Название: Espasmo
Автор: Federico De Roberto
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664131706
isbn:
—¿Eso no le prueba a usted—exclamó el joven, sin contestar directamente a la pregunta, si no formulando el a su vez una nueva interrogación,—eso no le prueba a usted en qué abismos de desesperación había caído? ¿No es cierto que para que, inspirada y sostenida siempre por una fe como la suya llegara a hablar de darse la muerte, la vida debía habérsele hecho odiosa o intolerable?... Sí, hubo un momento en que deseó morir. Yo mismo oí de su boca la tremenda palabra. Pero eso fue un momento, y no ahora... ¿Debo decir a usted cuál era la esperanza que después nos mantenía a ambos... el sueño divino de una felicidad?...
Ahogado repentinamente por los sollozos, le fue imposible proseguir. Y el juez, a cada momento más impresionado al ver que la fisonomía moral del joven era muy distinta de la que él le había atribuido guiándose de sus propios recuerdos y de la reputación que aquél tenía, examinaba mentalmente la eficacia de la prueba moral que por fin precisaba el acusador.
Si era cierto lo que decía, si la muerta le había amado, la acusación parecía ya menos improbable. Que el sentimiento del más allá hubiera debido impedir matarse a aquella mujer, era cosa que Ferpierre creía hasta cierto punto; pero que un sentimiento más humano, enteramente humano, hubiera podido disuadirla de su funesto propósito, no le parecía improbable. La calidad de los motivos a que el hombre obedece es muy diversa, y en la jerarquía de los sentimientos la fe tiene el puesto más alto; pero, en la práctica, sus virtudes no están en relación con el grado que ocupan en esa escala ideal, y con mucha frecuencia pueden más, no solamente las pasiones inferiores, sino hasta los ínfimos instintos. Contra los dolores insoportables, contra la necesidad de inquietud y reposo, el sentimiento religioso que prohíbe la muerte voluntaria puede ser ineficaz; el amor, la esperanza de satisfacer una pasión esencialmente vital, reconcilian más prontamente con la vida.
—Pero ¿qué valía aquella presunción? ¿Cómo servirse de ella para inculpar a dos personas?
—Usted comprenderá—repuso el magistrado cuando vio calmarse la angustia de Vérod,—la necesidad que me obliga a hacerle ciertas preguntas que le serán dolorosas. Me parece haber comprendido bien el sentimiento en fuerza del cual la Condesa, a juicio de usted, habría permanecido con un hombre con quien ya nada la ligaba. Quería aceptar, casi sufrir, ¿no es cierto? como un castigo merecido, hasta el último, las consecuencias de su error... Pero si eso le había sido posible antes de conocer a usted, ¿cómo no recuperó su libertad el día que otra esperanza la sonrió?
—Sí, ¿por qué no la recuperó?—replicó Vérod, como hablando consigo mismo.
—¿Usted no sospechó el motivo?
—Ella misma me lo dijo.
—¿Y fue?...
—Que ya no se creía, no se sentía libre... El compromiso que había contraído un día al aceptar la vida común con ese hombre, era para ella un compromiso sagrado... No quería pasar de un hombre a otro... Ni yo tampoco la quería de esa manera...
¿Era creíble el escrúpulo que manifestaba Vérod? Un hombre enamorado que se siente amado ¿conoce obstáculos por el cumplimiento de sus anhelos? Cierto es que en las almas capaces de abrigar ideas generosas y escrúpulos delicados, tienen éstos y aquéllas mucha fuerza, principalmente en los comienzos de la pasión, y de las mismas declaraciones del joven resultaba que su amor estaba en la base inicial. Después, se presentaba tan distinto de lo que debía ser según su reputación, hablaba con un acento tan profundamente triste, había en su voz un temblor tan vecino del llanto, que Ferpierre no quiso sospechar de su sinceridad.
—Pero entonces—replicó,—si esa señora le amaba a usted y no se creía libre; si por una parte quería y por otra no podía romper un vínculo ya mortificante para ella; si el nuevo amor en que se concentraba su sola razón de continuar viviendo le estaba vedado por escrúpulos morales, ¿ese mismo argumento que usted aduce para reforzar su acusación, no se vuelve en contra de ésta? La esperanza que habría debido sostener a esa mujer ¿no se habría convertido más bien, en un nuevo y último motivo de desesperación?
—¿Cómo?... ¿Por qué?...—balbuceó Vérod, aturdido.
—Digo que, queriéndole a usted esa señora y no pudiendo amarle sino a costa del respeto que se tenía a sí misma, no encontró en el amor que usted la tenía el consuelo que usted dice. Por el contrario, ese fue su dolor extremo, la razón definida que tuvo para abandonar la vida.
Como si el joven no hubiera comprendido al principio, o le pareciera haber comprendido mal, miraba a su interlocutor con ojos despavoridos, y en toda su actitud, en sus labios entreabiertos, en su respiración breve y precipitada, en el tembloroso ademán con que alzaba el brazo y se oprimía el pecho con la mano, se veía como si de repente hubiera sentido el corazón atravesado por un dolor agudísimo.
—¿Yo?... ¿Yo?... ¿Dice usted que por causa mía?... ¿Yo la he muerto?... ¡Oh!
Y, ocultando la cara entre las manos, sofocó un grito de dolor sobrehumano.
Ferpierre se vio obligado a guardar silencio, no tanto por discreción como porque sintió una insólita turbación. Había ido allí a instruir un proceso y mientras tanto asistía a un drama. El espectáculo de las pasiones le era habitual, pero la casualidad lo ponía en ese momento en presencia de una alma con la que lo unían los recuerdos de la juventud despertados de improviso. El hombre que estaba allí con él no era solamente el antiguo compañero con quien en otros tiempos había tenido frecuentes conversaciones, era también uno de los más claros ingenios de su época. La naturaleza de este ingenio no le había inspirado simpatía, y aunque no hubiera descubierto, como acababa de descubrir, cuán poco se asemejaba el hombre al escritor, esa misma rivalidad intelectual que mediaba entre ambos lo turbaba, lo substraía de su ordinaria indiferencia, de la necesaria serenidad. Y ante aquel dolor se sentía conmovido, cuando precisamente tenía necesidad de toda la lucidez de su espíritu para estudiar la acusación.
Pero, una vez que el joven estaba abrumado por la sospecha de haber sido él mismo la causa involuntaria del suicidio de la Condesa, era necesario, no solamente hacerle creer que esa sospecha no era inverosímil, sino también dejar que lo atormentase como un remordimiento. Sin embargo, el juez, en su fuero interno, no quería atribuirle aún demasiado valor. Faltando como faltaban las pruebas materiales, no era posible formarse una opinión sino sobre meras inducciones, y entre la afirmación de Vérod, de que la Condesa no había podido darse la muerte cuando la luz de un nuevo afecto iluminaba su tenebrosa vida, y la sospecha contraria, de que la misma imposibilidad de obedecer a este sentimiento la hubiese revelado la incurable desdicha de su propia existencia ¿cuál de las dos merecía más crédito?
Avezado al ejercicio de su facultad de análisis en casos muy dudosos y obscuros, el juez no se había sentido aún confuso; pero, sin embargo, en vez de discutir entre sí las varias hipótesis, hacía todo lo posible por distraerse, por impedir que una de éstas, contra su voluntad, echara raíces y le estorbara la exacta percepción de la verdad. Sabía Ferpierre que la vegetación de las ideas es mucho más rápida que la de ciertas plantas que en breve tiempo extienden en torno suyo un bosque de ramas frondosas, y que la opinión, por más que su vida parezca depender de la voluntad, y cesar bajo la influencia de la opinión contraria, es sin embargo tenacísima y a veces СКАЧАТЬ