Espasmo. Federico De Roberto
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Название: Espasmo

Автор: Federico De Roberto

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664131706

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СКАЧАТЬ de la difunta, en cajas de cartón bastante viejas y una cartera llena de valores italianos y franceses así como algunos miles de pesos en monedas de oro y plata. En el fondo de la gaveta de la derecha encontró el comisario un estuche en forma de libro forrado en terciopelo negro, y cerrado con una minúscula llave: ya iba a abrirlo, cuando el Príncipe dio un paso hacia él, diciendo:

      —Ese es un libro de memorias... el diario de su vida...

      Por el tono en que hacía esa indicación, por la actitud de toda su persona, parecía que quisiera defender contra las miradas indiscretas el pensamiento íntimo de su pobre amiga; pero la Baronesa de Börne exclamó, aproximándose al juez, que ya había tomado de las manos del comisario el libro extraído por éste de su negra caja:

      —¡Allí precisamente se puede encontrar algo!...

      También la cubierta del libro era negra, con broches de plata, como un libro mortuorio y su sola vista expresaba la tristeza y el dolor que debían haber amargado la vida de aquella desventurada. El juez recorrió rápidamente las tapas: la letra era más bien grande, delgada, poco acentuada, elegante y de una nitidez admirable. Casi las tres cuartas partes del libro estaban escritas. El juez consagró su mayor atención a las últimas páginas; pero después de haber leído, dejó caer la cabeza y:

      —No se entiende—dijo—no es una confesión...

      Mientras tanto, el comisario continuaba sus investigaciones en una pequeña habitación contigua al cuarto de vestirse, donde otro ropero, el lavatorio y los baúles ocupaban todo el lugar disponible. Pero tampoco allí encontró ninguna carta. Entonces volvió al dormitorio, lo atravesó, y entró en la sala: allí el registro fue aún más breve o inútil, pues aparte del diván y los sillones, sólo había una mesa llena de menudos objetos de uso, y luego el piano, sobre el cual se veía un cuaderno con composiciones de Pessard. Ya el comisario volvía sobre sus propios pasos, cuando un ruido de voces, exclamaciones de angustia le hicieron regresar; los gendarmes, obedientes a las órdenes que habían recibido, impedían la entrada a una mujer vestida de obscuro, que llevaba en la cabeza el velo negro de la gente del pueblo lombardo.

      —¡Ah, señor! ¡Ah, señor!...—exclamaba la mujer, juntando las manos, el flaco rostro surcado por ardientes lágrimas.—¡Quiero verla!... ¡Verla una vez más!... ¡Mi patrona... mi buena patrona! ¡Ah, señor, verla!...

      Era Julia, que en ese momento volvía de la ciudad. Bajita y delgada, algo entrada en años, parecía anonadada por la angustia.

      —Dejadla pasar—ordenó el magistrado, a quien la Baronesa explicaba que, sirvienta de la Condesa durante muchos años, esa mujer había gozado de toda su confianza.

      Y cuando entró, sollozante y lacrimosa, juntas las manos, y se adelantó hacia el cadáver, el mismo estremecimiento nervioso de antes volvió a sacudir el cuerpo del Príncipe; en su rostro volvieron a leerse aquel desfallecimiento de terror, aquel pavoroso dolor, como si la vista de una persona cara a la muerta, su presencia allí, hicieran recrudecer su tormento. Ya no miraba al cadáver sino a la desconsolada mujer, y parecía querer acercársela, juntarse con ella, como para unir los dolores de ambos, para hablarla de la muerta, para oírla hablar de ella. Todos, hombres de justicia, médicos, hasta la misma Baronesa se sentían impresionados por la ansiosa actitud de aquel desdichado: sólo la extranjera permanecía inmóvil y rígida, impasible y casi sin mirar a nadie.

      —¡Lo decía y lo ha hecho!... ¡Ha hecho lo que decía!...—gemía la mujer junto al cadáver.—Deseaba la muerte, la llamaba... ¡Ah, pobrecilla!... ¡Ah, señores!... Y me mandó afuera, me mandó... para estar libre... ¡para que no se lo leyese en la cara! ¡Ah, si hubiera estado junto a ella!... ¡Cuántas veces, pobrecita, cuántas veces, rogó a Dios que la hiciera morir!... ¡Y se ha matado!...—repetía con voz aún más afligida, como si hasta ese momento hubiera podido dudar y esperar, y de repente recibiera la confirmación indudable de semejante desgracia. ¡Se ha matado!... ¡Está muerta! ¡Señor! ¡Señor!...

      La Baronesa se pasó la mano por los ojos, suspiró y atrajo hacia su pecho a la criada.

      —¡Basta, basta, pobre mujer!... ¡No hay más remedio que conformarse!... ¡Cálmese usted!.... ¡Basta!... Lo mejor es que diga usted a estos señores, a la justicia, ¿adonde la mandó, a usted? ¿A qué la mandó?

      —A la ciudad, a pagar unas cuentas... a comprar cosas... Yo no sé más... Parecía, cuando se levantó de la cama, como si quisiera ir conmigo... después cambió de opinión, y me mandó...

      —¿La dio a usted alguna carta? ¿Sabe usted si escribió alguna carta, anoche o esta mañana?

      —Anoche no: esta mañana. Esta mañana escribió una carta.

      —¿A quién estaba dirigida?

      —A sor Ana.

      —¿Quién es sor Ana?—preguntó el magistrado, que había dejado pacientemente a la verbosa señora formular el interrogatorio.

      —Sor Ana Brighton, su antigua maestra inglesa.

      —¿Dónde está?

      —No sé. En el sobre estaba el nombre del lugar, un nombre extranjero.

      —¿Usted tampoco sabe esa dirección?—preguntó el juez, volviéndose hacia el Príncipe Alejo.

      —La ignoro, pero...

      Su ansiedad parecía ir calmándose. Ya iba a decir algo, cuando se volvió a oír en el fondo de la sala a los agentes de policía que impedían la entrada a alguien. Pero esa vez la inesperada persona no se lamentaba, no lloraba; con voz vibrante, irritada y casi imperiosa, decía:

      —¡Déjenme pasar!... ¡necesito entrar, les digo!...

      Al mismo tiempo que el comisario iba a ver quién era, Bérard y la Baronesa de Börne se acercaban a la puerta.

      —¡Vérod!—exclamó la Baronesa al ver a un joven alto, corpulento, de cabellos negros y bigote rubio, que decidido a forzar la consigna, entró a prisa cuando los guardias, a una seña de su superior, se hicieron a un lado. Pero después de haber realizado su intento y avanzar rápidamente los primeros pasos, el recién venido pareció de pronto titubear, vacilante: la irritación que le encendía el rostro fue cediendo ante la confusión y la angustia. Al llegar al umbral y ver al cadáver se llevó una mano al corazón, se recostó contra el marco de la puerta, intensamente pálido, a punto casi de desmayarse.

      —¡Nuestra pobre amiga!—exclamó otra vez la Baronesa, tendiéndole la diestra, cual si quisiera confortarle, infundirle valor.—¡Quién lo habría dicho!... ¿No parece un sueño?... ¡Pobre, pobre amiga!... Matarse así...

      Pero el joven se repuso, y avanzando un paso más dijo con fuerte voz:

      —No.

      Un movimiento de inquietud y estupor pasó por entre los presentes.

      —¿Qué dice usted?—preguntó el juez, acercándose a Vérod y mirándole fijamente en los ojos.

      —Digo que esta señora no se ha matado. Digo que ha sido asesinada.

      Su voz resonaba de manera extraña, parecía que hablara en un lugar vacío, tan glacial era el silencio que reinaba en torno suyo, tan suspensos y sorprendidos se encontraban los ánimos de todos los presentes. СКАЧАТЬ