durante años, y también a nuestros vecinos, y en las tiendas —dice la madre—. Cigarrillos, bolígrafos, pegatinas, chocolatinas, patatas fritas; come un montón de patatas fritas, se las come como si fuera un tiburón devorando una lancha motora. Y también come cosas vivas: insectos, gusanos, arañas, ranas, incluso una vez un gorrión que aún agonizaba. ¿Por qué lo hace? —me pregunta.

      Para montar un “espectáculo horrible y que os dignéis a mostrarle caridad…”, aunque también podría tener algo que ver con el umbral de dolor…

      Sigo escribiendo en vez de hablar. Por aquel entonces me faltaba tener más confianza en mis propias convicciones. Lo que quería decir era que en un triángulo progenitores-hijo distorsionado en que el niño es incapaz de ver y comprender los factores que motivan el comportamiento de los adultos, como por ejemplo un conflicto marital arraigado e ignorado, podría dar como resultado actos dramáticos de interiorización compulsiva (¡¿gorriones?!) o espectaculares escenas de suicidio (saltar desde la ventana), en un intento de generar en los progenitores comportamientos más sencillos de interpretar. (Casi puedo oír al niño decir: “¡Tachán! ¡Aquí estoy! ¡Eh, aquí! Queredme… Odiadme si preferís, pero ¡miradme!”). Por otro lado, también podría inducirlo a tener una consciencia más entumecida en forma de extrema tolerancia al dolor.

      —Es difícil saberlo con certeza. —Es todo lo que soy capaz de decir.

      La madre me explica que al llegar del colegio su hijo se encierra en el salón y empieza una especie de ritual para recolocar cualquier objeto que quede en el campo de visión entre su silla y el televisor: patos de madera, elefantes africanos, una cigüeña de Lladró con una sola pierna, una alfombra de oso polar falsa… todo tiene que estar apilado al otro lado del salón junto con docenas de libros, discos, varios objetos de latón de los inicios de la industrialización, todo escondido detrás del sofá: “Lo СКАЧАТЬ